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– ¡No! ¡No! ¡No! -gritó Laurie, pero su voz quedó apagada por el escandaloso repiqueteo que la arrancó de las tinieblas del sueño. Rápidamente se estiró y detuvo su viejo despertador de cuerda. Se dejó caer de nuevo en la cama y se quedó mirando el techo. Estaba sudando y respiraba pesadamente. Había sido una pesadilla que, por suerte, hacía años que no tenía.

Se sentó y puso los pies en el suelo. Se sentía fatal. La noche anterior se había quedado despierta hasta muy tarde, limpiando obsesivamente su sucio apartamento. Había sido consciente de que era una tontería hacerlo a aquella hora, pero le había parecido terapéutico. Era necesario limpiar las telarañas, tanto las reales como las simbólicas.

No podía creer lo mucho que había cambiado su vida en cuarenta y ocho horas. A pesar de que estaba convencida de que su lazo de amistad con Jack seguiría siendo fuerte, su relación íntima con él probablemente había acabado. Debía ser realista acerca de lo que ella necesitaba y sobre la forma de ser de él. A eso había que sumar los desvelos por su madre y la nueva preocupación por su propia salud.

Poniéndose en pie, Laurie fue al diminuto cuarto de baño y empezó su rutina matinal de ducharse, lavarse, secarse el cabello y ponerse la mínima cantidad de maquillaje a la que se había acostumbrado y que consistía en un poco de colorete, de lápiz de ojos y un toque de carmín natural. Cuando hubo acabado, se contempló en el espejo. No estaba satisfecha. A pesar de sus intentos por disimularlo, tenía un aspecto cansado, que tampoco consiguió mejorar con unos toques suplementarios de maquillaje.

Laurie siempre había gozado de buena salud y, salvo durante sus escarceos con la bulimia en su época del instituto, había llegado a dar por seguro el hecho de estar sana. Sin embargo, la repentina amenaza de ser portadora de un marcador para una mutación del gen BRCA-1 había cambiado completamente su percepción de sí misma. Que una conspiración genética anidara secretamente en cada una de sus trillones de células resultaba una idea inquietante y perturbadora. A pesar de que había confiado en que su búsqueda de la noche anterior le aportaría cierto consuelo, no había sido así. En esos momentos sabía mucho más del BRCA-1 desde un punto de vista académico: en esencia, que el gen normal actuaba como supresor de tumores, pero que en su forma mutada hacía exactamente lo contrario.

Por desgracia, la información de los libros no le servía de gran ayuda a la hora de afrontar el problema en el terreno personal, especialmente si la sumaba a su deseo de tener hijos. Ya era bastante malo tener que perder ambos senos desde un punto de vista profiláctico; pero quedarse sin ovarios resultaba mucho peor: una castración en toda regla. Para su espanto, se había enterado de que si era portadora del marcador del BRCA-1 no solo tenía más posibilidades de desarrollar un cáncer de mama antes de los ochenta años sino también uno de ovarios. En otras palabras, su reloj biológico hacía tictac con mucha más fuerza y deprisa de lo que había creído.

La situación resultaba muy deprimente, en especial si se combinaba con el cansancio derivado de la falta de sueño. La pregunta era: ¿debía hacerse una prueba para averiguar si era portadora del marcador? No estaba segura. Desde luego, no iba a permitir que le extirparan los ovarios; al menos hasta que hubiera tenido un hijo. ¿Y los pechos? Tampoco creía que fuera capaz de consentirlo, de modo que, ¿qué sentido tenía hacerse la prueba? En su opinión, dilemas como ese eran el mejor ejemplo de los problemas que planteaban las modernas pruebas genéticas: o bien no había cura para la enfermedad en cuestión o, si la había, resultaba demasiado terrorífica.

Tras un rápido desayuno de cereales y fruta, salió de su piso solo quince minutos más tarde de lo previsto. La señorita Engler no la decepcionó: abrió ligeramente la puerta en el momento justo y espió a Laurie con sus ojos enrojecidos mientras ella pulsaba repetidamente el botón del ascensor con la esperanza de que fuera más rápido. Laurie sonrió a la mujer y la saludó con la mano; la respuesta de la señorita Engler fue cerrar su puerta.

El trayecto por la Primera Avenida transcurrió con normalidad. Hacía más frío que los días anteriores, pero, aun así, Laurie no quiso coger un taxi. Con el abrigo abrochado hasta el cuello iba bien abrigada y además de ese modo disfrutaba de la distracción que le proporcionaba la bulliciosa ciudad. Para ella, Nueva York tenía un dinamismo que no igualaba ningún otro lugar del mundo. Al final, sus problemas acabaron retirándose a los recónditos rincones de su mente y en su lugar surgieron pensamientos sobre el caso de los McGillin y la esperanza de que le llegaran los resultados de las pruebas de Maureen, así como el informe de Peter. También se preguntó qué tipo de casos la esperaban aquel día. Confiaba en que serían tan absorbentes y distraídos como el de Sean McGillin.

Entró en la oficina por la puerta principal. A diferencia de la mañana anterior, la recepción se encontraba vacía. También lo estaba la zona de administración que había a la izquierda. Saludó con la mano a Marlene Wilson, la recepcionista, que disfrutaba de su soledad hojeando el periódico de la mañana y que le devolvió el saludo con una mano mientras, con la otra, le abría a distancia la cerradura de la sala de identificación.

En las butacas de vinilo marrón estaban sentados dos de los forenses más veteranos, Kevin Southgate y Arnold Besserman, enfrascados en su conversación. Ambos saludaron a Laurie sin interrumpir su charla. Ella les correspondió y se fijó en que Vinnie Amendola no estaba en su lugar de costumbre, escondiéndose tras el periódico. Se acercó a la mesa donde una atareada Riva se encontraba repasando los casos que se habían presentado durante la noche, seleccionando los que debían ser objeto de autopsia y repartiéndolos entre los médicos. Riva alzó la mirada, miró a Laurie por encima de las gafas y sonrió.

– ¿Has dormido algo mejor esta noche? -le preguntó.

– No mucho más que ayer -confesó Laurie-. Me quedé hasta las dos limpiando el piso.

– Es algo que me resulta familiar -contestó Riva con una sonrisa comprensiva-. ¿Qué ocurrió en el hospital?

Laurie le contó la visita y que su madre se encontraba bien; le habló brevemente de su padre, pero no mencionó el problema del BRCA-1.

– Jack está ya en el foso -comentó Riva.

– Lo supuse al ver que Vinnie no estaba leyendo su sección de deportes.

Riva meneó la cabeza.

– Cuando yo llegué, antes de las seis y media, Jack ya estaba por aquí, husmeando los casos. Es demasiado pronto incluso para él. Me pareció patético, y le dije que se montara mejor la vida.

Laurie se echó a reír.

– Eso le habrá sentado bien.

– También le expliqué lo de tu madre. Espero no haber metido la pata. Me preguntó dónde habías estado ayer por la tarde. Según parece, pasó por tu despacho justo después de que te fueras al hospital, mientras yo estaba abajo hablando con Calvin.

– No pasa nada -contestó Laurie-. Ahora que me lo han dicho, ya no es ningún secreto.

– Te oigo -dijo Riva-, pero no puedo entender que tu madre no te lo contara. En fin, la verdad es que Jack parecía muy afectado. Te lo digo en serio.

– ¿Dijo algo en particular?

– No sobre tu madre. Estuvo callado un buen rato, cosa que tratándose de él no es muy normal.

– ¿Qué clase de caso tiene entre manos?

– Uno especialmente feo -contestó Riva-. Jack es increíble, tengo que reconocerlo. Cuanto más difícil es el caso, ya sea en lo emocional o en lo técnico, más le gusta; el que tiene era especialmente grave desde el principio. Se trata de una recién nacida de cuatro meses con gravísimas laceraciones que ingresó muerta en Urgencias. El personal de Urgencias se indignó cuando los padres intentaron decir que no tenían ni idea de cómo se las había hecho. Al final, los de Urgencias llamaron a la policía, y ahora los padres están en la cárcel.