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– ¿Todo bien? -preguntó.

– Estamos teniendo nuestra primera pelea -apuntó Bobby.

Gary subió al asiento del conductor y metió una marcha. El coche arrancó con suavidad y tomamos una carretera que se abría frente a nosotros, mientras la cúpula de los árboles se cerraba rápidamente sobre nuestras cabezas. Después de un minuto, me volví y miré detrás de mí. La pequeña pista se había esfumado. Por delante sólo había selva.

– ¿Sabes lo que pensé cuando vine por primera vez? -preguntó Bobby, sin dirigirse a nadie en particular-. Este lugar se parece a Jonestown. [6]

– Creo que los alojamientos son un poco mejores -comentó Gary.

– Sí, pero el elenco de mujeres en Jonestown era insuperable. Te lo juro, si algún día dejo lo de las finanzas, fundo una secta.

– Recuérdame que no me apunte -dije.

– ¿Se puede saber qué te pasa hoy?

– Tú y tus continuas necedades…

– Señores -dijo Gary-, el señor Fleck está encantado de tenerles aquí, y desea que los dos tengan una estupenda estancia en la isla. Por desgracia, él ha tenido que ausentarse por unos días…

– ¿Qué? -dije.

– El señor Fleck se marchó ayer por unos días.

– ¿Nos toma el pelo? -exclamó Bobby.

– No, señor Barra, no bromeo.

– Pero sabía que veníamos -dijo Bobby.

– Por supuesto, y lamenta haber tenido que irse tan de repente…

– ¿Le ha surgido un gran negocio? -preguntó Bobby.

– No exactamente -dijo Gary con una risita-. Pero ya sabe cuánto le gusta pescar. Cuando se enteró de que el pez espada estaba llegando a la costa de St Vincent…

– ¿St Vincent? -interrumpió Bobby-. Pero eso está a dos días de navegación de aquí.

– Exactamente treinta y seis horas.

– Estupendo -dijo Bobby-. Por lo tanto, si llega esta noche y pesca mañana, no volverá hasta dentro de tres días.

– Me temo que es así -corroboró Gary-. Pero el señor Fleck desea que se acomoden y disfruten de todo lo que Saffron Island puede ofrecerles.

– Pero vinimos, a petición suya, para verle -insistió Bobby.

– Y le verán -aseguró Gary-, dentro de un par de días.

Bobby me dio un codazo.

– ¿Qué coño piensas de esto?

Lo que tenía ganas de decirle era: «Tú eres el que no paras de decirme lo amigos que sois…». Pero no tenía ganas de seguir con las pullas verbales con Bobby y me limité a decir:

– Bueno, si yo tuviera que elegir entre un guionista y un pez espada, sin duda elegiría al pez espada.

– Sí, pero los peces no tienen que preocuparse por su cartera de clientes y el actual estado ruinoso del Nasdaq.

– Señor Barra, ya sabe que nuestro Centro de Servicios de Negocios puede conectarle con cualquier mercado que desee. Y podemos abrir una línea reservada para usted las veinticuatro horas, siete días a la semana, si lo desea. Por lo tanto, no debería preocuparse.

– Y la previsión del tiempo para la próxima semana es perfecta -intervino Meg-. Ni rastro de lluvia, brisas ligeras del sur, y la temperatura debería mantenerse estable en los treinta grados.

– Así podrá vigilar la bolsa y broncearse -concluyó Gary.

– ¿Estás enfadado? -preguntó Bobby.

Por supuesto que lo estaba. Pero de nuevo decidí poner buena cara y mantener la calma. De modo que me encogí de hombros y dije:

– Un poco de sol no me irá mal.

El Land Rover siguió dando tumbos sobre la pista entre la selva hasta que llegó a un claro. Aparcamos junto a un cobertizo abierto, donde había aparcados tres Land Rovers más y una gran furgoneta blanca. Estaba a punto de preguntar para qué se necesitaban cuatro Land Rovers y una furgoneta en una isla tan diminuta pero, de nuevo, me callé. En lugar de hablar, miré a Meg mientras nos guiaba por un caminito pavimentado con pequeños guijarros. A los diez metros, llegamos a un puentecito que atravesaba un gran estanque ornamental. Miré hacia abajo y vi que había una amplia variedad de peces tropicales. Después levanté la cabeza y sofoqué una exclamación. Porque frente a mí vi la enorme e imponente chez Fleck.

Vista desde el cielo parecía una gran estructura de troncos. De cerca, se revelaba como un excéntrico ensayo de arquitectura moderna, con un bajo despliegue de ventanales enormes y madera lacada. En cada extremo de esa mansión tropical había dos torres tipo catedral, enmarcadas por todos los lados por cuatro imponentes paneles de vidrio. Entre las dos estructuras en ala había una serie más pequeña de torres en forma de V, cada una con una gran ventana panorámica. Atravesamos una pasarela de madera hacia el lado opuesto de la casa. Al doblar la esquina, reprimí otra exclamación de asombro: justo frente a la casa había una gran piscina natural de roca. Más allá, empezaba el azul, pues la casa tenía una vista privilegiada y sin obstáculos del mar Caribe.

– Dios Santo, ¡qué vista! -exclamé.

– Sí -dijo Bobby-. Esto sí es «asqueroso».

Sonó su móvil. Respondió y, después de murmurar un saludo, se sumergió inmediatamente en el trabajo.

– ¿Y qué margen tenemos? Sí, pero en esta época el año pasado cotizaban a veintinueve, y eso era antes de que el nuevo buscador tuviese una sacudida en Osaka… Por supuesto que vigilo a los de Netscape…, ¿crees que te voy a meter en un timo? ¿Te acuerdas del sobresalto de la bolsa del noventa y siete, el 14 de febrero, en seguida después de aquella chorrada de la Lewinsky, que hubo una pequeña corrección durante setenta y dos horas? Pero las consecuencias a largo plazo…

Escuchaba, fascinado por el dominio de Bobby de los hechos y las cifras, y de la comunicación fluida que mantenía con sus clientes (en comparación con la ferocidad con la que destripaba a los subalternos). Noté que Gary y Meg también estaban pendientes del consumado vendedor. Me pregunté si estarían pensando lo mismo que yo: ¿cómo podía ser que un virtuoso de la bolsa tan desenvuelto como él se transformara en un payaso grosero frente a la autoridad del dinero? ¿Y por qué insistía en comportarse como un neandertal con las mujeres? Pero, claro, el dinero y el sexo nos vuelven idiotas a todos. Puede que Bobby hubiera decidido que no le importaba que el mundo viera cuan indefenso estaba en su estupidez, cuando se trataba de aquellos focos de obsesión.

Apagó el móvil bruscamente, estiró los brazos y dijo:

– No tengáis nunca dermatólogos como clientes: para ellos cualquier mínimo movimiento del mercado es un melanoma. En fin, chicos… -dijo, dando un codazo a Gary-, ya has oído que le he prometido a ese imbécil una respuesta en diez…

Gary cogió el walkie-talkie que llevaba en el cinturón y habló:

– Julie, voy a traer al señor Barra. Desea el índice Nasdaq completo en pantalla para cuando lleguemos…, que será dentro de tres minutos. ¿Está claro?

Llegó una voz entrecortada por el walkie-talkie:

– Lo tendrá.

– Guíame -dijo Bobby a Gary, y después se volvió hacia mí para añadir-: Nos veremos más tarde, si todavía te dignas a hablar con alguien tan indigno como yo.

En cuanto se fueron, Meg dijo:

– ¿Quiere que le enseñe su habitación?

– Por mí de acuerdo.

Entramos en la casa. El vestíbulo principal era un pasillo largo y amplio, con paredes blancas y suelos de madera clara. En cuanto entramos, me encontré frente a una de las obras claves del arte abstracto estadounidense del siglo xx: un lienzo arrebatador de ecuaciones matemáticas situadas en medio de una superficie gris de brillantes texturas.

– ¿Conoce la pintura? -pregunté a Meg.

– No, el arte no es lo mío. ¿Es famosa?

– Mucho. Se titula Campo universal y es de Mark Tobey. Lo pintó justo después de la guerra, en el momento álgido de la paranoia sobre la bomba atómica, y por eso parece una enigmática fórmula física. Es asombroso, un hito de la pintura, como un Pollock a pequeña escala, pero con mucho más control estilístico.

– Si usted lo dice.

– Lo siento, me he entusiasmado.

– Eh, me ha impresionado. Si le gusta el arte, debería visitar la que llamamos Sala Grande.