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Lo siguiente que supo era que una de las ayudantes de enfermera la sacudía. Darlene chirrió los dientes porque sin querer había contraído el músculo del muslo al ser molestada.

– ¿Ha orinado después de que la operasen? -preguntó la ayudante. Era una mujer gorda con un fibroso pelo rojo.

Darlene intentó pensar. Lo cierto era que no lo recordaba y así lo dijo.

– Si lo hubiera hecho se acordaría, así que tiene que hacerlo ahora. Le traeré el orinal. -La mujer desapareció en el cuarto de baño y regresó con un recipiente de acero inoxidable que dejó encima de la cama, al lado de la cadera de Darlene.

– No tengo ganas -repuso esta. Lo último que deseaba era tener que moverse para colocarse encima del orinal. Le produjo una mueca solo pensarlo. El cirujano le había dicho que seguramente tendría algunas molestias tras la operación. ¡Menudo eufemismo!

– Pues tiene que hacer -declaró la ayudante mirando el reloj como si no tuviera tiempo para discutir.

La actitud de la mujer combinada con el estado medio drogado de Darlene hizo que esta se irritara.

– Deje el orinal. Lo haré más tarde.

– Cariño, lo va a hacer ahora. Son órdenes de arriba.

– Pues diga a quien sea que esté arriba que lo haré más tarde.

– Voy a buscar a la enfermera, y le advierto que ella no admite terquedades.

La ayudante desapareció de nuevo. Darlene meneó la cabeza. «Terquedad» era una palabra que asociaba con los niños pequeños. Apartó el frío orinal de la cadera.

Cinco minutos más tarde, la enfermera entró bruscamente en la habitación acompañada de la ayudante, sobresaltando a Darlene. A diferencia de su auxiliar, la enfermera era alta, delgada y tenía unos ojos exóticos. Con los brazos en jarras se inclinó sobre Darlene.

– La ayudante me ha dicho que se niega a hacer pipí.

– No me niego. Solo le he dicho que lo haré más tarde.

– O lo hace ahora o de lo contrario la sujetaremos. Creo que sabe lo que eso significa.

Darlene lo sabía, y la perspectiva no le era en absoluto agradable. La ayudante se situó al otro lado de la cama. Darlene se vio rodeada.

– Usted decide, hermana -añadió la enfermera cuando Darlene no respondió-. Mi consejo es que levante ese trasero suyo.

– Podría mostrarse usted un poco más comprensiva -sugirió Darlene mientras se disponía a alzarse apoyando ambas manos en el colchón.

– Tengo demasiados pacientes enfermos para mostrarme comprensiva sobre hacer un simple pipí -dijo la enfermera. A continuación comprobó la vía intravenosa mientras la ayudante colocaba el orinal en el sitio.

Darlene soltó un suspiro de alivio. A pesar de lo frío que estaba el metal, subirse al orinal no había resultado tan malo como había pensado. Pero orinar era capítulo aparte. Tardó unos minutos en concentrarse antes de poder empezar. Entretanto, la enfermera y su ayudante se marcharon. Hizo más pipí del que pensó que tenía, lo cual le obligó a admitir que había sido necesario. También le recordó lo poco que le gustaban los hospitales.

Una vez que terminó, tuvo que esperar. Podía mover la pelvis arriba y abajo sin molestias, pero para retirar el orinal necesitaba levantar una de las manos sobre las que se apoyaba. Eso significaba tensar los músculos de la pierna que le dolía, así que estaba bloqueada. Tras cinco minutos, su espalda empezó a protestar, de modo que apretó los dientes y apartó el orinal a un lado. Casi inmediatamente, la enfermera y la ayudante reaparecieron.

Mientras la ayudante se ocupaba del orinal, la enfermera le ofreció una pastilla para dormir y un pequeño vaso de agua.

– No creo que la necesite -contestó Darlene, que, con todos los medicamentos que había tomado a lo largo del día, se sentía como si flotara.

– Tómesela -insistió la enfermera-. Se lo ha ordenado su médico.

Darlene miró a la enfermera a la cara. No sabía si su expresión era de desafío, de aburrimiento o desdén. Fuera cual fuese, le parecía poco apropiada y le hacía preguntarse por qué esa mujer se había dedicado a ser enfermera. Cogió la píldora, y se la tragó con un poco de agua. Devolvió el vaso a la enfermera.

– Podría ser usted un poco más persona.

– La gente tiene lo que se merece -contestó la enfermera recogiendo el vaso y aplastándolo en su mano-. Vendré a verla más tarde.

No se moleste, pensó Darlene, pero no se lo dijo. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento antes de que la enfermera saliera. Reconociendo su vulnerabilidad y necesidades, no quería empeorar la situación. Con la pierna sujeta a la máquina flexora y con todo el dolor que sentía cada vez que movía la rodilla, dependía totalmente del personal de enfermería.

Darlene se administró una dosis del calmante para mitigar el dolor de la pierna, que se parecía a uno de muelas tras los padecimientos con el orinal. No tardó en sentirse más tranquila y relajada. La tensión del enfrentamiento con la enfermera y su ayudante no terminó por disolverse en la nada. Lo importante era que la operación ya había pasado. La ansiedad de la noche anterior estaba superada. En esos momentos se hallaba en camino hacia su recuperación y, según el médico, podría volver a jugar al tenis en cuestión de unos seis meses.

Sin darse cuenta, Darlene cayó en un profundo sopor narcotizado y sin sueños. No tuvo conciencia del paso el tiempo hasta que fue bruscamente despertada por un dolor desgarrador en el brazo izquierdo. Un gemido se escapó de sus labios mientras abría los ojos. El televisor estaba apagado, y la habitación sumida en la penumbra por la débil luz nocturna de seguridad que había cerca del suelo. Por un momento se sintió desorientada, pero se recobró rápidamente. Con el dolor extendiéndose por su hombro, se lanzó hacia el botón del timbre, pero no llegó a alcanzarlo. Notó que una mano le aferraba la muñeca. Alzando los ojos vio una blanca figura de pie al lado de la cama, con el rostro oculto entre las sombras. Abrió la boca para hablar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. La habitación se oscureció y empezó a dar vueltas antes de que ella notara que caía de la luz a la oscuridad.

6

– ¡Shelly, cuidado! -gritó Laurie-. ¡Para!

Para su total espanto, su hermano corría a toda velocidad hacia un lago de aguas estancadas cuya orilla era un fangal capaz de tragarse un elefante. No podía dar crédito a lo que veía. Le había advertido del peligro, pero él no le hacía caso.

– ¡Shelly, detente! -repitió, gritando tan fuerte como pudo.

Presa de una terrible sensación de impotencia por no poder impedir lo que iba a acabar en desastre, Laurie echó a correr. Aunque sabía sin asomo de duda que no podría hacer nada cuando Shelly se adentrara en el lodazal, no podía permanecer allí impotente y dejar que la tragedia se desarrollara ante sus ojos. Mientras corría buscó frenéticamente un palo o un tronco largo que pudiera tender a su hermano cuando quedara atrapado en el lodo. Sin embargo, el paisaje circundante estaba desierto y no había nada, salvo roca desnuda.

Entonces, de repente, Shelly se detuvo a unos tres metros del fango que bordeaba el lago. Se volvió y miró a Laurie. Sonreía con la misma actitud desafiante de cuando eran niños.

Aliviada, Laurie dejó de correr. Jadeaba y no sabía si sentirse furiosa o agradecida. Acto seguido, y antes de que ella pudiera decir palabra, Shelly dio media vuelta y reanudó su loca carrera hacia el desastre.

– ¡No! -gritó Laurie, pero entonces Shelly llegó a la orilla del lago y corrió todo lo lejos que pudo antes de que sus piernas quedaran atrapadas sin remedio. De nuevo, volvió a mirar atrás; su sonrisa había desaparecido. En su lugar se veía una expresión de horror. Extendió los brazos hacia su hermana, que había corrido hasta el borde del terreno seco. Nuevamente, Laurie buscó algo que poder lanzarle, pero no había nada. Rápida e irremediablemente, Shelly se hundió en el lodo con sus suplicantes ojos fijos en los de ella hasta que desaparecieron en el cieno. Todo lo que quedó fue una mano que intentaba vanamente aferrarse a algo, y no tardó en ser engullida también por el fango circundante.