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– Te apuesto cinco pavos a que no llegas ni a la primera base.

Chet dio media vuelta para encararse con Chuck, y una maliciosa sonrisa apareció en su rostro. Que le pagaran por aquello que le gustaba hacer resultaba un buen estímulo para superar su indecisión.

– Acepto.

Chet volvió a las pesas y levantó unas cuantas más. Estaba decidido a acercarse a Jazz, pero sentía cierta ansiedad, especialmente a raíz de la intrigante información de Chuck. A decir verdad, Chet no era tan lanzado como le gustaba aparentar.

Mientras estaba de pie ante el espejo haciendo tirabuzones con las pesas, intentó pensar en algún modo de aproximarse a la mujer que le permitiera salir airoso. Por desgracia no se le ocurría nada brillante. Al fin, por miedo a que ella se levantara bruscamente y se metiera en el vestuario de señoras, decidió lanzarse.

En realidad no fue un gran lanzamiento. Cuando creyó que ella estaba a punto de terminar sus ejercicios, simplemente caminó hacia donde estaba. En esos momentos tenía la boca seca y el corazón le latía con fuerza. Afortunadamente había calculado bien: llegó a su altura cuando ella acababa sus ejercicios y retiraba los brazos de las acolchadas palancas. La chica cogió la toalla que llevaba al cuello y se enjugó la frente con ambas manos, cubriéndose la cara mientras respiraba profundamente.

– Hola, Jazz -dijo Chet animosamente, confiando en que ella sentiría curiosidad por el hecho de que supiera su nombre.

Jazz no contestó, sino que bajó la toalla lentamente, descubriendo progresivamente sus facciones. Atravesó a Chet con la mirada de sus profundos ojos castaños. De cerca no tenía rostro de muñeca. Bajo unos cabellos muy negros y húmedos por el sudor, sus facciones tenían un punto de exotismo. Lo que Chet había tomado por un bronceado, era en realidad una piel naturalmente morena que hacía que sus dientes parecieran especialmente blancos. Sus ojos resultaban levemente almendrados, y su nariz tenía un imperceptible perfil aguileño. Nada de aquello le hubiera importado a Chet de no ser por sus mejillas, ligeramente enjutas, y por su expresión. Aquellas mejillas le conferían un aire perverso, y su expresión resultaba inquietantemente descarada, como las fotos que Chet había visto de los reclutas de los marines.

No se sintió especialmente estimulado, y menos aún cuando Jazz no respondió.

– Pensé que era mejor que me presentara -dijo Chet intentando mantener un aire de naturalidad, lo cual le resultaba difícil teniendo en cuenta el modo en que ella lo miraba. Las pesas que tenía en las manos también le molestaban y le tiraban los hombros hacia abajo. Las había cogido muy pesadas con la esperanza de impresionar a aquella atlética mujer. Además de sus pezones, bajo la malla de Spandex podía distinguir sus bien definidos abdominales.

Jazz siguió sin responder, sin parpadear siquiera.

– Soy el doctor Chet McGovern -añadió.

Solía utilizar su título médico como carta de triunfo siempre que se presentaba a una mujer, aunque no mencionaba su especialidad a menos que se viera obligado. Por su experiencia con otros ligues, el médico forense no tenía el mismo atractivo que el médico clínico.

La situación se estaba volviendo crítica con gran rapidez. Jazz no solo no había dicho nada ante su comentario de que era doctor, sino que su expresión había pasado de descarada a despectiva. Chet intentó encogerse de hombros, pero las pesas que llevaba en las manos se lo pusieron difícil. Al borde de la desesperación, dijo:

– Esperaba que quizá podríamos beber algo en el bar cuando hayas acabado tus ejercicios, eso si no estás muy ocupada. -Por desgracia, el tono de voz le salió mucho más agudo de lo que había previsto.

– Hazme un favor, capullo -respondió Jazz con malignidad-, ¡esfúmate!

«Menudo imbécil», pensó Jazz mientras veía deshincharse el rostro de Chet después de que lo hubiera humillado con su cortante respuesta. El infeliz se retiró como un perro con el rabo entre las piernas. Ella lo había visto en las clases de musculación de los viernes y lo había vuelto a ver aquella tarde. En ambas ocasiones, él se había comportado como si se creyera muy listo lanzándole miradas furtivas y de reojo. Y como si eso no hubiera sido suficiente, la había seguido hasta la sala de máquinas, fastidiándola al espiarla por el espejo o por el rabillo del ojo, mientras hacía ver que utilizaba las pesas sueltas para poder mantenerse relativamente cerca, y ella se dedicaba a sus ejercicios de rutina. Era un pervertido y un auténtico zumbado. Jazz no podía creer que nadie que estuviera en sus cabales pudiera rebajarse hasta el punto de ir vestido al gimnasio con ropa de deporte de marcas de moda. ¡Polo! ¡Por favor! En su opinión, resultaba grosero de puro cursi.

Se levantó y se dirigió al plano inclinado para hacer sus abdominales. No sabía dónde se había metido Chet, y se alegraba de estar lejos de su lasciva mirada. Odiaba a los tipos de las universidades caras, y Chet pertenecía sin duda a esa categoría. Los reconocía a kilómetros de distancia. Se paseaban por ahí con sus rimbombantes títulos y en realidad no sabían nada. El hecho de que Chet hubiera acariciado por un momento la idea de que a ella podía apetecerle tomar una copa con él, se le antojaba casi un insulto.

Tras otra rápida ojeada al reloj para asegurarse de que disponía de tiempo suficiente, Jazz hizo sus cien abdominales asegurándose de sincronizar bien la respiración. El único problema del mundo de los gimnasios -o al menos de eso se había convencido sin tener que explicar por qué le gustaba vestir provocativamente- era tener que soportar todos los días a tipos como Chet. La mayoría de ellos decía que únicamente querían invitarla a una copa, pero ella sabía que no era eso lo que de verdad deseaban. Lo que deseaban era sexo, igual que todos los hombres. De haber estado en el instituto o incluso en el colegio, habría aceptado hacerle pasar un buen rato metiéndole un poco de éxtasis y aprovechándose después de él. Pero eso habría sido cuando para ella el sexo no era más que simple deporte, cuando le proporcionaba sensación de poder y a sus padres los volvía locos. En esos momentos ya no lo necesitaba. En realidad, era más una molestia con todas las tonterías que llevaba asociado. Resultaba una pérdida de tiempo, especialmente puesto que era mucho más rápido y fácil ocuparse de sí misma cuando le apetecía.

Una vez acabados los abdominales, Jazz se puso en pie y se miró en el espejo. Estiró su fibroso y delgado metro setenta y siete. Lo que vio le gustó, especialmente el perfil de sus brazos y piernas. Estaba en mejor forma que en la época en que había pasado por el campo de entrenamiento de la marina, cuando se imbuyó por primera vez de la idea del ejercicio físico.

Con la toalla en una mano, se detuvo a recoger su botella de agua. Solo quedaba un poco, y se la acabó. A continuación se dirigió al vestuario de señoras. Mientras caminaba notó que los ojos de la mayoría de los hombres la seguían furtivamente. Tuvo cuidado en evitar cualquier contacto visual y en mantener una expresión de desdén, cosa fácil teniendo en cuenta que eso era exactamente lo que sentía. También vio de reojo al señor «universidad de lujo» charlando con el cabeza de chorlito que le había tramitado el papeleo cuando se había hecho socia, el mes anterior. El rubio «señor Polo» tenía las manos en las caderas y un aire abatido. Jazz tuvo que contener una sonrisa al pensar en él presumiendo de ser médico, ¡como si eso pudiera impresionarla! Jazz conocía a demasiados médicos, y eran todos unos cretinos.

Antes de salir de la sala de máquinas arrojó la botella vacía en el contenedor de al lado de la puerta. Al pasar por el mostrador de recepción vio que eran casi las diez menos cuarto, lo que significaba que iba a tener que apretar a fondo si quería ponerse en marcha; le gustaba ir a trabajar temprano por si era afortunada y recibía otro encargo. Había disfrutado de cierto respiro antes de la misión de la noche anterior, que ella esperaba que fuera el comienzo de una nueva racha. No obstante, no podía quejarse de la interrupción porque, en términos generales, había tenido mucha suerte. A veces se preguntaba cómo la habían encontrado, aunque tampoco le daba demasiadas vueltas. Teniendo en cuenta el esfuerzo realizado y en especial lo que ella llamaba la «formación académica» recibida tras abandonar el ejército, ya era hora de que las cosas empezaran a salirle bien. Haber tenido que asistir a la universidad junto con aquellos tarados para poder pasar de ser miembro del cuerpo de marines a convertirse en enfermera titulada había supuesto el mayor desafío de su vida.