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Tal como había planeado, era pronto. Subió directamente al quinto piso, donde estaba destinada. Era la planta de cirugía general, y siempre estaba llena de gente. Tras dejar su abrigo en lugar seguro, se sentó ante uno de los terminales de ordenador y tecleó el nombre de Darlene Morgan. La jefa del turno de tarde no le prestó la menor atención, ocupada como estaba recogiendo sus cosas para poder marcharse.

A Jazz le gustó saber que Darlene Morgan se hallaba en la habitación 529, en su misma planta, cosa que hacía mucho más fácil la misión. Siempre podía ir a los otros pisos en sus pausas para descansar o a la hora de comer, lo cual ya había hecho en anteriores misiones, pero siempre podía llamar la atención.

Salió y cogió el ascensor hasta la planta baja y allí entró en la sala de urgencias. Como de costumbre, era un verdadero caos. La última hora de la tarde era la más atareada del día, y la zona de espera se hallaba abarrotada de gente y de niños que lloraban con todo tipo de enfermedades y lesiones. Era justo la clase de desorden con el que Jazz contaba. Nadie le preguntó nada cuando entró en el almacén donde se guardaban los fluidos parenterales o intravenosos. Aunque no esperaba ninguna interferencia por mucho que pudieran verla, siguió mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba. Era un acto reflejo. Cuando estuvo segura, cogió la caja que contenía las ampollas de cloruro potásico concentrado, sacó una y se la metió en el bolsillo de la bata. Tal como el señor Bob le había dicho, en Urgencias nadie la echaría en falta.

Con la primera parte de su misión completada, Jazz volvió arriba a esperar el informe de la enfermera y que empezara su turno. Más por curiosidad que por cualquier otra razón, sacó la ficha de Darlene Morgan para ver si había algo interesante o alguna explicación. Naturalmente, le traía sin cuidado que la hubiera o no.

– Mamá, quiero que vengas a casa esta noche -se quejó Stephen.

Darlene Morgan acarició la cabeza de su hijo de ocho años y cruzó una preocupada mirada con su marido, Paul. Stephen era mayor para su edad y a veces podía comportarse con bastante madurez; pero en ese momento no pasaba eso: el chico estaba realmente nervioso por el hecho de tener a su madre en el hospital y no quería soltarle la mano. Darlene se había sorprendido cuando Paul había llegado arrastrando al pequeño, ya que las normas del hospital decían que las visitas debían tener doce años como mínimo, y Stephen podía estar crecido, pero no aparentaba esa edad. Su marido le explicó que el chico le había suplicado hasta que él había acabado convenciéndose de que saltarse la norma del hospital no tendría importancia y que las enfermeras harían la vista gorda.

Al principio, Darlene se había alegrado de ver a su hijo, pero en ese momento estaba preocupada de que pudiera organizarse un follón si Paul no manejaba con tacto la partida. Su marido llevaba media hora intentando irse y estaba comprensiblemente nervioso. Con cierta dificultad, Darlene consiguió liberar su mano, rodeó al chico con el brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia ella en un lado de la cama.

– Stephen -le dijo suavemente-, ¿te acuerdas de lo que hablamos ayer? A mamá han tenido que operarla.

– ¿Por qué?

Darlene miró a su marido, que alzó los ojos al cielo. Ambos sabían que Stephen interpretaba la situación como una amenaza y no iba a dejarse convencer con facilidad. Darlene se lo había explicado detenidamente durante el fin de semana, pero estaba claro que el chico no la había entendido.

– Porque me tienen que curar la rodilla -dijo Darlene.

– ¿Por qué?

– ¿Recuerdas el verano pasado, cuando me hice daño jugando al tenis? Bueno, pues me rompí una cosa que se llama «ligamento», y el médico ha tenido que hacerme uno nuevo. Ahora tengo que quedarme aquí a dormir. Mañana por la noche estaré en casa, ¿de acuerdo?

Stephen retorció el borde de la sábana con los dedos evitando la mirada de su madre.

– Stephen, hace rato que tendrías que haberte ido a dormir. Mira, ahora te vas a marchar a casa con papá y, cuando te levantes, mañana, será el día en que yo volveré a casa.

– ¡Quiero que vengas a casa esta noche!

– Lo sé -repuso Darlene inclinándose y dando un abrazo a su hijo. Entonces hizo una mueca y dejó escapar un gemido por haber movido la pierna operada más de lo previsto. La tenía fijada a un aparato motorizado que lenta pero constantemente le flexionaba la articulación.

Paul dio un paso para acercarse, puso la mano en el hombro de su hijo y le urgió para que se apartara. Stephen se dejó hacer porque había oído el quejido de su madre.

– ¿Estás bien? -preguntó Paul a su mujer.

– Sí -se las arregló para responder Darlene volviéndose a situar en la cama-. No tengo más que mantener la pierna quieta.

Cerró los ojos y respiró profundamente. El dolor se fue reduciendo.

– Menudo montaje tienes ahí -comentó Paul señalando el aparato-. Debemos dar gracias al cielo por habernos apuntado a AmeriCare el otoño pasado; de otro modo esto nos habría costado la ruina.

– No estarás sugiriendo que no debería haberme operado, ¿verdad?

– Ni lo más mínimo. Solo estoy pensando que nuestro antiguo seguro no habría cubierto todos los gastos. ¿Recuerdas todas las complicaciones y la letra pequeña cada vez que intentábamos reclamar algo? Simplemente estoy contento de tenerlo todo cubierto.

El ramalazo de dolor de Darlene parecía haber tenido gran efecto en Stephen y lo había asustado lo bastante para convencerlo de que su madre debía quedarse en el hospital. Cuando unos minutos después su padre anunció que debían marcharse, no dijo ni una palabra.

De repente, Darlene se encontró sola. Durante la tarde había habido una actividad constante en el pasillo, pero en esos momentos reinaba la quietud. Nadie pasaba ante su puerta abierta. Lo que no sabía era que todas las enfermeras y ayudantes del turno de tarde así como las de noche estaban presentando sus informes. El único sonido era el apenas audible «bip» que provenía de algún monitor cardíaco del pasillo.

Los ojos de Darlene se pasearon por la habitación, recorriendo el sencillo mobiliario, las flores que Paul le había dejado en la mesa, el color verde pálido de la pintura y la enmarcada reproducción de Monet en la pared. Se estremeció al pensar en las luchas por la vida que aquellas paredes habrían contemplado a lo largo de los años, pero enseguida borró aquel pensamiento de su mente. No le fue fácil. No le gustaban los hospitales y, con excepción del parto, no había estado en ninguno como paciente. El parto había sido otra cosa. En la planta de maternidad se respiraba un ambiente de expectación y alegría. Donde se encontraba en ese momento no, y eso resultaba mucho más intimidatorio.

Giró la cabeza y miró hacia arriba para observar las gotas de suero cayendo silenciosamente en el conducto intravenoso. Resultaba hipnótico, y tras unos minutos tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista. Lo más tranquilizador era que, adosada al conducto, había una pequeña bomba que contenía morfina, lo cual significaba que hasta cierto punto podía automedicarse. Hasta el momento lo había hecho únicamente en un par de ocasiones.

Del techo, a los pies de la cama, colgaba un televisor. Lo encendió, esencialmente para que le hiciera compañía. Estaban dando las noticias locales. Apagó el sonido y se limitó a contemplar las imágenes con la mente enturbiada por la combinación de la anestesia de la mañana y la medicación contra el dolor. La máquina seguía flexionándole la pierna, pero ella se sentía extrañamente desconectada, como si la extremidad perteneciera a otra persona.

Pasó una hora fácilmente en un estado entre el sueño y la plena conciencia. Se parecía más al sueño si se acordaba de permanecer quieta; y más a la vigilia si movía la pierna. Vagamente registró que las noticias habían dado paso al programa de Letterman.