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– Gracias por esta interesante e improvisada consulta médica -consiguió articular Laurie, incapaz de borrar el sarcasmo de su voz. A continuación se obligó a esbozar una sonrisa antes de apartarse de su padre y regresar a sentarse al lado de su madre.

– ¿Te ha alterado, cariño? -le preguntó Dorothy al verla-. Estás colorada como un tomate.

Durante unos instantes, Laurie no respondió. Tenía la mandíbula fuertemente cerrada para evitar que le temblara. Sus emociones amenazaban con desbordarse, y eso era una debilidad que siempre había despreciado, muy especialmente frente a su desapegado padre.

– ¡Sheldon! -exclamó Dorothy cuando su marido recuperó su asiento al lado de la ventana-. ¿Qué le has dicho a Laurie? ¡Te dije que no la alteraras por mí!

– No le estaba hablando de ti -contestó Sheldon al tiempo que abría el New York Times-. Le estaba hablando de ella.

Jack dejó el bolígrafo y se volvió para mirar la espalda de Chet McGovern, inclinado sobre su escritorio. Chet era su colega además de compañero de despacho. A pesar de que tenía cinco años menos que Jack, había empezado en el departamento casi al mismo tiempo que él y se llevaban bien. Aunque Jack agradecía compartir la oficina con él por la compañía que suponía, seguía pensando que resultaba ridículo que el ayuntamiento no les proporcionara despachos independientes. El problema residía en las continuas estrecheces presupuestarias que hacían imposible modernizar las instalaciones. El Departamento de Medicina Legal era un objetivo fácil para los políticos de una ciudad constreñida por las necesidades económicas. El edificio era adecuado el día de su inauguración, casi medio siglo antes, pero en esos momentos parecía un dinosaurio, y el espacio en él era un bien escaso. Dado que Jack sabía que los dinosaurios habían vivido en la tierra durante más de ciento cincuenta millones de años, confiaba en que no pretendieran hacer que el edificio durara en su estado un tiempo equivalente.

– ¡No puedo creerlo! -exclamó Jack-. ¡He acabado! ¡Nunca había conseguido acabar!

Chet se volvió. Tenía un rostro infantil coronado por una mata de pelo rubio bastante más largo que el de Jack, aunque lo llevaba peinado con el mismo despreocupado estilo. Al igual que Jack, también daba la impresión de ser atlético, pero se debía a sus casi diarias visitas al gimnasio, no a jugar al baloncesto en la calle. Estaba en la plenitud de la cuarentena, pero parecía bastante más joven.

– ¿Qué quieres decir con «acabado»? ¿Qué ha acabado?

Con los puños apretados, Jack estiró los brazos por encima de la cabeza.

– Todos mis casos. Me he puesto al día.

– Entonces, ¿qué hacen todas esas carpetas en tu bandeja de entrada? -Chet señaló con el dedo el considerable montón que amenazaba con desmoronarse.

– Esos son solamente los casos que esperan que lleguen los materiales del laboratorio.

– ¡Pues qué bien! -se burló Chet con una risita antes de volver a sus quehaceres.

– ¡Pues para mí está bien! -contestó Jack levantándose, doblándose hasta tocar el suelo con las palmas y quedándose así un instante. Tras el desacostumbrado paseo en bicicleta hasta el trabajo, notaba agarrotados los tendones de las pantorrillas. Tras incorporarse, miró el reloj-. ¡Vaya, son solo las tres y media!

¿No se acabarán nunca los prodigios? Puede incluso que llegue a la primera ronda de la cancha.

– Eso si está seca -dijo Chet sin levantar la vista-. ¿Por qué no te vienes al Sports Club LA? Allí la pista estará seca seguro. Si fueras inteligente, te apuntarías conmigo a la clase de musculación. Yo fui el viernes, y te lo aseguro, las tías están increíbles. Había una que era algo serio, con un conjunto negro tan ceñido que no te daba oportunidad de imaginar nada.

– ¡Tías cañón! -se burló Jack-. Cualquier día de estos te despertarás y podrás contemplar estos difíciles años de la pubertad y reírte de ellos tranquilamente.

– El día que deje de fijarme en las mujeres querrá decir que estoy listo para una de esas cajas de pino que guardamos abajo.

– Yo nunca he sido de los que se dedican al deporte de mirar -bromeó Jack-. Ese se lo dejo a los pobrecitos como tú.

Jack recogió su americana del respaldo de la silla y se dirigió a la puerta silbando. Había sido un día interesante y estimulante. Al llegar al despacho de Laurie se asomó dentro preguntándose si habría cambiado de opinión con respecto a no volver a su apartamento aquella noche. El despacho estaba desierto, pero se fijó en el expediente abierto encima del escritorio de Laurie.

Jack entró de puntillas y curioseó el nombre del caso. Tal como había supuesto, se trataba de Sean McGillin. Le intrigaba por qué Laurie y Janice parecían tan afectadas por un caso que a él se le antojaba simple rutina. Por lo general, no era la clase de hombre que reducía a las mujeres a estereotipos; pero se le hacía extraño que las dos hubieran mostrado lo que para él suponía una demostración muy poco profesional de emociones. Abrió la carpeta y pasó las hojas hasta que localizó el informe de Janice. Lo leyó rápidamente, pero no halló nada fuera de lo normal. Aparte de que el fallecido tenía veintiocho años, las circunstancias de la muerte no tenían nada de especial. Sin duda se trataba de una lamentable pérdida y de una tragedia para la familia y amigos, pero no para la humanidad, la ciudad o el condado. En una gran metrópoli como Nueva York, ocurrían muchas tragedias personales.

Jack cerró deprisa la carpeta y salió discretamente del despacho como si hubiera estado haciendo algo inconveniente y temiera que pudieran pillarlo con las manos en la masa. De repente, por temor a tener que enfrentarse a un exceso de emociones, se sentía menos dispuesto a averiguar si Laurie deseaba reconsiderar su decisión. Entretenerse pensando en tragedias familiares no era un pasatiempo al que le apeteciera dedicarse. Tenía demasiada experiencia.

De vuelta en la planta baja, Jack sacó su equipo de ciclista y la bicicleta. Saludó con la mano a Mike Laster, el vigilante de seguridad, mientras la sacaba hacia la plataforma de recepción y después la llevaba hasta la calzada. La lluvia había cesado y hacía bastante más frío que cuando había llegado a primera hora. Agradeció haber cogido los guantes; subió al vehículo y pedaleó camino de la esquina de la calle Treinta con la Primera Avenida.

A diferencia del paseo de la mañana, Jack disfrutó serpenteando entre los coches, taxis y autobuses mientras enfilaba hacia el norte, circulando audazmente entre el tráfico. Al final tomó un atajo por Madison y utilizó la breve travesía para que la fluida circulación diera un alivio a sus doloridos cuádriceps. Volvió a girar hacia el norte y aceleró. Las pocas veces que tuvo que detenerse en los semáforos se preguntó entre jadeo y jadeo por qué entonces disfrutaba desafiando el tráfico cuando por la mañana no había sido así. Intuyendo que tenía que ver con asuntos en los que prefería no pensar, dejó de hacerse preguntas y simplemente disfrutó del momento.

Al llegar a la Grand Army Plaza, con el Hotel Plaza a un lado y el Sherry-Netherland al otro, Jack se metió por Central Park. Esa era siempre su parte favorita del paseo. Con una temperatura que no dejaba de bajar, el frío era suficiente para que su aliento formara nubéculas de vapor. Por encima de su cabeza, el cielo se oscurecía hasta adquirir un color púrpura oscuro, salvo a su izquierda, en dirección a poniente, donde aún perduraba un intenso tono escarlata que se desvanecía rápidamente y formaba un impresionante fondo contra el que se recortaban los perfiles de los edificios que rodeaban Central Park West.

Las farolas del parque estaban encendidas, y Jack circulaba entre esferas de luz y penumbra. Había más gente corriendo que a primera hora, y Jack mantenía una velocidad moderada. Por encima de la calle Ochenta, el número de corredores empezó a descender apreciablemente. Por entonces la noche se había adueñado totalmente del cielo. Para empeorar las cosas, a Jack le daba la impresión de que la distancia entre farola y farola aumentaba. En la creciente oscuridad, se vio obligado de vez en cuando a reducir la velocidad hasta ponerse prácticamente al paso porque apenas podía ver el terreno y no tenía más remedio que confiar en que no hubiera obstáculos en su camino.