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– No lo sé, pero lo averiguaré -contestó antes de preguntar a voces a un colega que se hallaba en la zona de tratamiento que se abría al otro lado del mostrador. Se llevó la mano a la oreja para oír mejor la respuesta. El otro sujeto se hallaba fuera de la línea de visión de Jack.

– Es la doctora Shirley Mayrand -repuso el enfermero volviéndose hacia Jack.

– ¿Sabe usted si la doctora se encuentra aquí en estos momentos?

– Ni idea -contestó el enfermero encogiéndose de hombros.

– ¿Cómo puedo localizarla?

– Yo puedo hacerlo por usted -propuso Salvador, que cogió el teléfono y marcó el número de la centralita-. ¿Quiere que la llame a Urgencias?

Jack asintió.

– La esperaré aquí mismo.

Jack se dio la vuelta y contempló la escena, que en cualquier caso resultaba visualmente animada. Repartida ante él, e instalada en las sillas de vinilo de la sala de espera, había una amplia muestra de la vida de Nueva York que abarcaba desde lo más alto a lo más bajo: de bebés que lloraban a viejos babeantes; de mendigos sin hogar a tipos vestidos a la última moda; de borrachos a perturbados; de heridos a enfermos. Todos aguardaban turno para que se ocuparan de ellos.

– ¡Un momento! -chilló Thea por teléfono mientras intentaba llenar un impreso. Al no conseguir hacer ambas cosas a la vez, lo dejó estar y reanudó la conversación. Se trataba de la supervisora del turno de noche, Helen Garvey.

– ¿Cuál es el recuento de camas? -preguntó Helen sin más preámbulos.

– ¿Ocupadas o vacías? -quiso saber Thea.

– Es la pregunta más tonta que he escuchado esta noche.

– Estás de mal humor.

– Estoy en mi derecho. Según me acaban de avisar de Urgencias, nos va a llegar una avalancha de casos con todo tipo de traumatismos. La primera oleada ya está en camino. Se ha producido un choque frontal entre un autobús y una furgoneta, y el autobús ha saltado por encima del guardarraíl. Según tengo entendido, han repartido a los heridos, pero a nosotros nos ha tocado la parte del león. He llamado a todo el personal de guardia para poner en marcha los veinte quirófanos. Va a ser una larga noche.

– Aquí tenemos trece pacientes y solo tres camas libres.

– Malo. ¿Qué situación tienen esos pacientes?

Thea recorrió sus dominios con la vista mientras repasaba mentalmente la situación de cada caso.

– Todos están más o menos bien salvo uno que tiene un aneurisma que le vuelve a sangrar. No se pude mover de aquí porque es posible que vuelvan a abrirlo. Sigue perdiendo sangre por el drenaje.

– ¿Y los demás están estables?

– Por el momento.

– Pues ya puedes hacer sitio porque se avecina una gorda.

Thea colgó. Se sentía como una moto. Desafíos como aquel eran su punto fuerte.

– ¡Escuchad! -llamó a sus tropas-. Vamos a pasar a situación de desastre, ¡y no se trata de ningún ejercicio!

El desbloqueo de las ruedas de la cama sacó a Laurie de su anestesiada somnolencia y la medio despertó. Parpadeó ante la intensa claridad de los fluorescentes del techo y por un momento no supo dónde ni en qué momento estaba. Hubo otra sacudida cuando la cama empezó a moverse, y aquella brusquedad le recordó que acababa de sufrir una operación abdominal. De golpe, Laurie supo dónde se encontraba, y el gran reloj que había en la puerta de la UCPA, hacia donde se dirigía, le dijo la hora: las dos y veinticinco.

Volviendo la cabeza en respuesta al parloteo de unas voces, Laurie captó un atisbo de la frenética actividad del mostrador central. Luego, echó la cabeza hacia atrás y miró al ayudante que se la llevaba. Era un afroamericano delgado como una espiga y de tez clara, con un bigote muy fino y pelo entrecano. Los músculos del cuello se le tensaban mientras se esforzaba por alinear la cama con las puertas batientes.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Laurie.

El celador no respondió, sino que se concentró en frenar la cama antes de hacerla retroceder unos pasos. Las puertas de la UCPA se abrieron de golpe. Una nueva cama entraba a toda prisa llevando a un paciente recién salido del quirófano. Había alguien en la cabecera, empujando, y otra persona en los pies, tirando. Los acompañaba un anestesista que mantenía abiertas las vías respiratorias del paciente sosteniéndole la mandíbula. Los tres hablaban al mismo tiempo.

Laurie repitió la pregunta al ayudante que la llevaba. Notaba una difusa angustia en la boca del estómago. Algo sucedía. Según le habían dicho, no iban a trasladarla hasta que su doctora fuera a verla por la mañana.

– Va usted a su habitación -dijo el celador, ocupado en maniobrar la cama de Laurie para dejar pasar la que llegaba.

– Pero se suponía que iba a quedarme aquí -repuso Laurie con creciente alarma.

– Allá vamos -dijo el hombre como si no la hubiera oído, soltando un gruñido al conseguir poner en movimiento la cama.

– ¡Espere! -gritó Laurie. El esfuerzo le provocó una mueca de dolor de la cicatriz.

Sorprendido por la súbita reacción de Laurie, el ayudante detuvo la cama y la miró con aire preocupado.

– ¿Qué pasa?

– Se supone que no debo salir de aquí -aseguró Laurie.

Tenía que hablar en voz muy alta para hacerse oír por encima del barullo de la sala, y para reducir en lo posible las molestias de la operación se apretaba con la mano la parte superior del abdomen evitando que las sacudidas movieran la zona intervenida. Cuando Jack había ido a verla, no sentía ningún tipo de molestia, pero desgraciadamente ya no era así.

– Tengo órdenes estrictas de llevarla a su habitación -dijo el asistente con expresión medio confundida y medio desafiante. Sacó una hoja de papel de su bolsillo y la miró-. Usted es Laurie Montgomery, ¿verdad?

Haciendo caso omiso, Laurie levantó la cabeza de la almohada y miró hacia el mostrador central, que era un hervidero de actividad. Las puertas batientes se abrieron de nuevo y metieron a toda velocidad en la UCPA a otro paciente recién operado. De nuevo, el ayudante tuvo que apartar la cama de Laurie para dejarlo entrar.

– Quiero hablar con la enfermera jefe -exigió Laurie.

El celador miró a Laurie y el mostrador central con obvia indecisión y meneó la cabeza.

– Usted no me va a llevar a ninguna parte -afirmó Laurie-. Se supone que debo quedarme aquí. Necesito hablar con el supervisor, con quien sea que esté al cargo.

Haciendo un gesto de resignación, el celador fue al mostrador dejando la cama de Laurie en medio de la sala y sujetando en la mano el papel que había sacado del bolsillo. Laurie lo observó mientras el hombre intentaba que alguien le prestara atención. La persona que lo hizo le indicó a una maciza mujer con un casco de cabello rubio. Laurie observó mientras el celador mostraba la hoja a Thea y señalaba en su dirección.

Thea se llevó la mano a la frente como si ocuparse de aquel problema fuera lo último que necesitara. Salió de detrás del mostrador y fue directamente hacia Laurie con el celador siguiéndola de cerca.

– ¿Qué problema tiene? -preguntó con las manos en la cintura.

– Se supone que tengo que quedarme en la UCPA hasta que la doctora Riley me vea -dijo Laurie mientras se esforzaba para que se le ocurriera algo más que decir. El hecho de que acabaran de despertarla sumado al efecto de la anestesia hacían que su mente funcionara lentamente.

– Deje que le asegure que no solo evoluciona usted favorablemente, sino que su condición es más estable que el peñón de Gibraltar. Usted no necesita la UCPA, y por desgracia tenemos un montón de pacientes que sí. Nos encantaría agasajarla toda la noche, pero tenemos trabajo que hacer. Por lo tanto, ¡que lo pase usted bien! -Dando un último apretón en el brazo del celador para tranquilizarlo, la enfermera regresó al mostrador central para seguir ladrando órdenes a otra enfermera sobre otro paciente.

– Perdón -la llamó inútilmente Laurie-. ¿Podría usted avisar a mi médico o simplemente llamar a alguien?