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Dentro del vestuario había una mesa con un gran barreño de refrescos metidos en hielo. Jazz cogió una lata de Coca-Cola, le arrancó la lengüeta y tomó un gratificante sorbo. Al lado del barreño había una hoja en una tabla sujetapapeles con la indicación de que anotara el nombre y la consumición a efectos de cargárselo en su cuenta. Mientras tomaba otro trago y se dirigía a la zona VIP donde tenía asignada su taquilla se preguntó qué clase de idiota dejaría escrito su nombre; pero, por otra parte, sabía que el mundo estaba plagado de idiotas.

La ducha fue un breve trámite para ella. Tras enjabonarse y darse champú, disfrutó unos minutos con los ojos cerrados, dejando que el agua le cayera a presión en la cabeza y se le deslizara por los recovecos de su tonificado cuerpo. Cerrar los ojos tenía la ventaja añadida de que le ahorraba ver a las demás mujeres, algunas de las cuales tenían traseros del tamaño de pequeños países y una piel que más parecía la superficie de la luna. A Jazz le parecía increíble que mostraran tanta falta de autoestima como para conformarse a verse reducidas a tan patético estado.

Tras la ducha, su corto cabello solo necesitó un breve repaso con el secador. De joven el pelo había sido una de sus obsesiones, pero el ejército la había curado. También le había curado una larga dependencia de los cosméticos. En esos momentos únicamente utilizaba un poco de carmín, y en todo caso era más para hidratarse los labios que para otra cosa.

A continuación se vistió con el conjunto verde de clínica sobre el que se puso una bata blanca que tenía un estetoscopio metido en uno de los bolsillos laterales. El del pecho estaba lleno de bolígrafos y otros instrumentos propios de una enfermera.

– ¿Es usted enfermera? -preguntó una voz.

Jazz miró a su alrededor. Una de las mujeres de culo gordo estaba sentada en el banco ante su taquilla, embutida en la toalla igual que una salchicha. Jazz dudó entre hacerle caso o prescindir de ella. Normalmente se mantenía alejada de las típicas conversaciones de vestuario y prefería ir al grano con la ducha. Sin embargo, lo estereotipado del comentario merecía una debida réplica.

– No. Soy neurocirujana -contestó.

A continuación cogió de la taquilla su amplio abrigo verde militar y se lo puso. Sus bolsillos eran hondos como pozos, y su contenido le golpeó los muslos, especialmente el derecho.

– ¿Neurocirujana? -se maravilló la mujer con aire incrédulo-. ¿En serio?

– En serio -repuso Jazz con un tono que zanjaba cualquier conversación.

Guardó las sudadas mallas en la bolsa de deporte y después cerró con llave la taquilla. Aunque no miró a la mujer que le había hablado, notó que ella la observaba. Le daba igual si la otra la creía o no. Carecía de importancia para ella.

Sin intercambiar palabra, Jazz salió del vestuario al pasillo principal. Tras pulsar el botón del ascensor, metió la mano en el bolsillo derecho del abrigo y acarició su posesión favorita, una compacta Glock de 9 mm. Su moldeada culata de fibra le produjo una reconfortante sensación de poder al tiempo que le despertaba fantasías en las que era nuevamente abordada en el aparcamiento por tipejos como el señor «universidad de lujo». En ellas todo ocurría tan deprisa que al tipo le daba vueltas la cabeza. Empezaría haciendo algún comentario estúpido y al instante siguiente estaría contemplando el supresor de la pistola. Jazz se había tomado la molestia de dotar su arma de silenciador porque una de sus fantasías era liquidar a una de las enfermeras supervisoras.

Suspiró. Durante toda su vida había tenido que cargar con jefes de personal incompetentes. Había empezado en el instituto. Recordaba como si fuera el día anterior la vez que la llamaron a la oficina del jefe de estudios. El muy cretino le había dicho que estaba perplejo porque ella había obtenido un gran resultado en las pruebas de inteligencia y en cambio iba muy mal con sus notas. ¿Cuál era el problema?

– ¡Bah! -exclamó Jazz para sus adentros al recordar el incidente. El tipo era tan lento mentalmente que no podía comprender que nueve décimas partes del profesorado provenía de la misma lamentable raíz genética que él. Ir al instituto había sido una pérdida de tiempo. El tipo le advirtió que no conseguiría entrar en la universidad si seguía haciendo lo que hacía. A ella le dio lo mismo. Sabía que el único camino para salir de aquel pozo negro era el ejército.

El problema fue que el ejército no resultó especialmente mejor. Al principio estuvo bien, porque tuvo mucho terreno por cubrir, poniéndose en forma y todo eso. Las pruebas de aptitud la habían orientado a tareas hospitalarias, lo cual le pareció una broma pesada teniendo en cuenta que siempre mentía en esas estúpidas pruebas. Sin embargo, les siguió la corriente. Convertirse en miembro del cuerpo estaba bien, especialmente por la idea de estar sola. Al final, optó por convertirse en enfermera auxiliar en el Cuerpo de Marines. Sin embargo, a partir del momento en que al fin la destinaron, las cosas empezaron a ir mal. Algunos de los oficiales con los que tuvo que tratar eran medio tontos, especialmente en la guerra del Golfo, donde su escuadrón se infiltró en el saliente de Kuwait en 1991. Allí le cogió el gusto a disparar a los iraquíes, hasta que su superior, como si ella no tuviera derecho a divertirse, le quitó el rifle y le ordenó que se limitara a atender las necesidades y el cuidado de los hombres de verdad. Había resultado de lo más embarazoso.

Casi un año más tarde, en San Diego, las cosas llegaron a un punto sin retorno. El mismo cretino de oficial entró en el bar donde ella y algunos colegas estaban tomándose unas cervezas. El tipo se emborrachó y le tocó el culo cuando ella no estaba mirando. Como si aquello no fuera suficiente, después la llamó «jodida lesbiana» cuando ella rechazó su oferta de ir hasta Point Loma con él para echar un polvo. Aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso, y Jazz acabó pegándole un tiro en la pierna con su arma reglamentaria. Ella no le había apuntado a la pierna, pero el tipo captó el mensaje adecuado. Naturalmente, aquello fue el fin de la carrera de Jazz en el ejército, pero no le importó. Ya había tenido suficiente.

Pasar de la vida militar a la vida universitaria fue como salir de la sartén para caer en el fuego. No obstante, perseveró. Había pensado que convertirse en enfermera titulada sería estupendo porque había gran demanda y así podría escoger. Desgraciadamente, la realidad no fue muy distinta de la vivida en el ejército cuando tuvo que tratar con sus supervisores y acabó yendo de trabajo en trabajo con la vana esperanza de que las cosas mejoraran en la siguiente institución. Nunca fue así. Pero ya no importaba.

Jazz salió del ascensor cuando este se detuvo en la planta del aparcamiento, empujó las puertas de vidrio del vestíbulo y se dirigió a la segunda de sus más preciadas posesiones: un nuevo y reluciente Hummer H2 negro ónice. Apreciativamente, deslizó los dedos a lo largo de la carrocería contemplando su reflejo en las ventanillas. Salvo el parabrisas, el resto de los cristales estaban tintados hasta el punto de parecer espejos negros. Antes de abrir la puerta, dio unos pasos atrás y disfrutó de la cuadrada silueta del vehículo y de su maciza y amenazadora apariencia; ambas características hacían que pareciera un arma dispuesta a presentar batalla en las calles de Nueva York.

Jazz subió, tiró la bolsa de deporte en el asiento del pasajero, sacó su Blackberry del abrigo y la depositó en su regazo. Puso en marcha el motor; el grave rugido que salía por los tubos de escape respondía al carácter del vehículo. No pudo evitar una sonrisa. Ponerse al volante de ese coche le producía un subidón como el de la coca, solo que mejor. También le recordaba las recompensas que se habían derivado del día en que el señor Bob la abordó. Seguía sin saber su nombre completo, lo cual era estúpido. Él le había dicho que era por motivos de seguridad, lo cual ella había puesto en duda en aquel momento; pero ya no le parecía importante. La primera vez que lo vio, Jazz lo observó acercarse por el rabillo del ojo y pensó que iba a ser uno más entre tantos intentos de ligue. Pero no lo fue. Él captó su atención de inmediato al llamarla «Doc JR», que era el apodo que a ella le habían dado sus duros compañeros marines del primer escuadrón. Hacía años que nadie la había llamado así, de modo que le sorprendió y supuso que el señor Bob también había sido marine. La había estado esperando a que saliera de aquel hospital de Nueva Jersey donde ella trabajaba en el turno de tres a once de la noche. Le dijo que tenía una propuesta de negocios que hacerle y le preguntó si estaba interesada en ganar un dinero extra. Mucho dinero extra.