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Seguía indeciso en la calle cuando de pronto Cyprian Moidore bajó la escalinata del club y emprendió el camino calle abajo. No advirtió a Monk hasta que por poco choca con él.

– ¡Ah, Monk! -Se detuvo de pronto-. ¿Me buscaba a mí?

Monk volvió con sobresalto a la realidad.

– Sí, si no tiene inconveniente.

Cyprian parecía inquieto.

– ¿Se ha enterado de algo?

– No, simplemente quería hacerle unas cuantas preguntas acerca de su familia.

– ¡Oh! -Cyprian volvió a echar a andar, Monk se puso a su lado y, juntos, se encaminaron hacia el parque. Cyprian iba vestido al último grito de la moda y su única concesión al luto estaba representada por un abrigo oscuro sobre la chaquetilla de cuello vuelto hasta la cintura que llevaba encima del moderno chaleco corto; el sombrero de copa lo llevaba ligeramente ladeado,

– ¿No me podía esperar en casa? -le preguntó con el ceño fruncido.

– Acabo de hablar con la señora Moidore en Green Park.

Cyprian pareció sorprendido, incluso ligeramente desconcertado.

– Dudo que ella pueda decirle gran cosa. ¿Qué quiere saber exactamente?

Monk se veía obligado a forzar el paso para seguir a Cyprian.

– ¿Cuánto tiempo hace que su tía, la señora Sandeman, vive en casa de su padre?

Cyprian pareció vacilar un momento, al tiempo que una sombra cruzó su cara.

– Desde poco después de que muriera su marido -replicó bruscamente.

Monk alargó los pasos para no quedarse más atrás, mientras evitaba chocar con otras personas que iban a paso más tardo o que venían en dirección opuesta. -¿Se llevan bien ella y el padre de usted? -Monk sabía que no, todavía no había olvidado la cara que puso Fenella al salir del salón de Queen Anne Street.

Cyprian titubeó, pero de pronto se dio cuenta de que la mentira sería transparente; si no ahora, más tarde.

– No, tía Fenella se encontró en una situación muy precaria -dijo con el rostro tenso, haciendo patente que, no le gustaba ni pizca hablar de aquellas flaquezas-, y papá le ofreció su casa. Es una responsabilidad natural tratándose de una persona de la familia.

Monk trató de imaginarlo, el sentimiento personal de gratitud, la exigencia implícita de ciertas formas de obediencia. Le habría gustado saber qué afecto se escondía debajo de aquel sentido del deber, pero sabía que Cyprian se resistiría ante una pregunta franca.

Pasó un carruaje muy cerca del bordillo, que proyectó con las ruedas agua embarrada. Monk saltó al interior de la acera para preservar sus pantalones.

– Tuvo que ser muy humillante para ella tener que depender de pronto de los recursos ajenos -lo dijo con auténtica comprensión. No fingía. Imaginaba que para Fenella debía de haber sido una gran contrariedad… y un motivo de profundo resentimiento.

– Así es -confirmó Cyprian, taciturno-. Pero ya se sabe que la muerte del marido a menudo deja a las viudas en circunstancias muy precarias. Es algo que cabe esperar.

– ¿Se lo esperaba ella? -Monk se sacudió el agua de la chaqueta distraídamente.

Cyprian sonrió, posiblemente ante la inconsciente vanidad de Monk.

– No tengo ni idea, señor Monk. No se lo he preguntado nunca. Habría sido una impertinencia y a la vez una intromisión. Ni me concierne a mí ni a usted. El hecho ocurrió hace muchos años, doce para ser exactos, y no tiene relación alguna con la tragedia que nos ocupa.

– ¿Se encuentra el señor Thirsk en la misma desgraciada posición? -Monk llevaba ahora el mismo paso que Cyprian; se cruzaron con tres damas muy peripuestas que debían de haber salido a tomar el aire y con una pareja que se entretenía cortejándose a pesar del frío.

– Si vive con nosotros es por culpa de desgraciadas circunstancias -le soltó Cyprian-. ¿Es ésta la información que busca? Mi tío, evidentemente, no es viudo. -Sonrió apenas, pero la sonrisa era más bien amarga y sarcástica que divertida.

– ¿Cuánto tiempo hace que su tío vive en Queen Anne Street?

– Que yo recuerde, unos diez años.

– ¿Es hermano de su madre?

– Ya sabe que lo es. -Esquivó a un grupo de caballeros enfrascados en animada conversación e indiferentes a la obstrucción que causaban en la calle-. En serio le digo que, si ese interrogatorio es una muestra del sistema que utiliza para hacer pesquisas, me extraña bastante que conserve su empleo. Tío Septimus en ocasiones bebe un poco más de la cuenta y ciertamente no es rico, pero esto no es óbice para que sea una persona muy decente cuyas desgracias no tienen nada que ver con la muerte de mi hermana. Le puedo asegurar que no sacará ninguna información útil hurgando en ese agujero.

Monk admiró cómo se defendía, animado o no por la sinceridad. Decidió descubrir cuáles eran las circunstancias desgraciadas que afligían a su tío y si Octavia se había enterado de algo sobre él que pudiera haberlo desposeído de aquella hospitalidad, de doble filo pero tan necesaria para él, de habérselo contado a su padre.

– ¿Es aficionado al juego? -preguntó Monk.

– ¿Cómo? -A Cyprian se le subió el color a la cara y topó con un anciano que se cruzó en su camino, lo que lo obligó a disculparse. Pasó junto a ellos el carro de un verdulero y su propietario pregonó la mercancía en voz alta y cadenciosa.

– Pensaba que quizás el señor Thirsk era aficionado al juego -repitió Monk-. Es un pasatiempo al que sucumben muchos caballeros, sobre todo cuando la vida les brinda escasos alicientes… y si piensan que una entrada extra de dinero no les vendría mal.

El rostro de Cyprian se mantuvo absolutamente inexpresivo, si bien no desapareció el color de sus mejillas, por lo que Monk pensó que tal vez había tocado alguna fibra sensible, ya fuera en relación con Septimus, ya en relación con el propio Cyprian.

– ¿Pertenece al mismo club que usted? -le preguntó volviéndose hacia él al formularle la pregunta.

– No -replicó Cyprian, reanudando la marcha después de un titubeo momentáneo-. No, tío Septimus frecuenta un club diferente.

– ¿No es de su gusto? -preguntó Monk con toda naturalidad.

– No -admitió Cyprian con presteza-. Mi tío prefiere a los hombres de su misma edad… y experiencia, supongo.

Atravesaron Hamilton Place, esquivando un carruaje y un hansom.

– ¿De qué club se trata? -preguntó Monk cuando volvieron a situarse en la acera.

Cyprian no respondió.

– ¿Está enterado sir Basil de que el señor Thirsk juega de vez en cuando? -continuó Monk.

Cyprian hizo una profunda aspiración y soltó lentamente el aire antes de contestar. Monk se dio cuenta de que Cyprian estaba considerando la posibilidad de negarlo, y que después había puesto la lealtad a Septimus que por delante de la lealtad a su padre. Era otra postura que también mereció la aprobación de Monk. -Probablemente no -dijo Cyprian- y le agradecería que no considerara necesario decírselo.

– No veo qué circunstancia podría hacerlo necesario -admitió Monk antes de proseguir con una conjetura basada en la naturaleza del club del que Cyprian acababa de salir-: De manera similar tampoco tengo por qué decirle que usted también juega.

Cyprian se paró y giró en redondo para mirarlo frente a frente y con los ojos muy abiertos. Vio entonces la expresión de Monk y se distendió, con una leve sonrisa en los labios, antes de reanudar la marcha.

– ¿Lo sabía la señora Haslett? -preguntó Monk-. ¿Podía ser que se refiriera a esto cuando dijo que el señor Thirsk entendería lo que había descubierto?

– No tengo ni idea -dijo Cyprian, abatido.

– ¿Qué otras cosas tienen particularmente en común? -prosiguió Monk-. ¿Qué intereses o experiencias que podrían hacer más profunda la afinidad? ¿Es viudo el señor Thirsk?

– No… no se ha casado nunca.

– Pero antes no vivía en Queen Anne Street. ¿Dónde vivía?

Cyprian caminaba en silencio. Atravesaron Hyde Park Corner y tardaron varios minutos en esquivar los carruajes, los cabriolés, un carro pesado tirado por cuatro magníficos Clydesdales, varios carromatos de verduleros y un barrendero que iba de aquí para allá como un pececillo que tratara de sortear los obstáculos y al mismo tiempo cazar al vuelo los peniques que la gente le arrojaba. A Monk le gustó ver que Cyprian le echaba una moneda, a la que él añadió otra.