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Habían ido aminorando gradualmente el paso pero, conscientes de pronto de que el viento había refrescado, comenzaron a andar más aprisa.

– Lo siento -dijo él con voz sincera.

Junto a ellos pasó un ama de cría empujando un cochecito, un invento de nuevo cuño, mucho más práctico que los antiguos carritos de los que había que tirar y que justo entonces estaba haciendo furor. La acompañaba un niño pequeño y tímido que empujaba un aro.

– Ni un solo momento consideró la posibilidad de volverse a casar -prosiguió Romola sin que Monk se lo hubiera preguntado después de observar el cochecito con interés-. Ya habían pasado más de dos años cuando sir Basil abordó la cuestión. Octavia era joven y no tenía hijos. No era desatinado pensar en aquella posibilidad.

Monk recordó el rostro de la muerta que había visto la primera mañana que estuvo en su casa. Pese a la rigidez y palidez del rostro, había imaginado cómo debía de haber sido antes: sus emociones, sus anhelos y sus sueños. Era un rostro que denotaba pasión y voluntad.

– ¿Era muy guapa? -aunque lo preguntó, sabía que lo era.

Romola vaciló, no por mezquindad, sino porque tenía sus dudas al respecto. -Sí, era guapa -dijo lentamente-, pero el rasgo más destacado de su personalidad era que estaba pictórica de vida y que era muy individualista. Pero cuando Harry murió se volvió taciturna, tenía… tenía mala salud. -Romola evitó los ojos de Monk-. Cuando se encontraba bien era encantadora, gustaba a todo el mundo, pero cuando estaba… -Volvió a callar un momento, como buscando la palabra adecuada- cuando estaba mal, apenas hablaba… y no se esforzaba en ser amable.

Monk tuvo un atisbo de cómo debía de ser la vida de una mujer sola, obligada a mostrarse amable con la familia porque de ello dependía que la aceptasen e incluso sobrevivir en el aspecto financiero. Obligada siempre a hacer centenares, millares de pequeñas acomodaciones, disimulos de creencias y opiniones por el simple hecho de que no eran del gusto de los demás. Es decir, sufrir una humillación constante, como una ampolla en el talón de la que el zapato, al rozarla, arranca terribles dolores a cada paso que das.

Y por otro lado, ¡qué desesperante soledad la de un hombre al advertir que ella le decía siempre no lo que pensaba ni lo que sentía sino lo que ella creía que él quería oír! ¿Consideraría a partir de entonces que sabía algo real, o que mereciera la pena?

– ¡Señor Monk!

Romola seguía hablándole, pero él no le había prestado atención.

– Sí, señora… le ruego que me perdone.

– Me ha preguntado por Octavia y yo estaba tratando de ponerle al corriente de algunas cosas -dijo Romola irritada al verle tan distraído-. Era una mujer muy atractiva cuando estaba de buenas y fueron muchos los hombres que la solicitaban, pero ella no les dio nunca ninguna esperanza. Quienquiera que fuera la persona que la mató, no creo que encuentre la menor pista si prosigue sus investigaciones por este camino.

– No, supongo que tiene razón. Dígame, ¿el señor Haslett murió en Crimea?

– ¿El capitán Haslett? Sí, murió en Crimea. -Romola vaciló y volvió a apartar de él los ojos-. Señor Monk…

– Sí, diga, señora.

– Creo que hay personas… algunos hombres… que se hacen ideas muy peregrinas en relación con las viudas… -Era evidente que le molestaba hablar de lo que estaba a punto de decirle.

– Así es -dijo Monk, alentándola a hablar.

El viento soplaba con fuerza y le torció un poco el sombrero, aunque a ella no pareció importarle. Monk se preguntó si trataba quizá de encontrar la manera de decirle lo que ya había insinuado sir Basil y si lo diría con las palabras de sir Basil o con las suyas propias.

Pasaron dos niñas con sus vestiditos de volantes, caminando muy erguidas junto a su gobernanta, la mirada al frente como si no hubieran visto al soldado que venía en dirección contraria.

– No es imposible que a alguno de los criados le diera por pensar una de estas cosas absurdas… y que se propasara.

Casi se habían parado. Romola hurgaba en la tierra con la contera del paraguas.

– De haber ocurrido una cosa así… como Octavia lo habría rechazado de plano… a lo mejor esa persona se enfureció… perdió los estribos… -Seguía desviando la mirada, evitando los ojos de Monk.

– Pero ¿en plena noche? -dijo éste en tono dubitativo-. Habría tenido que ser muy osado para entrar en su habitación e intentar propasarse.

A Romola le ardían las mejillas.

– Pero alguien entró -afirmó la mujer con voz entrecortada, los ojos fijos en el suelo-. Sé que parece absurdo y, si Octavia no estuviera muerta, hasta a mí me daría risa.

– Tiene usted razón -dijo Monk aunque de mala gana-. Puede ser también que ella descubriera algún secreto que podía causar la ruina de algún criado de haberlo divulgado y que la mataran para impedir que lo revelara.

Romola levantó los ojos y lo miró.

– Sí… supongo que es… posible. Pero ¿qué secreto? ¿Se refiere usted a engaño… a inmoralidad? ¿Y cómo se habría enterado Octavia?

– No lo sé. ¿No tiene idea del sitio al que pudo ir aquella última tarde? -Monk echó de nuevo a andar y ella lo siguió.

– No, ni la más mínima idea. Aquella noche apenas habló con nadie, salvo una intervención en una discusión tonta, pero nada que pueda aportar ningún dato.

– ¿Sobre qué fue la discusión?

– Sobre nada en especial… arranques de mal genio -miró enfrente de ella-. Por supuesto sobre nada que tuviera que ver con el lugar al que había ido aquella tarde ni sobre nada que hiciera referencia a ningún secreto.

– Gracias, señora Moidore, ha sido usted muy amable -Monk se paró y también Romola, ya más tranquila al ver que el policía por fin la dejaba.

– Me gustaría mucho poder cooperar con usted, señor Monk -le dijo con el rostro de pronto triste y contrito. Por un momento la angustia cedió su sitio a una sensación de pesar y de miedo al futuro-. Si recuerdo algo…

– Sí, dígamelo a mí… o al señor Evan. Buenos días, señora.

– Buenos días. -Romola dio media vuelta y se alejó, pero no había caminado diez o quince metros cuando se volvió a mirar a Monk, no porque tuviera que decirle nada sino simplemente para observarlo y ver cómo abandonaba el camino y se dirigía de nuevo hacia Piccadilly.

Monk sabía que Cyprian Moidore estaba en su club, pero no quería pedir permiso para que lo dejasen entrar porque sabía que era muy probable que le vetasen la entrada, lo que no dejaba de ser una humillación. Se quedó, pues, esperando en la acera, contemplando las musarañas y cavilando en lo que diría a Cyprian cuando por fin saliera.

Hacía un cuarto de hora que Monk esperaba en la calle cuando pasaron dos hombres por su lado que caminaban Half Moon Street arriba. En la manera de andar de uno de ellos había algo que hizo vibrar una cuerda de su memoria con una sensación tan aguda que no pudo por menos de abordarlo, pero no había dado media docena de pasos cuando se percató de pronto de que no tenía ni idea de quién era, pese a que por un momento había experimentado una sensación íntimamente familiar, lo que hizo que en aquel instante sintiera esperanza y tristeza a la vez… y la terrible premonición de un renovado dolor.

Se quedó treinta minutos más expuesto al viento y a un sol intermitente, tratando de rememorar a quién pertenecía aquel rostro que había sido para él como el breve destello de un recuerdo: el rostro de un hombre de unos sesenta años como mínimo, bien parecido y de aire aristocrático. Sabía que su voz era discreta, muy comedida, un poco afectada incluso… y sabía también que aquel hombre había tenido una gran influencia en su vida y en la plasmación en realidad de sus ambiciones. Monk lo había imitado: su estilo de vestir, sus maneras y su forma de hablar, barriendo con ello su acento de Northumberland, tan poco distinguido.

Pero sólo lograba captar fragmentos, que desaparecían tan pronto como aparecían, una sensación de éxito desprovista de sabor, el dolor recurrente de una privación y de una responsabilidad frustrada.