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Thea ni siquiera se dio la vuelta. Estaba inmersa en un nuevo problema.

El celador volvió a situarse tras la cabecera de la cama y la empujó hacia delante. Apuntó a las puertas de la UCPA y la cama chocó contra ellas, abriéndolas. Una vez fuera, la situó paralelamente al pasillo antes de seguir empujando. Laurie se fijó en que había varias camillas aparcadas junto a la pared con pacientes que esperaban para ser llevados a quirófano.

– Tengo que hacer una llamada -dijo Laurie cuando pasaron ante el mostrador de quirófanos.

– Tendrá que esperar a llegar a su habitación -respondió el ordenanza encaminándose hacia la salida.

Cuando llegaron a los ascensores, una sensación de desespero se apoderó de Laurie. La estaban alejando rudamente de su prometido santuario para abandonarla a su suerte, y no podía hacer nada para evitarlo. Víctima de la debilidad causada por la pérdida de sangre y limitados sus movimientos por el dolor de la intervención, no podía imaginarse más vulnerable, y, acordándose del perfil de los pacientes de su serie comprendió que encajaba en él: tenía la edad adecuada, gozaba de buena salud, llevaba un gota a gota, la acababan de operar y era abonada reciente de AmeriCare. Su único consuelo eran las estadísticas y el hecho de que Najah había sido detenido.

– ¿Adónde me lleva? -preguntó Laurie intentando hallar un rayo de esperanza-. ¿No será a Obstetricia y Ginecología?

El ordenanza consultó su hoja de papel.

– No. Allí están completos. Va usted a la habitación 509, en la quinta planta.

22

– ¡Doctor Stapleton! ¡Eh, doctor Stapleton!

Al oír que lo llamaban por encima del llanto de los niños y del rumor de las conversaciones, Jack miró hacia el mostrador. Con toda la cafeína que llevaba encima, había estado paseando de un lado a otro, desde el mostrador a la puerta de entrada, contemplando de vez en cuando la lluvia que seguía cayendo en el exterior, sobre la rampa de cemento para sillas de ruedas. A medida que el tiempo pasaba, había empezado a pensar en cambiar al Plan B, lo cual significaba dejar a un lado las preguntas de los post-it, volver corriendo a la OJMF, recoger los materiales del despacho de Laurie y regresar sin pérdida de tiempo al Manhattan General. Eran las dos y media de la madrugada, y ya llevaba fuera hora y media.

Vio que Salvador le hacía gestos para que se acercara. A su lado estaba una joven que no aparentaba más de quince años. Tenía el cabello de color castaño, liso y hasta los hombros, y lo llevaba peinado con raya en medio y recogido tras unas orejas de buen tamaño. Sus ojos eran grandes y estaban separados por una respingona nariz.

– Es la doctora Shirley Mayrand -dijo Salvador señalando a la residente de Cardiología mientras Jack se acercaba.

Jack se quedó momentáneamente hipnotizado por la juventud de la mujer. Por primera vez en su vida se sentía viejo. A pesar de que se acercaba a la cincuentena, el hecho de jugar al baloncesto con gente mucho más joven que él hacía que se olvidara de su verdadera edad. Como cardióloga residente, aquella joven que tenía delante debía haber pasado por la universidad y completado varios años de prácticas.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó Shirley con una voz que Jack se le antojó más propia de una adolescente.

Después de presentarse, Jack sacó del bolsillo la hoja de Sobczyk con el ECG y la puso sobre el mostrador.

– Los dejaré solos -dijo Salvador, alejándose.

– Sé que esto no es mucho -comentó Jack señalando la gráfica-, pero me preguntaba si podría usted hacer algún comentario.

– No es mucho -se quejó Shirley inclinándose para examinarla.

– Sí. Bueno, es todo lo que tenemos -dijo Jack fijándose en que la raya que separaba los cabellos de la chica serpenteaba entre la frente y la coronilla.

– ¿Qué cable era?

– Buena pregunta. Ni idea. Es la gráfica que se obtuvo al final de un fracasado intento de reanimación cardíaca.

– Entonces, probablemente era un cable normal -observó Shirley.

– Seguramente.

La residente alzó la mirada, y Jack comprendió que una de las razones por la que sus ojos parecían tan grandes se debía a que podía verle el blanco del ojo alrededor de las córneas. Eso le daba un aire de constante e inocente sorpresa.

– No sé qué decir. Debería usted mostrarme algo más para que pudiera hacer algún comentario mínimamente fiable.

– Lo suponía -repuso Jack-, pero esta gráfica corresponde a un paciente que por desgracia ya ha muerto, cosa que usted ya sabe porque acabo de decirle que se obtuvo al final de un fallido intento de reanimación. Lo que quiero decir es que al paciente no le perjudicará lo más mínimo el que usted dé una opinión a la ligera. Si le obligaran a darla, ¿qué diría?

Shirley volvió a estudiar el trazo.

– Bueno, como ya habrá notado, sugiere un ensanchamiento del intervalo PR y de la onda QRS, mientras que la QTRS parece haberse fundido con la onda T.

Jack rechinó los dientes. En cierto sentido le parecía injusto que aquella menuda y joven mujer lo hiciera sentir viejo y estúpido a la vez.

– Disculpe, pero quizá sería mejor si usted limitara sus comentarios a algo que yo pudiera entender. Por ejemplo, podría decirme qué le sugiere lo que ve sin entrar necesariamente en los detalles de cómo ha llegado a esa conclusión.

– Bueno, pues sí me sugiere algo -repuso Shirley mirándolo a los ojos-, pero se me ocurre otra cosa.

– De acuerdo. ¿Qué?

– Ocurre que el doctor Henry Wo, uno de los mejores cardiólogos, está aquí en estos momentos porque tiene que hacer un angiograma en un caso de posible infarto de miocardio. ¿Por qué no se lo enseñamos a él?

A Jack le pareció bien. No había pensado en la posibilidad de contar con una segunda opinión a aquellas horas de la madrugada.

– Pase a la sala de urgencias -dijo Shirley asomándose por encima del mostrador para indicarle el camino-. Le esperaré dentro y lo acompañaré a la sala de cateterismo, donde él está trabajando.

Las puertas del ascensor se abrieron, y el celador sacó la cama de Laurie al vestíbulo de la quinta planta con un gruñido. Dado que había un ligero desnivel entre el suelo y el del ascensor, se produjo una leve sacudida, y Laurie hizo una mueca por el dolor que le causó. Estaba claro que fuera lo que fuese lo que le habían administrado, sus efectos se habían desvanecido.

A pesar de que se sentía tan temerosa como cuando se la habían llevado de la UCPA, al menos se había reconciliado con el hecho de que poco podía hacer hasta que consiguiera un teléfono. Con la idea de poder recuperar su móvil, le había preguntado al celador dónde habían dejado sus cosas; pero él le contestó que no lo sabía.

El hombre la condujo por el corto pasillo que iba desde los ascensores hasta la zona de enfermeras, que destacaba igual que un faro en la penumbra del dormido hospital. Las luces de noche, con sus cristales esmerilados, se hallaban espaciadas a lo largo de las paredes, por encima del rodapié.

Tras haber empujado la cama hasta ponerla a la velocidad del paso, el celador tuvo que esforzarse para detenerse ante la sala de las enfermeras. Acto seguido, bloqueó las ruedas con el freno antes de dejar a Laurie y acercarse al mostrador. Desde su posición, Laurie pudo distinguir dos cabezas femeninas, una con el cabello corto y la otra con una cola de caballo. Ambas levantaron la mirada cuando el celador dejó la tablilla metálica con el historial clínico de Laurie.

– Tengo una paciente para vosotras -anunció el hombre.

Laurie vio que la mujer de pelo corto cogía la tablilla, leía el nombre inscrito en ella e inmediatamente se ponía en pie.

– ¡Vaya, vaya, pero si es la señorita Montgomery! Debo decirle que hace rato que nos preguntamos dónde se había metido usted.