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– Tenga mucho cuidado, señora Sandeman -le replicó Monk con expresión sombría. No sabía si tomarla en serio, pero de todos modos tenía la obligación de advertirla para que no pusiera en riesgo su propia seguridad-. A lo mejor descubre el secreto, o hace que el culpable tema que vaya a descubrirlo. Observe, pero guarde silencio. Es más sensato.

La señora dio un paso atrás, aspiró y sus ojos todavía se hicieron más grandes. A Monk se le ocurrió de pronto que, pese a que sólo era media mañana, aquella mujer quizá no estaba totalmente sobria.

Basil debió de pensar lo mismo, porque extendió la mano mecánicamente hacia la señora y la condujo hasta la puerta.

– Reflexiona un rato, Fenella, y si recuerdas algo, me lo dices y yo se lo transmitiré al señor Monk. Y ahora ve a desayunar, o escribe cartas o algo, anda.

De pronto desapareció del rostro de la mujer toda aquella excitación y aquella especie de arrobamiento y miró a su hermano con profundo desprecio, aunque también esta reacción se desvaneció con igual rapidez. Aceptó las órdenes que se le daban y, al salir, cerró con todo sigilo la puerta detrás de sí. Basil miró a Monk para captar sus impresiones, pero una hermética expresión cortés no abandonó la cara del policía.

La última de las personas que entraron en la sala también tenía un parentesco evidente con la familia. Era un hombre con los mismos ojos grandes y azules que lady Moidore y, aunque sus cabellos ya eran grises, tenía una piel clara y rosada que habría armonizado muy bien con unos cabellos de un tono ligeramente caoba, mientras que los rasgos de su cara eran la reproducción exacta de aquella sensibilidad y delicadeza tan patentes en el rostro de la esposa de Basil. Era evidente, sin embargo, que era mayor que ella y que los años no habían sido clementes con aquel hombre. Tenía la espalda encorvada y era evidente en él un profundo cansancio que era secuela de muchas derrotas, insignificantes quizá para muchos pero importantes para él.

– Septimus Thirsk -se anunció con un resabio de precisión militar, llevado mecánicamente por una antigua costumbre-. ¿En qué puedo servirle? -Ignoró a su cuñado, en cuya casa al parecer vivía, y también a Cyprian, quien se había acercado al alféizar de la ventana.

– ¿Estaba usted el lunes en casa, el día que precedió a la noche en que fue asesinada la señora Haslett? -le preguntó Monk cortésmente.

– No estuve en casa en toda la mañana ni a la hora de comer -respondió Septimus, que seguía de pie, casi en posición de firmes-. Por la tarde sí estuve en casa, la mayor parte del tiempo en mis habitaciones. Cené fuera. -Una sombra de preocupación pasó por su rostro-. ¿Por qué quiere saberlo? No vi ni oí a ningún intruso, de lo contrario ya lo habría dicho.

– Octavia fue asesinada por una persona de la casa, tío Septimus -le explicó Cyprian-. Pensábamos que a lo mejor te había contado algo que pudiera ayudarnos a averiguar las razones del crimen. Estamos preguntando lo mismo a todas las personas de la casa.

– ¿Que si me contó algo? -Septimus parpadeó.

El rostro de Basil se ensombreció debido a un acceso de irritación.

– ¡Por el amor de Dios, hombre! ¡No es tan complicado! ¿Conocía Octavia un secreto lo bastante desagradable para que alguien la temiera? ¿Hizo o te dijo algo que permita sospecharlo? Es una posibilidad remota, pero aun así hay que hacer la pregunta.

– ¡Pues sí! -respondió Septimus de pronto, mientras se le encendían dos manchas de color en sus pálidas mejillas-. Cuando el lunes llegó a casa a última hora de la tarde me dijo que acababa de revelársele todo un mundo, un mundo odioso, por cierto. Dijo que sólo le faltaba comprobar un detalle para tener la prueba absoluta. Aunque le pregunté de qué se trataba, se negó a decírmelo.

Basil se quedó estupefacto y Cyprian parecía clavado en el sitio.

– Por lo que dice llegó de la calle, ¿verdad? ¿Dónde había estado la señora Haslett, señor Thirsk? -preguntó Monk con voz tranquila.

– No tengo ni idea -replicó Septimus con una expresión en los ojos que pasó de la rabia a la pena-. Aunque se lo pregunté, no me lo dijo, sólo añadió que un día yo lo comprendería mejor que nadie. No dijo más.

– Pregunte al cochero -dijo Cyprian inmediatamente-. Él lo sabrá.

– No salió en ninguno de nuestros coches -dijo Septimus, pero al captar la mirada de Basil añadió-: De tus coches, quiero decir. Entró de la calle a pie y supongo que se fue andando o que tomó un hansom.

Cyprian masculló una maldición entre dientes. Basil parecía confuso, pero sus hombros se distendieron debajo de la tela negra de la chaqueta y dejó vagar la mirada a lo lejos, más allá de ellos, más allá de la ventana. Habló con Monk dándole la espalda.

– Parece por todas las trazas, inspector, que mi pobre hija se enteró de algo aquel día. Su trabajo consiste en saber de qué se trata, pero si no lo averigua tendrá que encontrar el modo de deducir quién la mató. Es posible que no lleguemos a descubrir nunca las razones, y la verdad es que eso no es tan importante. -Vaciló, por un momento sumido aún más en sus propias cavilaciones, en las que nadie se inmiscuyó.

– En caso de que alguien de la familia pudiera serle de ayuda, no le quepa duda de que recurriremos a usted -continuó-. Ya es más de mediodía y no se me ocurre en qué otra cosa podemos serle útiles. Tanto usted como sus ayudantes están en libertad de interrogar a los criados cuando quieran sin necesidad de molestar a la familia. Daré órdenes a Phillips en este sentido. De momento no puedo hacer otra cosa que agradecerle su cortesía y confiar en que seguirá observándola. Le agradeceré que me mantenga al corriente de sus averiguaciones. Si yo no estuviera, informe a mi hijo. Preferiría que no afligiese a lady Moidore más de lo que ya está.

– Entendido, sir Basil. -Monk se volvió a Cyprian-. Gracias por su cooperación, señor Moidore.

Monk se excusó y esta vez no fue el mayordomo quien lo acompañó a la salida sino un lacayo de muy buen porte y de mirada atrevida, cuya apostura quedaba afeada tan sólo por una boca pequeña y de gesto astuto.

Ya en el vestíbulo encontró a lady Moidore y, cuando se disponía con toda intención a pasar por su lado sólo con un saludo de cortesía, la señora fue a su encuentro y, despidiendo al criado con un gesto de la mano, obligó a Monk a pararse a hablar con ella.

– Buenos días, lady Moidore.

Habría sido difícil saber hasta qué punto era natural la palidez de su rostro, muy en armonía con sus hermosos cabellos, pero lo inequívoco eran sus grandes ojos y la agitación que revelaban sus movimientos.

– Buenos días, señor Monk. Me ha dicho mi cuñada que usted cree que quien cometió el delito no fue ningún intruso. ¿Es así?

Nada se ganaba con mentir. No por venir de otra persona las noticias serían más tolerables y, en cambio, si Monk optaba por mentir, difícilmente conseguiría que le diesen crédito en un futuro. Y además, no habría hecho sino añadir confusión a la ya existente.

– Sí, señora. Lo siento.

La mujer permaneció inmóvil. No se percibía en ella ni siquiera el más leve aleteo de la respiración.

– Esto quiere decir que uno de nosotros mató a Octavia -murmuró. A Monk le sorprendió que no rehuyera la verdad ni intentara disfrazarla con palabras elusivas. Por otra parte, era la única persona de la familia que no había tratado de achacar la responsabilidad exclusivamente a los criados, por lo que Monk sintió por ella una admiración todavía más grande, ya que valoró la valentía que requería su postura.

– ¿Vio usted a la señora Haslett cuando llegó a casa aquella tarde, señora? -le preguntó Monk con el máximo comedimiento.

– Sí, ¿porqué?

– Parece que en el curso de su salida se enteró de algo que la impresionó profundamente y, según palabras del señor Thirsk, tenía intención de proseguir las averiguaciones hasta descubrir una prueba concluyente. ¿Le habló a usted del asunto?