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– ¿Eran también casos de traumatología?

– No recuerdo exactamente de qué los operaron, pero no será difícil averiguarlo. Si tuviera que aventurar algo, diría que fueron casos de cirugía general, no de traumatología. ¿Quieres que los imprima?

– No te molestes porque voy a solicitar los expedientes completos. ¿Recuerdas quién les hizo la autopsia?

– Yo nunca lo sé. Salvo con el doctor Stapleton y contigo, no suelo tener mucho contacto con el resto de los forenses.

– ¿Recuerdas cuál fue la causa final y oficial de la muerte? -preguntó Laurie.

– Lo siento -reconoció Janice-. Ni siquiera sé si la han firmado ya. A veces sigo los casos que me interesan, pero no lo hice con esos dos de los que hablamos. Debo admitir que en su momento me parecieron dos casos rutinarios de complicaciones cardíacas graves e inesperadas. Sé que hablar de «rutina» y de «imprevisto» es una contradicción, así que puede que «rutina» no sea la palabra adecuada. Quiero decir que la gente se muere en los hospitales y, por trágico que sea, a menudo ocurre que no es por el problema que para empezar los llevó allí. No fue hasta esta mañana, cuando empecé a escribir el caso Morgan y reparé en el detalle de la ayudante de La enfermera, cuando me acordé de ellos.

– ¿Cuáles eran sus nombres? -preguntó Laurie notando un escalofrío de emoción. Ese curioso y totalmente inesperado fragmento de información era la razón por la que había querido precisamente hablar con Janice. La reforzaba en la convicción de que aquellos de sus colegas que hacían caso omiso de los conocimientos y experiencia de los investigadores forenses lo hacían en detrimento de sus resultados profesionales.

– Solomon Moskowitz y Antonio Nogueira. Los apunté con sus nombres de ingreso. -Janice le entregó una hoja.

Laurie la cogió y leyó los nombres. En realidad no sabía si lo que estaba buscando no era una distracción de sus verdaderos problemas. Lo que sí sabía era que había dado con una.

– Gracias, Janice -dijo Laurie sinceramente-. Tengo que darte todo el mérito. Relacionar estos casos puede ser importante.

Uno de los problemas de ser ocho médicos en el departamento era que la relación entre casos podía pasar inadvertida. Había una reunión los jueves por la tarde, donde los casos se debatían en un foro abierto; pero, habitualmente, solo se trataban los asuntos más interesantes desde un punto de vista académico, o los más macabros.

– De nada -contestó Janice-. Me siento bien al saber que formo parte de un equipo y que aporto mi granito de arena.

– Desde luego que sí -repuso Laurie-. ¡Ah!, de paso, cuando presentes la solicitud para el historial clínico de Morgan, ¿te importaría pedir también los de Moskowitz y Nogueira?

– Claro que no -contestó Janice, que escribió una anotación en un post-it y lo pegó en un lado de la pantalla del ordenador.

Con el cerebro convertido en un torbellino, Laurie salió a toda prisa de la sala de los investigadores y cogió el ascensor para la cuarta planta. Sus problemas relacionados con Jack y el BRCA-1 habían quedado relegados a un segundo plano. No podía apartar los ojos de los nombres que aparecían en la hoja que Janice le había entregado. Pasar de un caso curioso a cuatro representaba un adelanto significativo. La cuestión residía sencillamente en saber si esos cuatro casos estaban realmente relacionados. Para Laurie ese era el verdadero significado de ser forense. Si los casos estaban relacionados a través del uso de un mismo medicamento o procedimiento y si ella podía descubrirlo, tendría la recompensa de haber evitado muertes futuras. Naturalmente, dicho descubrimiento también le revelaría si los fallecimientos habían sido accidentales o si tras ellos se ocultaba un homicidio. La cuestión le provocó escalofríos.

Laurie entró en su despacho, colgó el abrigo tras la puerta y se sentó ante el ordenador. Tecleó el número de acceso de ambos casos enterándose de pasada de que ninguno de los dos llevaba la firma definitiva. Hasta cierto punto decepcionada, buscó los nombres de los médicos que habían realizado las autopsias: George Fontworth se había ocupado de Antonio Nogueira, y Kevin Southgate, de Solomon Moskowitz. Como había visto a Southgate en la sala de identificación, descolgó el teléfono y marcó su extensión. Lo dejó sonar cinco veces antes de colgar.

Laurie volvió al ascensor, bajó hasta la planta baja y se dirigió a la sala de identificación. Había confiado en que Kevin estuviera allí aún, charlando con Arnold, y no se equivocó. Esperó pacientemente a que ambos hicieran una pausa en la conversación. Hablaban apasionadamente de política; Kevin adoptaba la postura del inveterado progresista demócrata y Arnold, la del conservador republicano. Los dos llevaban más de veinte años en el departamento y habían llegado a parecerse: estaban gordos, eran de tez pálida y descuidados tanto con su higiene como con su forma de vestir. A los ojos de Laurie, eran la viva imagen de los forenses que aparecían en las películas de Hollywood.

– ¿Recuerdas haberte ocupado del caso de Solomon Moskowitz, hace un par de semanas? -preguntó Laurie a Kevin tras disculparse por interrumpirlos. Como de costumbre, él y Arnold parecían avergonzarse de su pugna dialéctica y dolidos porque ninguno de los dos tenía la más mínima posibilidad de cambiar las arraigadas opiniones del otro.

Tras bromear acerca de que no se acordaba de los casos del día anterior, el mofletudo rostro de Kevin se puso ceñudo mientras hacía memoria.

– Mira, creo que recuerdo a un tal Moskowitz -contestó-. ¿Sabes si era un caso del Manhattan General?

– Eso me han dicho.

– Ahora sé cuál es. Aparentemente, el paciente sufrió una crisis cardíaca. Si es el que yo creo, la autopsia no arrojó ningún resultado concluyente. Creo que no la he firmado todavía. Debo de estar esperando que lleguen las pruebas del microscopio.

«Sí, claro», pensó Laurie. Ni siquiera en las épocas de mayor trabajo, se tardaban dos semanas en conseguir esos resultados. De todas maneras, no le sorprendía: Kevin y Arnold eran conocidos por retrasarse de forma habitual con sus casos.

– ¿Recuerdas si el paciente había sido operado recientemente?

– Ahora sí que estás abusando de tu suerte. Mira, hagamos una cosa: pásate por mi despacho y te dejaré que eches un vistazo al expediente.

– Me parece buena idea -repuso Laurie, que se había distraído momentáneamente al ver entrar a George en la sala de identificación quitándose el abrigo. Dejó que Kevin y Arnold siguieran con su discusión y se reunió con Fontworth ante la máquina de café.

George llevaba casi tanto tiempo como Kevin y Arnold en el departamento, pero no había adquirido ninguna de sus costumbres. Su aspecto era bastante más elegante, con sus pantalones bien planchados, sus camisas limpias y sus coloristas corbatas, todas ellas prendas de moda, y así le gustaba presentarse. También parecía mucho más joven gracias a haber evitado el sobrepeso propio de la edad. Aunque Laurie sabía que Jack no lo tenía en gran estima profesional, a ella siempre le había resultado fácil trabajar con él.

– Tengo entendido que tu caso del tiroteo de ayer tuvo una conclusión inesperada.

– ¡Menudo calvario! -se quejó George-. La próxima vez que Bingham se ofrezca para ayudarme en un caso, recuérdame que debo declinar educadamente su oferta.

Laurie rió, y ambos charlaron del caso unos minutos antes de que ella abordara el asunto que le interesaba. Del mismo modo que había hablado con Kevin sobre el caso Moskowitz, le preguntó a George si recordaba el de Antonio Nogueira, de hacía un par de semanas.

– Dame una pista -contestó Fontworth.

– No puedo precisarte los detalles porque no estoy segura -dijo Laurie-, pero diría que era alguien joven que había sido operado durante las últimas veinticuatro horas en el Manhattan General y cuya causa de la muerte fue algún tipo de crisis cardíaca.