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– Sí, es cosa fina, ¿eh?

– Es imposible que yo trabaje con ese tipo. Voy a anular el viaje.

– Espera un momento -me detuvo ella-. No hay motivo para no conocer a Fleck. Al fin y al cabo, te ha invitado a gandulear al sol, ¿no? Más precisamente, ¿por qué no le vendes Nosotros, los veteranos o Distracción y juegos o como quiera llamarla? Si no soportas lo que hace con ella, puedes hacer que retiren tu nombre de los créditos. Por mi parte, sé que puedo sacarle un montón de dinero. En este caso, será un contrato con una cantidad al contado, Dave. Un millón redondo. Y te prometo que te lo pagará. Porque aunque los dos sepamos que registrar el guión a su nombre fue una forma de engatusarte, no querrá que se haga público. No hará falta ni que se lo pidamos, pagará lo que sea para que no se sepa.

– Tienes una penosa opinión de la naturaleza humana.

– Soy agente.

Después de hablar con Alison, llamé a Sally. Su ayudante me hizo esperar casi tres minutos, después volvió y con una voz tensa me dijo que «había surgido algo» y que Sally me llamaría al cabo de diez minutos.

Tardó casi una hora en llamarme. En cuanto oí su voz, supe que había sucedido algo grave.

– Acaba de darle un infarto a Bill Levy -dijo, con voz temblorosa.

– ¡Dios mío! -exclamé. Levy era su jefe, y el hombre que había introducido a Sally en la Fox Television y la había ayudado a sobrevivir en la jungla laberíntica de la política interna. Era su figura paterna corporativa, y uno de los pocos profesionales en quien podía confiar-. ¿Está muy mal? -pregunté.

– Bastante. Se ha desplomado durante una reunión de planificación. Por suerte en el edificio había una enfermera de la empresa que le ha practicado reanimación cardiopulmonar antes de que llegara la ambulancia.

– ¿Dónde está ahora?

– En la Clínica Universitaria, en cuidados intensivos. Oye, con lo que ha pasado, esto es un caos. Llegaré tarde a casa.

– De acuerdo, de acuerdo -dije-. Si puedo ayudarte en algo…

Pero ella sólo dijo:

– Tengo que irme. -Y colgó.

No volvió a casa hasta medianoche, agotada y enervada. La rodeé con mis brazos. Ella se deshizo suavemente de mi abrazo y se dejó caer en el sofá.

– Sobrevivirá. Por los pelos -dijo-. Pero sigue en coma, y les preocupa que haya lesiones cerebrales.

– Lo siento muchísimo -dije, ofreciéndole algo fuerte. Pero sólo quería Perrier.

– Lo que hace aún más jodida la situación -se lamentó- es que de momento han puesto a Stu Barker al mando de la división de Bill.

Eso sí eran malas noticias, porque Stu Barker era un gilipollas y un trepa que había estado persiguiendo el puesto de Levy durante el año anterior. Tampoco tenía una gran opinión de Sally, pues la consideraba una secuaz de Levy.

– ¿Qué vas a hacer? -pregunté.

– Lo que hay que hacer en una situación así: reagrupar las fuerzas de que dispongo y procurar que ese cabrón de Barker no destruya todo lo que he construido en la Fox. Y me temo que eso significa que la semana chez Fleck está definitivamente fuera de mi alcance.

– Ya me lo imaginaba. Llamaré a Bobby y le diré que no podemos ir.

– Pero tú deberías ir.

– ¿Contigo envuelta en una situación tan difícil? Ni hablar.

– Escucha, la semana que viene tendré que trabajar las veinticuatro horas. Con Barker al mando de la división, la única forma de mantener el tipo es estar en la oficina quince horas al día.

– Entiendo. Pero al menos estaré esperándote en casa por la noche, con té, comprensión y un martini.

Ella alargó una mano y me apretó la mía.

– Eres un encanto. Pero no quiero que te pierdas ese viaje.

– Sally…

– Escúchame. En momentos así estoy mucho mejor sola. No tendré que pensar en nada más, y puedo dedicar toda mi energía a conservar mi trabajo. Más aún, no puedes perder esta oportunidad. Porque, en el peor de los casos, te reirás un rato… y encima a todo lujo. En el mejor, te producirán un guión que habías olvidado, y el cheque será impresionante. Teniendo en cuenta que a Stu Barker no le gustaría nada tanto como echarme de la empresa, el dinero no nos irá mal, ¿no crees?

Sabía que lo que decía Sally eran tonterías. No sólo era una de las ejecutivas de televisión más codiciadas de la ciudad, sino que su reciente contrato con la Fox contenía una cláusula blindada que le garantizaba nada menos que quinientos mil dólares en caso de que la echaran antes de terminar su temporada como responsable de Comedia. Pero por mucho que intenté convencerla para que me dejara quedarme, se mantuvo firme.

– Por favor, no te lo tomes a mal -dijo.

– No me lo tomo a mal -dije, esforzándome por darle a entender que comprendía sus razones para quererme lejos de casa-. Si quieres que vaya al planeta Fleck, iré.

– Gracias -dijo ella, besándome suavemente los labios-. Oye, me sabe mal, pero había programado una conferencia con Lois y Peter a última hora -dijo, refiriéndose a dos de sus más estrechos colaboradores en la Fox.

– No te preocupes -dije, levantándome del sofá-. Te esperaré en el dormitorio.

– No tardaré mucho -dijo, descolgando el teléfono.

Pero cuando me dormí dos horas después, todavía no se había acostado.

Al día siguiente me desperté a las siete. Ella ya se había marchado. Me había dejado una nota sobre la almohada: «Voy a una reunión estratégica con mi equipo. Te llamaré más tarde».

Y había garabateado una «S» al pie. Sin un «besos», sólo su inicial.

Una hora después más o menos, Bobby Barra llamó para acordar a qué hora vendría uno de los chóferes de Fleck a recogernos al día siguiente para llevarnos al aeropuerto de Burbank.

– Phil se llevó el 767 cuando se fue a la isla el domingo -dijo-. Lo siento, tendrás que conformarte con el Gulfstream.

– Sobreviviré. Pero me temo que voy a ir solo.

Y entonces le expliqué lo de Sally y la crisis profesional que se le había planteado en la Fox.

– Por mí está bien -dijo Bobby-. Sin ánimo de ofender, pero teniendo en cuenta que no soy su persona favorita, no voy a ponerme a llorar precisamente sobre mi piña colada si tiene que quedarse.

Entonces me dijo que el chófer pasaría a buscarme a la mañana siguiente a las ocho.

– Fiesta, chico, fiesta -dijo antes de colgar.

Preparé una maleta pequeña. A continuación fui a la oficina de producción de Te vendo y visione el montaje inicial del primero y el segundo episodios. Sally no me llamó una sola vez. Cuando llegué a casa aquella noche, no había ningún mensaje suyo en el contestador. Pasé la velada releyendo Nosotros, los veteranos. Tomé algunos apuntes sobre distintas formas de mejorar la estructura, el ritmo narrativo, y adaptarlo un poco más a los tiempos actuales. Sally tenía razón en cuanto a su prolijidad. Con un rotulador rojo, empecé a corregir algunos de los diálogos demasiado largos. En pantalla, cuanto menos digas mejor. Si tienes que explicar algo con mucho detalle, es que no estás haciendo bien tu trabajo. Economía, simplicidad, que las imágenes hablen, porque el medio para el que escribes es la pantalla. Y cuando tienes imágenes, ¿quién necesita muchas palabras?

A las once de la noche, me había leído la mitad del guión. Sally todavía no había llamado. Pensé en llamarla al móvil, pero no me atreví, porque podía interpretarlo como algo pegajoso, necesitado o paternalista por mi parte (tipo «¿por qué no has vuelto a casa todavía?»). Así que me acosté.

Cuando sonó el despertador a las siete de la mañana, encontré otra nota en la almohada a mi lado: «Esto es una locura. Anoche llegué a la una, y ahora tengo un desayuno a las seis y media con algunos abogados de la Fox. Llámame a las ocho al móvil. Ah…, y ponte moreno por mí».

Esta vez había escrito «Te quiero, S.» al final de la nota. Eso me animó. Pero cuando la llamé una hora después (como me había pedido), estuvo muy brusca:

– No es un buen momento -dijo-. ¿Te llevas el móvil?