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Monk ya se daba cuenta por adelantado y le enfurecía que ni siquiera el conocimiento previo pudiera ayudarlo a escapar.

– No me divierten las adivinanzas -le espetó Runcorn-. Si no ha descubierto nada y el caso es demasiado difícil para usted, no tiene más que decirlo y ponemos a otro en su sitio.

Monk sonrió abiertamente.

– Me parece una idea excelente, señor Runcorn -respondió-. Muchas gracias.

– ¡No me venga con impertinencias! -Runcorn estaba que echaba chispas, no se esperaba aquella respuesta-. Si quiere dimitir, hágalo como es debido, no como quien no dice nada. ¿Presenta la dimisión? -Durante unos breves momentos en sus ojos redondos brilló un rayo de esperanza.

– No, señor Runcorn. -Monk no siguió manteniendo el mismo tono en la voz. La victoria no era más que un simple ataque, pero la batalla ya estaba perdida-. Yo me figuraba que usted se ofrecía a sustituirme en el caso Moidore.

– No, yo no. ¿Por qué lo dice? -Runcorn enarcó las cejas, cortas y rectas-. ¿Excede a sus posibilidades? Antes usted era el mejor detective que teníamos… mejor dicho, esto era lo que usted proclamaba a diestro y siniestro. -Su voz se había hecho bronca a causa de la satisfacción áspera que sentía-. Yo tengo muy claro que desde el accidente ha perdido usted facultades. En el caso Grey no estuvo mal, pero le costó lo suyo. Me encantaría que colgasen a Grey. -Miró a Monk con aire de satisfacción. Tenía perspicacia suficiente para leer correctamente los sentimientos de Monk y veía que sentía simpatía por Menard.

– Pues no lo van a colgar -le replicó Monk-. Esta tarde han pronunciado el veredicto y lo han condenado a veinticinco años de deportación. -Sonrió para demostrar su satisfacción-. En Australia puede abrirse camino.

– Si no lo matan las fiebres -dijo Runcorn con despecho- o una algarada callejera… o se muere de hambre.

– Lo mismo podría ocurrirle en Londres -replicó Monk con rostro inexpresivo.

– Mire, no se quede ahí como un pasmarote. -Runcorn se sentó detrás del escritorio-. ¿Por qué le asusta tanto el caso Moidore? ¿Lo considera por encima de sus posibilidades?

– La mató alguien en su casa -respondió Monk.

– ¡Claro que fue en su casa! -dijo Runcorn mirándolo con fijeza-. ¿Se puede saber qué le pasa, Monk? ¿No le trabajan las meninges? La mataron en su dormitorio… una persona que se coló en él. Me parece que nadie ha dicho que la sacaran a rastras para matarla en la calle.

Monk sintió la maliciosa satisfacción de desmentir sus palabras.

– Habían dicho que había sido un ladrón que había penetrado desde fuera -dijo pronunciando cada palabra con toda cautela y precisión, como si hablara con una persona corta de entendederas. Se inclinó hacia delante-. Y yo digo que no fue nadie que entrara de fuera y que la persona que mató a la hija de sir Basil, hombre o mujer, ya estaba en la casa… y sigue en ella. Los formalismos sociales apuntan a que fue uno de los criados, pero el sentido común indica que es más probable que se trate de una persona de la familia.

Runcorn lo miró horrorizado, de su rostro alargado desapareció el color como si dentro de su cabeza se abriera camino todo lo que comportaba la idea. Vio reflejada la satisfacción en los ojos de Monk. -¡Vaya idea descabellada! -dijo con la garganta seca y la lengua pegada al velo del paladar, como si se hubiera quedado sin palabras-. ¿Se puede saber qué le pasa, Monk? ¿Abriga quizás un odio personal a la aristocracia para incitarlo a acusarla de una monstruosidad como ésta? ¿No le bastó con el caso Grey? ¿Acaso ha perdido el norte?

– La prueba es incontrovertible. -Todo el placer que sentía Monk se centraba en ver el horror reflejado en el rostro de Runcorn. El inspector habría preferido mil veces pensar en un intruso que se había puesto violento, por muy difícil que fuera localizarlo en los laberintos de los delitos más abyectos y en la miseria de las barracas, que en esa consideración se tenía a las destartaladas viviendas de los barrios bajos, zonas donde la policía no se atrevía a penetrar y mucho menos a hacer respetar la ley. Aún así, siempre habría sido menos comprometido para la seguridad personal que acusar, aunque fuera de manera indirecta, a un miembro de una familia como la de los Moidore.

Runcorn abrió la boca y después la volvió a cerrar.

– ¿Usted dirá, señor Runcorn? -lo animó Monk abriendo mucho los ojos.

En el rostro de Runcorn iban sucediéndose las emociones, cada una suplantando a la anterior: terror de las repercusiones políticas que podría tener el hecho de que Monk ofendiera a alguien, cometiera alguna torpeza y no refrendara con pruebas la argumentación que pudiera presentar; pero también aquella esperanza de que Monk precipitara un desastre de tales proporciones que fuera causa de su ruina profesional, lo que libraría a Runcorn de una vez por todas de tenerlo pisándole los talones.

– ¡Retírese! -le ordenó Runcorn entre dientes-. Y pida a Dios que le ayude si comete algún error en este asunto porque le aseguro que yo no lo haré.

– Tampoco lo esperaba, señor Runcorn. -Monk se cuadró un momento ante él, no por respeto sino con ánimo de burla, y seguidamente se volvió hacia la puerta.

Monk causaba la desesperación de Runcorn y, hasta que estuvo casi en sus aposentos de Grafton Street, no se le ocurrió pensar cómo debió de ser Runcorn en la época en que se conocieron, antes de que Monk proyectara su ambición como una sombra sobre él, y no sólo su ambición sino también su mayor agilidad mental y su ingenio rápido e inflexible. Pero eran unos pensamientos que a Monk no le gustaban y que lo privaban del calor que habría debido infundirle ese hecho de sentirse superior. Era casi seguro que él había contribuido a aquello en que el hombre se había convertido. Era una excusa sin fundamento decir que Runcorn siempre había sido débil, vanidoso, menos capacitado que él, ya que la sinceridad desmentía aquella afirmación. Cuanto más incompetente era una persona, más bajo era aprovecharse de sus fallos con el fin de aniquilarlo. Si el fuerte era irresponsable e interesado, ¿qué podía esperar el débil?

Monk se acostó temprano, pero se quedó despierto mirando el techo, descontento de sí mismo.

Al funeral de Octavia Haslett asistió media aristocracia londinense. Los carruajes, circulaban arriba y abajo de Langham Place, interrumpiendo el tráfico habitual. Los caballos, negros a ser posible, agitaban penachos de negras plumas; los cocheros y lacayos iban vestidos de librea; ondeaban negros crespones y los arneses estaban bruñidos como espejos, pero ni una sola pieza metálica tintineaba ni hacía ruido alguno. Una persona con ínfulas de nobleza habría reconocido los escudos de muchas familias nobles, y no sólo de Gran Bretaña, sino también de Francia y de los estados germánicos. Los que componían el luto iban vestidos de negro riguroso e inmaculado, al último grito de la moda, las enormes faldas armadas con miriñaques y enaguas, los bonetes ribeteados con cintas, los sombreros de copa centelleantes y las botas resplandecientes.

Todo se hacía en silencio: los cascos de los caballos estaban embozados, las ruedas de los coches engrasadas, las voces hablaban en murmullos. Los escasos viandantes aminoraban el paso e inclinaban la cabeza en señal de respeto.

Desde lo alto de la escalinata de la iglesia de Todos los Santos, donde esperaba como un criado más, Monk presenció la llegada de la comitiva, en primer lugar sir Basil Moidore, acompañado de la que ahora era su única hija, Araminta, en quien ni la negrura del velo lograba ocultar el encendido color de sus cabellos ni la blancura de su rostro. Subieron juntos la escalinata, ella agarrada a su brazo, aunque no habría podido decirse quién sostenía a quién.

Seguía a continuación Beatrice Moidore, quien era evidente que se apoyaba en Cyprian. Caminaba muy erguida, pero iba tan cubierta de velos que su rostro era invisible, aunque mantenía muy tiesa la espalda y también los hombros; tropezó dos veces, pero él la ayudó con toda delicadeza al tiempo que acercaba la cabeza a la de ella y le murmuraba unas palabras al oído.