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Como la maleta disponía de ruedecillas, la empujó hasta la puerta sin tener que levantarla. Cuanto más forcejeaba con ella, más pesada le parecía. Sabía que lo peor era el montón de cosméticos, champús, acondicionadores y detergente que se había llevado de casa de Jack. Ninguno tenía tamaño de viaje. Naturalmente, la plancha tampoco ayudaba. Volvió en busca de la bolsa de comestibles.

Mientras se esforzaba por sacar las llaves del bolso que llevaba al hombro, oyó que se abría la puerta del piso de delante y que su cadena de seguridad se tensaba hasta el límite. Laurie vivía en un edificio de la calle Diecinueve que tenía dos pisos por planta. Mientras que ella ocupaba el trasero que daba a un intrincado paisaje de patios, una ermitaña llamada Debra Engler residía en el delantero. Su costumbre consistía en abrir la puerta solo un poco para asomarse cada vez que Laurie llegaba al rellano. Casi siempre, los ruidos molestaban a Laurie, que lo consideraba una intromisión en su intimidad; pero en ese momento no le importó: era como si una reconfortante familiaridad le diera la bienvenida.

Una vez dentro, Laurie corrió cada uno de los candados y cerraduras que el anterior inquilino había instalado y miró a su alrededor. Hacía más de un mes que no había estado, y tampoco recordaba la última vez que había dormido allí. Todo el piso necesitaba una buena limpieza, y el aire olía a rancio. Era más pequeño que el de Jack, pero infinitamente más cómodo y confortable; tenía muebles de verdad, incluyendo un televisor. Los colores de las tapicerías resultaban cálidos y acogedores. En las paredes colgaba una colección de reproducciones de Gustav Klimt procedente del MET. Lo único que faltaba era su gato, al que había dejado hacía un año en casa de una amiga que vivía en Shelter Island. Se preguntó si sería capaz de reclamar su mascota después de tanto tiempo.

Arrastró la maleta hasta el diminuto dormitorio y pasó media hora organizando sus cosas. Tras darse una ducha rápida, se puso una bata antes de prepararse una sencilla ensalada. A pesar de que no había tomado nada a la hora de comer, no se sentía especialmente hambrienta. Se llevó el plato y la copa de vino a la mesa de centro del salón y encendió su ordenador portátil. Mientras esperaba a que se cargara, se permitió reflexionar por primera vez en lo que su padre le había dicho. A ella le supuso un esfuerzo no pensar en ello, pero deseaba estar sola y poder acceder a internet para controlar mejor sus emociones. Era consciente de que no sabía lo suficiente para pensar con claridad.

El problema era que la ciencia médica avanzaba a enorme velocidad. Laurie había pasado por la facultad de medicina a mediados de los años ochenta y había aprendido mucho de genética porque era la época de los vertiginosos adelantos en materia de recombinación de ADN. Sin embargo, ese campo había crecido desde entonces en progresión geométrica y alcanzado su momento culminante con la secuenciación de los 3,2 billones de pares del genoma humano que se anunció con gran aparato en 2001.

Laurie se había esforzado por mantenerse al día en sus conocimientos de genética, especialmente en lo relacionado con su profesión de forense. Sin embargo, la ciencia forense únicamente se interesaba en el ADN como método de identificación. Se había descubierto que ciertas áreas sin código, o áreas que no contenían genes, mostraban notables especificidades individuales de modo que incluso parientes cercanos tenían secuencias que diferían. Una ventaja de dicha especificidad era lo que se llamaba «la huella ADN». Laurie estaba al tanto del asunto y lo apreciaba como magnífica herramienta forense.

De todas formas, la estructura y función de los genes era harina de otro costal, una especialidad para la que Laurie no se sentía preparada. Habían nacido dos nuevas ramas de la ciencia: la genética médica, que se ocupaba del ingente flujo de información contenido en las células, y la bioinformática, que era una aplicación de los ordenadores.

Tomó un sorbo de vino. Suponía una formidable tarea intentar hallar sentido a lo que su padre le había contado: que su madre era portadora del marcador del gen BRCA-1 y que ella tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de serlo también. Se estremeció. Había algo inexplicablemente perverso en el hecho de saber que podía estar albergado en lo más profundo de su ser algo potencialmente letal. Durante toda su vida había creído que la información era buena en sí misma; pero ya no estaba tan segura. Quizá hubiera cosas que era mejor no conocer.

Tan pronto como estuvo conectada a internet introdujo en Google «gen BRCA-1» y obtuvo como respuesta quinientas doce direcciones. Tomó un bocado de ensalada, hizo «clic» en la primera dirección y empezó a leer.

5

– ¡Uau! -exclamó Chet McGovern apreciativamente para sí ante la femenina figura que observaba por el rabillo del ojo. Se trataba de la misma mujer de la que había hablado a Jack aquella tarde, e iba vestida con las mismas mallas negras que le había descrito. Calculó que no debía de llegar a los treinta años, pero no podía estar seguro. De lo que sí estaba seguro era de que poseía una de las mejores figuras que había visto nunca. En ese momento se encontraba estirada boca abajo en un banco, utilizando una máquina para trabajar las pantorrillas. La acentuada curva de la parte baja de su espalda y la rítmica contracción de su trasero mientras hacía sus ejercicios hicieron que Chet se estremeciera de placer.

El se hallaba a unos siete metros de distancia, moviendo diestramente unas pesas ante una pared de espejo, de manera que podía acercarse sin levantar sospechas. La había visto en la clase de musculación a la que había asistido el viernes, pero ese día, animado por habérselo contado a Jack, la había seguido hasta la sala de máquinas donde todavía había gente a pesar de ser las nueve de la noche. Su intención era acercarse a ella e invitarla a tomar algo con la esperanza de conseguir su número de teléfono. La mayoría de sus citas eran con chicas a las que había conocido en alguno de los gimnasios que frecuentaba. Para él, observar a las mujeres no significaba limitarse a mirar.

La desconocida acabó con la máquina que estaba utilizando.

Sin perder tiempo, se puso en pie, miró el reloj de la pared y, acto seguido, pasó a la de al lado para hacer pectorales. Empezó sus ejercicios de inmediato, aparentemente con prisa. Chet, que la había estado observando en el espejo, vio al fondo que uno de los empleados del gimnasio entraba en la sala. Chet lo conocía razonablemente bien del baloncesto y le dio la impresión de que sería el tipo adecuado, especialmente porque se trataba de una especie de supervisor. Su nombre era Chuck Horner. Chet dejó las pesas en sus soportes de la pared y se acercó al empleado.

– Eh, Chuck -le dijo en voz baja-. ¿Sabes quién es esa chavala de la máquina de pectorales?

Chuck ladeó la cabeza para mirar más allá de su interlocutor.

– ¿El bombón? ¿Esa de la carita de muñeca y cuerpo que tira de espaldas?

– Esa misma.

– Sí, la conozco. Me refiero a que sé cómo se llama porque viene mucho y fui yo quien le tramitó la inscripción.

– ¿Y cuál es su nombre?

– Jasmine Rakoczi, pero se hace llamar Jazz. Todo un cuerpazo, ¿no te parece?

– Uno de los mejores -reconoció Chet-. ¿Qué clase de apellido es ese, Rakoczi?

– Tiene gracia que me lo preguntes porque yo hice lo mismo cuando se inscribió. Me dijo que era húngaro.

– ¿Sabes si sale con alguien?

– No tengo ni idea, pero sí puedo decirte que es un tiro de tía. Ya te lo digo, conduce un Hummer negro y no hace demasiada vida social, al menos por aquí. ¿Estás pensando en intentarlo con ella?

– Sí, lo estaba pensando -repuso Chet con la mayor naturalidad. Se volvió para ver a Jazz trabajando sus pectorales. La chica se lo tomaba en serio: el sudor le brillaba en la bronceada frente como piedras preciosas.