La despiadada solución del caso tal como lo había llevado Monk la había dejado anonadada, algo que ella nunca le perdonaría.
Rosamond, la esposa de Lovel, estaba sentada a la izquierda de su suegra, su actitud era la de una mujer reservada y solitaria.
El juez hizo una breve recapitulación de los hechos y el jurado se retiró. La multitud permaneció en sus asientos, temerosa de perder sus puestos en el momento culminante del drama.
Monk se preguntó cuántas veces habría asistido al juicio de un detenido suyo. Los datos del caso que había investigado con tantas penas y trabajos para llegar a descubrirse a sí mismo habían quedado en suspenso al desenmascarar al criminal. Pero las pesquisas le habían revelado a un hombre minucioso que no dejaba ningún detalle al azar, un hombre intuitivo capaz de saltar de la prueba desnuda a complicadas estructuras que tenían que ver con motivos y oportunidades, en ocasiones de forma brillante y dejando a otros tras él, desconcertados y debatiéndose inútilmente. Poseía también una incansable ambición, una carrera labrada paso a paso, gracias a un trabajo denodado y continuo y a saber manejar a los demás de tal manera que siempre conseguía estar en el sitio adecuado en el momento oportuno, aprovechándose de la ventaja que suponía tener que habérselas con colegas menos capacitados. Cometía pocos errores y no los perdonaba nunca en los demás. Aunque muchos lo admiraban, al único que gustaba de verdad era a Evan. Cuando observaba al hombre que emergía de aquellas páginas de anotaciones, no le sorprendía que así fuera. Tampoco él se gustaba.
No había conocido a Evan hasta después del accidente. El caso Grey había sido su primer encuentro.
Tuvo que esperar otros quince minutos, que dedicó a reflexionar sobre los fragmentos que había ido reuniendo con respecto a su persona y se esforzó en imaginar lo que faltaba, sin saber si le resultaría familiar, fácil de entender y por tanto de perdonar… o si encontraría a un ser que ni le gustaría ni podría respetar. Del hombre anterior, dejando aparte su trabajo, no quedaba nada, ni siquiera una carta o un recordatorio que tuvieran sentido para él.
Ya estaba entrando el jurado, los rostros tensos y los ojos cargados de ansiedad. Cesó el murmullo de voces y lo único que se oyó fue el crujido de las ropas y el rechinar de las botas. El juez preguntó al jurado si habían emitido el veredicto y si en el mismo estaban todos de acuerdo.
Respondieron afirmativamente. Seguidamente preguntó al portavoz cuál había sido dicho veredicto.
– Culpable, señor… aunque suplicamos clemencia. Le pedimos sinceramente que conceda al culpable toda la clemencia que la ley le permita.
Monk escuchaba con la máxima atención y respiraba muy lentamente, como si hasta el ruido de la respiración en sus oídos pudiera hacerle perder alguna frase. Casi habría golpeado por la inoportuna intromisión a su vecino al oírlo toser.
¿Estaría Hester presente? ¿Se encontraría esperando igual que él?
Miró a Menard Grey, que se había puesto en pie y que, pese a toda la multitud que lo rodeaba, parecía más solo que el ser más solo del mundo. Todos los circunstantes que se encontraban en aquella sala, con sus paredes revestidas de paneles y su techo abovedado, habían acudido a oír el juicio de vida o muerte que se emitiría sobre él. A su lado, Rathbone, más flaco y como mínimo medio palmo más bajo que él, tendió la mano para sostenerlo o simplemente para reconfortarlo con su contacto, o por el simple deseo de que supiera que alguien estaba con él.
– Menard Grey -dijo el juez muy lentamente, el rostro contraído por la tristeza y un sentimiento en el que había mucho de lástima y de impotencia-, este tribunal lo ha encontrado culpable de asesinato. De hecho, usted ya había tenido el acierto de no declarar otra cosa. Un mérito que hay que concederle. Su abogado ha subrayado la provocación que usted se vio obligado a sufrir y los padecimientos espirituales que tuvo que soportar a manos de la víctima. Pero este tribunal no puede considerarlos un eximente. Si todas las personas maltratadas tuvieran que recurrir a la violencia, sería el fin de nuestra civilización. En la sala se produjo un murmullo de indignación, una exhalación suave de alivio.
– Sin embargo -dijo el juez con aspereza-, se habían cometido graves delitos y usted buscó unos medios tendentes a evitar que se siguieran cometiendo; no pudo ampararse en la ley porque no los contemplaba y por consiguiente perpetró este crimen para evitar la prosecución de tales delitos contra personas inocentes, todo lo cual constituye un factor que es preciso tener en cuenta a la hora de dictar sentencia. Usted es un hombre desencaminado, pero entiendo que no le animaron las malas intenciones. Lo condeno a ser trasladado a la colonia de Su Majestad en Australia Occidental y a permanecer allí durante un periodo de veinticinco años.
Levantó el mazo para indicar el final de la sesión, pero el ruido quedó ahogado por el vocerío y por el ruido de los periodistas encargados de informar de la decisión a sus periódicos saliendo a la carrera.
Monk no encontró ocasión de hablar con Hester, pese a que distinguió una vez su cabeza asomada por encima de un grupo de personas. Le brillaban los ojos, y el cansancio que revelaba la severidad del peinado y la sencillez del vestido se esfumaba con el resplandor del triunfo. ¡Menuda carga acababa de sacarse de encima! Casi estaba hermosa. Sus ojos se encontraron y disfrutaron, juntos los dos, del momento. Después ella desapareció empujada por la muchedumbre y Monk la perdió de vista.
También vio a Fabia Grey cuando abandonaba la sala, iba muy tiesa y estaba pálida, el odio ponía una nota de desolación en su rostro. Quiso salir sola, rechazó el brazo que le ofrecía su nuera y, en cuanto a su hijo mayor, el único que ahora le quedaba, optó por seguirla con la cabeza muy erguida y una sonrisa leve y discreta vagándole en los labios. Callandra Daviot se quedó con Rathbone. Era ella, no la familia de Menard, quien había contratado sus servicios, por lo que quería liquidar cuentas con él.
Monk no vio a Rathbone, pero imaginaba lo ufano que estaría. Todo había salido como Monk también deseaba, había luchado por aquello. Pero por otra parte le molestaba el éxito de Rathbone, la satisfacción que imaginaba reflejada en el rostro del abogado, ese resplandor de una victoria más, en sus ojos.
Fue directamente del Old Bailey a la comisaría y, ya allí, entró en el despacho de Runcorn para informarle de los progresos que había tenido hasta la fecha en el caso de Queen Anne Street.
Runcorn se fijó en la chaqueta extremadamente elegante de Monk, lo que hizo que empequeñeciera los ojos y que por sus mejillas enjutas y sus pómulos asomara un sentimiento de contrariedad.
– Hace dos días que espero su visita -dijo así que Monk atravesó la puerta-. Supongo que estará trabajando de firme, pero le ruego que me tenga informado con toda precisión de todo lo que averigüe… suponiendo que averigüe algo. ¿Ha visto los periódicos? Sir Basil Moidore es un hombre extremadamente influyente. Parece que usted no sabe con quién trata, pero le diré que tiene amigos en las altas esferas: ministros, embajadores extranjeros e incluso príncipes.
– También tiene enemigos en su propia casa -replicó Monk con impertinencia, ya que le constaba que el caso era feo y que se pondría bastante más difícil de lo que ya era. Runcorn se sentiría muy nervioso. Le aterraba ofender a la autoridad o a gente que tenía por importante desde el punto de vista social y temía que el Home Office lo apremiase a encontrar una solución rápida por el nerviosismo del público. Al mismo tiempo seguro que le aterraría causar la más mínima molestia a Moidore. Monk quedaría atrapado en medio y Runcorn estaría más que satisfecho si finalmente tenía la oportunidad de acabar con las pretensiones de Monk y de hacer público su fracaso.