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– No me molestas -contestó Laurie-. Estoy sentada en mi despacho. -Sentía una gran curiosidad por saber el motivo de la llamada de su padre, pero resistió la tentación de preguntárselo directamente por temor a que sonara poco amistoso. Su relación con él nunca había sido nada del otro mundo. Siendo el adicto al trabajo y ególatra cirujano cardíaco que era, siempre exigiendo la perfección a los demás y a sí mismo, había resultado un padre distante y poco cariñoso. Laurie había intentado en vano acercarse a él, esforzándose constantemente, tanto en el colegio como en otras actividades, porque creía que eso era lo que él deseaba. Por desgracia, no le dio resultado. Luego, se produjo la desgraciada muerte de su hermano, de la que su padre la hizo responsable, y el endeble vínculo que los unía se debilitó aún más.

– Yo estoy en el hospital -comentó él. Su tono resultaba totalmente impersonal, como si le estuviera hablando del tiempo-. He venido con tu madre.

– ¿Y qué hace mamá en el hospital? -preguntó Laurie.

Que Sheldon estuviera en el hospital no tenía nada de extraordinario. A pesar de que a sus ochenta años se había retirado de la práctica de la medicina, lo seguía visitando con frecuencia. Laurie no tenía ni idea de lo que hacía allí. Su madre, Dorothy, nunca solía ir a pesar de que estaba metida en distintas asociaciones que recaudaban fondos para la institución. La última vez que Laurie recordaba haber visto a su madre ingresada fue cuando esta se hizo su segundo lifting. De eso hacía quince años, y Laurie ni siquiera se enteró hasta que hubo pasado.

– La han operado esta mañana -contestó Sheldon-. Se encuentra bien. En realidad está bastante alegre.

Laurie se sentó un poco más tensa.

– ¿Operado? ¿Qué ha ocurrido? ¿Fue una emergencia?

– No. Estaba programado. Por desgracia a tu madre han tenido que hacerle una mastectomía por culpa de un cáncer de pecho.

– ¡Dios mío! -consiguió exclamar Laurie-. ¡No tenía ni idea! ¡Pero si hablé con ella el sábado y no me dijo nada, ni del cáncer ni de la operación!

– Ya conoces a tu madre, prefiere evitar los asuntos desagradables. Insistió especialmente en dejarte al margen de preocupaciones innecesarias hasta que todo hubiera pasado.

Laurie miró a Riva con expresión incrédula. Dado lo cerca que estaban sus respectivos escritorios en la reducida oficina, su amiga podía oír la conversación y alzó los ojos al cielo.

– ¿Hasta qué punto estaba avanzado el tumor? -preguntó Laurie, solícita.

– Muy poco, y carecía de ramificaciones -contestó su padre-. Todo va a salir bien. El pronóstico es excelente, aunque tendrá que completar el tratamiento.

– ¿Y me dices que se encuentra bien?

– La verdad es que muy bien. Acaban de darle de comer y vuelve a ser la de siempre con sus exigencias.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Por desgracia, eso es un poco complicado. En este momento no estoy en la habitación, sino en la sala de enfermeras. Confiaba en que pudieras pasar a verla por la tarde. Hay una cuestión relacionada con este asunto de la que me gustaría hablar contigo.

– Voy para allá -dijo Laurie, colgando el teléfono antes de volverse hacia Riva.

– ¿Es verdad que no tenías ni idea de todo esto? -preguntó su amiga.

– Ni la más mínima, y eso que hablé con ella el sábado por la mañana. No sé si sentirme herida, triste o enfadada. La verdad es que resulta patético. ¡Menuda familia! No puedo creerlo. Soy médico, tengo casi cuarenta y tres años, pero mi madre me sigue tratando igual que a una niña en lo que se refiere a las enfermedades. ¿Te lo puedes imaginar? ¡Quería mantenerme a salvo de preocupaciones!

– Nuestra familia es todo lo contrario. Todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Es el extremo opuesto, pero no lo defiendo tampoco. Creo que lo mejor es un término medio.

Laurie se levantó y se estiró. Esperó que se disipara la sensación de vahído. El cansancio había vuelto con más fuerza que antes mientras estaba sentada. A continuación, cogió el abrigo que tenía colgado tras la puerta. Pensando en las diferencias entre su familia y la de Riva, decidió que prefería la de su amiga, aunque desde luego nunca escogería vivir en el hogar paterno, como Riva. Las dos eran de la misma edad.

– ¿Quieres que conteste el teléfono por ti? -le preguntó Riva.

– Si no te importa, te lo agradecería; especialmente si se trata de Maureen o Peter. Déjame los mensajes en el corcho. -Laurie sacó un paquete de post-its y lo tiró encima del secante-. Tengo que volver porque no quiero llevarme la maleta ahora.

Salió al pasillo y consideró el pasar por el despacho de Jack para contarle lo de su madre, pero al final prefirió dejarlo estar. A pesar de que no le cabía duda de que al final se mostraría comprensivo, estaba cansada de sus frivolidades y no quería seguir soportándolas.

En la planta baja, tomó un atajo por el Departamento de Administración. La puerta de Calvin se encontraba entreabierta. En absoluto intimidada por las dos secretarias, Laurie se asomó para ver al subdirector encorvado sobre su mesa. El bolígrafo parecía minúsculo en su manaza. Laurie llamó a la puerta y Calvin alzó su intimidatorio rostro, atravesándola con sus ojos, negros como el carbón. Hubo épocas en las que Laurie había chocado con él, ya que era un férreo defensor de las normas y al mismo tiempo un político inteligente dispuesto a saltárselas de vez en cuando. Desde el punto de vista de Laurie, se trataba de una combinación inadmisible. Las exigencias políticas que acompañaban a la profesión de forense eran la parte que menos le gustaba de su trabajo.

Laurie le notificó que salía a ver a su madre al hospital, y Calvin se despidió con un gesto de la mano y sin hacerle preguntas. Ella no estaba obligada a consultarle, pero últimamente intentaba mostrarse más sensible políticamente, al menos en un plano personal.

Fuera la lluvia había cesado por fin, haciendo más fácil encontrar un taxi. El trayecto resultó veloz, y en menos de media hora se encontraba en la escalinata de entrada del University Hospital. Durante el viaje intentó imaginar qué habría querido decir su padre al mencionar «una cuestión relacionada» con la dolencia de su madre sobre la que deseaba hablar. No tenía la más remota idea. Se trataba de un comentario muy poco concreto, pero supuso que haría referencia a ciertas limitaciones en las actividades de su madre.

El vestíbulo del hospital presentaba la habitual aglomeración de la tarde, con la afluencia de visitas en su momento álgido. Laurie tuvo que hacer cola ante el mostrador de información para averiguar el número de la habitación de su madre mientras se reprochaba no habérselo preguntado a su padre. Provista de la debida información, tomó el ascensor adecuado hasta la planta adecuada y pasó ante la sala de enfermeras, donde había un montón de personal muy atareado. Nadie reparó en ella. Se encontraba en el ala VIP, lo cual significaba que el pasillo estaba enmoquetado; y las paredes, decoradas con cuadros originales. Laurie se vio atisbando dentro de las habitaciones igual que un mirón a medida que caminaba y recordaba su primer año de interna en un hospital.

La puerta de la habitación de su madre estaba entreabierta, lo mismo que las demás, y Laurie entró directamente. Su madre se hallaba en la típica cama de hospital, con los barrotes laterales levantados y una vía intravenosa goteando lentamente en el brazo izquierdo. En lugar del atuendo habitual de los pacientes, llevaba un camisón rosa y estaba recostada sobre varios almohadones. Su cabello, de un gris plateado medianamente largo, que normalmente llevaba crepado, se veía aplastado como si fuera un gorro de baño pasado de moda. Sin maquillaje, presentaba un aspecto mortecino, y su piel parecía estirarse más de lo normal sobre los huesos de su cara. Los ojos se le habían hundido, como si estuviera ligeramente deshidratada. Tenía un aire frágil y vulnerable, y aunque Laurie sabía que era menuda, en aquella gran cama se le antojaba aún más pequeña. También la veía mucho más envejecida que la semana anterior, cuando comieron juntas y su madre no le dijo nada del cáncer ni de la inminente hospitalización.