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Las dos enfermeras salieron mientras el celador regresaba a los ascensores.

Laurie las observó acercarse, cada una por un lado distinto. Ambas iban vestidas con la ropa de trabajo del hospital. La del cabello corto era de tez morena, tenía los ojos almendrados y una nariz estrecha y aguileña. La otra era más pálida y de facciones más anchas que denotaban ciertos orígenes orientales. Dado que estaban iluminados desde abajo por las luces de noche, de ambos rostros solo resultaban visibles las prominencias óseas, mientras que el resto de sus caras se perdían en una relativa penumbra. A Laurie, que ya estaba bastante asustada, se le antojaron claramente terroríficos.

– Escuchen, tengo que llamar por teléfono -dijo mirando a una y a otra, dudando de cuál de ellas sería la jefa.

– Yo la llevaré a su habitación y la dejaré instalada -dijo la de aspecto asiático haciendo caso omiso de la petición de Laurie.

– Te lo agradezco, Elizabeth -repuso Jazz-, pero creo que me ocuparé personalmente de la señorita Montgomery.

– ¿En serio? -preguntó Elizabeth que parecía realmente sorprendida.

– ¿Alguien me escucha? -dijo Laurie, irritada-. Necesito un teléfono.

– Lo que tú digas -contestó Elizabeth a su compañera y volvió tras el mostrador.

Jazz dejó la tablilla a los pies de la cama y fue hasta la cabecera para empujar.

– ¡Disculpe! -exclamó Laurie volviendo la cabeza para no perder de vista a la enfermera-. ¡Es muy importante que pueda llamar por teléfono! -Hizo una mueca de dolor cuando Jazz desbloqueó las ruedas de la cama y otra más cuando la empujó por el largo y oscuro pasillo.

– Ya la he oído cuando lo ha dicho la primera vez -contestó Jazz, cuya voz reflejaba el esfuerzo de empujar-. Creo que debo recordarle que son las dos y media de la madrugada.

– Mire, ya sé qué hora es -replicó Laurie-, pero debo llamar a mi médico. Se supone que no debo estar aquí. Se supone que me he de quedar en la UCPA hasta que ella venga a hacer su ronda por la mañana.

– Lamento darle la noticia, pero su médico, al igual que todos los médicos, duerme profundamente y no quiere que se la moleste por algún problema logístico.

– ¡Detenga esta cama ahora mismo! -ordenó Laurie-. ¡No pienso entrar en esa habitación!

– Ah, ¿no? -preguntó Jazz, que sin vacilar lo más mínimo siguió adelante, a mayor velocidad incluso que el celador.

Jazz estaba impaciente por llevar a Laurie a su habitación. Cuando había llegado aquella noche al hospital le había costado localizarla. Al principio llegó a creer que el señor Bob se había equivocado con el nombre, pero al final resultó que todo se había debido al retraso con el que habían introducido el nombre de Laurie en el ordenador. Jazz lo averiguó cuando miró el listado de Urgencias al ir a buscar la ampolla de potasio.

– ¡Le exijo que se detenga! -chilló Laurie al ver que Jazz no le hacía caso, pero tuvo que sujetarse el vientre para controlar el dolor. Gritar le resultaba un tormento.

– Ya veo que va a ser una de esas pacientes conflictivas -contestó Jazz con una breve risa.

En realidad pensaba lo contrario: gracias a que la planta de Ginecología y Obstetricia estaba a rebosar, Laurie iba a ser una de sus «sanciones» más fáciles: el hecho de tenerla en su misma planta estando ella de enfermera jefe se lo iba a poner en bandeja.

Una vez ante la habitación 509, Jazz hizo girar rápidamente la cama ciento ochenta grados para meterla de cabeza. Nada más cruzar el umbral, encendió la luz del techo y ambas mujeres parpadearon; a continuación, acercó a Laurie a la cama de hospital, que era más amplia que la semicamilla que ocupaba.

Laurie miró fijamente a la enfermera sin poder adivinar sus intenciones y palideció al leer su nombre en la placa de identificación: «Jasmine Rakoczi». A pesar de los efectos de la anestesia y los calmantes, recordó al instante haberlo visto en las listas de Roger del personal que había pasado del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jazz que había reparado en la asustada expresión de Laurie mientras bajaba la barandilla del lado correspondiente de la cama-. ¿Ocurre algo?

Sin esperar respuesta, Jazz situó a Laurie junto a la cama de hospital. Acto seguido, agarró una esquina de la sábana y la apartó con un brusco quiebro de muñeca, cogiendo a Laurie por sorpresa y dejándola expuesta a los ojos del mundo. Laurie iba vestida únicamente con un camisón de la clínica que dejaba al descubierto sus desnudas rodillas, pantorrillas y pies. El bulto en su bajo vientre señalaba el apósito de la incisión, de donde surgía un drenaje quirúrgico que le salía por debajo del camisón hasta llegar a un artefacto de plástico que mantenía una presión negativa. El interior del tubo se veía manchado de sangre.

– De acuerdo -dijo Jazz en tono impersonal-, arrástrese hasta aquí y yo la pondré cómoda. -Fue a la cabecera de la cama y pasó la botella del gota a gota al soporte de la cama.

Laurie no se movió. El pánico que se había apoderado de ella al ser trasladada de la UCPA había aumentado varios enteros al ver el nombre de Jazz en la placa. Estaba paralizada de miedo. Por lo que sabía, Jazz bien podía ser la asesina múltiple.

– Vamos, encanto -dijo Jazz volviendo al lado de Laurie y mirándola desde lo alto-. Mueva esa trasero suyo hasta la cama.

Laurie la contempló con la mayor expresión de desafío de la que fue capaz. Era lo único que se le ocurrió.

– Si no quiere cooperar tendré que llamar a Elizabeth y la cambiaremos de sitio quiera o no quiera -amenazó Jazz-. Esto no es ninguna negociación.

– Quiero hablar con la enfermera jefe -espetó Laurie.

– Pues mire qué bien -rió Jazz-, porque ya está hablando con ella. La enfermera jefe soy yo. Al menos temporalmente, lo cual viene a ser lo mismo.

El desespero de Laurie subió un punto más. Se sentía cada vez más atrapada en una traicionera red de terroríficas circunstancias.

– A ver, ¿por qué no se quiere mover? -preguntó Jazz con evidente irritación mientras hacía un gesto con la mano mostrándole todas las comodidades de la habitación-. Mire esta estupenda cama con todos sus mandos. Puede ponerla en la posición que más cómoda le parezca. Tiene usted televisión, una jarra de agua, aunque sin agua porque todavía no le permiten tomar nada, y un botón para llamarnos a nosotras, sus esclavas. ¿Qué más puede pedir?

Los ojos de Laurie recorrieron involuntariamente lo que Jazz le indicaba. ¡En la mesita de noche había un teléfono! Se preguntó cómo era posible que no hubiera caído en la cuenta antes. El celador incluso se lo había mencionado. Era su salvación. Apretando los dientes, se incorporó sobre los codos y empezó a moverse hacia la cama. A continuación hizo lo mismo hasta pasar las piernas.

– Muy bien -comentó Jazz-. Veo que ha decidido cooperar. Me alegro por las dos.

Tan pronto como Laurie estuvo en la cama, Jazz pasó al otro lado el aparato succionador del drenaje, subió los cobertores que estaban a los pies del colchón y arropó a Laurie hasta el pecho. Luego, le tomó la presión y el pulso. Mientras lo hacía, Laurie no dejó de mirarla fijamente, pero Jazz evitó cualquier contacto visual.

– De acuerdo -dijo finalmente, mirándola y subiendo la barandilla con una sacudida-. Todo parece en orden, aunque su pulso está ligeramente alto. Ahora volveré al mostrador de enfermeras y revisaré lo que le han prescrito. Estoy segura de que le habrán recetado para el dolor algo que pueda tomar según lo requiera. ¿Se encuentra bien ahora o cree que lo necesita?

Laurie se espantó ante la falta de calor humano en la actitud y las palabras de Jazz. Estaba claro que, objetivamente, no tenía nada de qué quejarse, aparte del hecho de que no atendieran sus peticiones; sin embargo, notaba un preocupante desinterés que le parecía del todo impropio de una enfermera y que se sumaba a su ya considerable angustia. Había algo decididamente extraño en Jasmine Rakoczi.