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Cinco horas después, cuando empezábamos a descender sobre Antigua, ya había terminado la revisión del guión. Eché un vistazo a los cambios, complacido en general con la nueva estructura narrativa, más compacta, los diálogos más ágiles… aunque también sabía que, en cuanto leyera la versión corregida, inmediatamente querría hacer más cambios. Y si Philip Fleck realmente decidía rodarla, sin duda me pediría que escribiera un borrador completamente nuevo, que nos llevaría a un segundo borrador, una corrección, un tercer borrador, otra corrección, la aparición de un revisor, su borrador, su corrección, después un tercer guionista que daría un empujón a la acción, después un cuarto guionista para suavizar algunos puntos de la trama, y entonces Fleck decidiría de repente cambiar la acción de Chicago a Nicaragua, y convertir todo el asunto en un musical sobre la Revolución sandinista, repleto de guerrilleros cantantes…

Como todos los que escriben para la gran pantalla, se esperaría de mí que me adaptara a ese proceso de desmembramiento. Porque aquello no era el mundo libre de la televisión por cable, donde uno podía jugar a ser autor y no tenía que bajarse demasiado los pantalones. Era el cine, donde el director se consideraba Dios y el guionista estaba relegado al estatus de pieza de recambio: una mercancía totalmente prescindible, que podía sustituirse por una docena de otras manos a sueldo. Los guionistas de Hollywood eran como los conejos: podías cargarte a centenares de ellos y aparecían muchos más, desesperados por trabajar, por tener su oportunidad, por triunfar. Al menos, en mi caso, tendría el consuelo de embolsarme un buen cheque.

– Ha vuelto la puta Greta Garbo -dijo Bobby cuando entré en la cabina delantera-: Recuérdame que no vuelva a viajar contigo.

– Eh, el trabajo es el trabajo y Fleck tendrá un nuevo borrador del guión para leer. Además, me ha parecido que estabas bastante ocupado. ¿Estabas amenazando a uno de tus socios?

– Sólo era un tipo que me jodio un pequeño negocio.

– Recuérdame que no me ponga nunca en tu contra.

– Eh, que yo a los clientes nunca se la juego, en ningún sentido. -Me dedicó una de sus sonrisas-. A menos, claro, que el cliente me la juegue a mí. Pero ¿por qué habría de hacerlo?

Le devolví la sonrisa.

– Ya, ¿por qué? -corroboré.

El capitán habló por el interfono para pedirnos que nos abrocháramos los cinturones para el aterrizaje. Miré por la ventana y vi una gran extensión de azul que delimitaba el panorama. Entonces nos inclinamos bruscamente, y el mar dio paso a una ciudad de barracas, docenas de diminutos cubículos mugrientos, que parecían una tirada de dados trucados. Al cabo de un rato, también se desvanecieron, y descendimos rápidamente entre las palmeras, mientras la pista de asfalto nos venía al encuentro, el sol incandescente e implacable.

Rodamos hasta detenernos a mucha distancia del edificio principal de la terminal. Mientras Cheryl abría la puerta y apretaba el botón electrónico que hacía bajar la escalera, nos asaltó una ola de intenso calor tropical. Vi que nos esperaban dos hombres: uno rubio y muy bronceado, vestido con uniforme de piloto, y un policía de Antigua, que llevaba un tampón y un timbre en la mano. En cuanto desembarcamos, el piloto dijo:

– Señor Barra, señor Armitage…, bienvenidos a Antigua. Soy Spencer Bishop, y les llevaré a Saffron Island esta tarde. Pero antes necesitamos los pasaportes para la policía de Antigua. ¿Quieren enseñárselos a este señor, por favor?

Le entregamos los pasaportes al policía de inmigración, que ni siquiera se molestó en mirar las fotografías ni en comprobar si los documentos respectivos eran válidos. Se limitó a poner un timbre con el visado de entrada en la primera página en blanco que encontró; después nos los devolvió. El piloto dio las gracias al policía y le alargó la mano. Mientras el policía la estrechaba, noté que el piloto le pasaba un billete estadounidense. Después el piloto me tocó el hombro y señaló un pequeño helicóptero, aparcado a cien metros del avión.

– Suban a bordo -dijo.

A los pocos minutos, estábamos en nuestros asientos con los cinturones abrochados, hablando por los auriculares, mientras las hélices sonaban con estruendo, el piloto aceleraba, el aeropuerto desaparecía y empezaba el azul otra vez. Miré por la ventana hacia el horizonte aguamarina, deslumbrado por la pureza de su color, por su falta de confines. El helicóptero siguió a través de ese vacío escénico hasta que, de repente, de la nada, surgió un retazo de verde que interrumpió aquella saturación interminable de azul. Al acercarnos, el fragmento se definió visualmente -una isla de unos ochocientos metros de diámetro, salpicada de gruesas palmeras, con casitas de una planta, hechas de troncos, en medio. Pude entrever un puerto grande, donde había algunas barcas amarradas. También había un banco de arena cerca del puerto. Y de repente, debajo de nosotros, vimos un círculo de asfalto, con una gran X en el centro. El piloto maniobró un momento para situarse encima de ella y aterrizó con un ligero pero perceptible tumbo.

Allí también nos esperaban dos funcionarios, un hombre y una mujer, los dos cerca de la treintena, los dos rubios y muy bronceados, y vestidos con el mismo uniforme tropical: pantalones cortos de color caqui, Nikes y calcetines blancos y un polo azul con las palabras Saffron Island discretamente bordadas en cursiva. Parecían monitores de niños exploradores de clase alta. Estaban de pie junto a un Land Rover Discovery azul oscuro, nuevo. Al sonreír, mostraron una dentadura perfecta.

– Bienvenido a Saffron Island, señor Armitage -dijo el hombre.

– Y bienvenido de nuevo, señor Barra -dijo la mujer.

– Bienvenidos vosotros también -dijo Bobby-. ¿Te llamabas Megan, verdad?

– Tiene buena memoria.

– Siempre me acuerdo de las mujeres hermosas.

Levanté los ojos al cielo, pero no dije nada.

– Me llamo Gary -dijo el hombre-. Y como ya ha dicho el señor Barra, ella es Megan.

– Pero puede llamarme Meg.

– Estaremos a su disposición durante su estancia. Todo lo que deseen, todo lo que necesiten, pídannoslo a nosotros.

– ¿A quién le toca quién? -preguntó Bobby.

– Bien -dijo Gary-, como Meg se encargó de usted la última vez, señor Barra, pensamos que la dejaríamos ocuparse del señor Armitage durante su visita.

Miré a Megan y a Gary. Sus sonrisas impertérritas no delataban nada. Bobby apretó los labios. Parecía desilusionado.

– Como queráis -dijo.

– Bien, subamos sus maletas -dijo Gary, moviéndose con rapidez.

– ¿Cuántas maletas ha traído, señor Armitage? -preguntó Megan.

– Sólo una, y llámeme David, por favor.

Mientras los dos monitores cargaban nuestras maletas, Bobby y yo subimos al Land Rover, que ya tenía el motor en marcha, y el aire acondicionado en funcionamiento.

– Déjame adivinar -dije-, le tiraste los tejos a Meg en tu última visita.

Bobby se encogió de hombros.

– Va con el pene, ¿no?

– Parece muy musculosa. ¿Te hizo una llave cuando intentaste tocarle el culo?

– No llegamos a tanto, y preferiría dejarlo.

– Pero, Bobby, me encanta oírte hablar de tus proezas románticas. Son tan conmovedoras.

– Vale, si quieres un consejo, no lo intentes. Porque tienes razón, tiene bíceps de boxeadora.

– ¿Por qué habría de intentarlo, cuando tengo a Sally esperándome en casa?

– Vaya, ya ha hablado el señor Monógamo Virtuoso. El señor Gran Marido y Padre.

– Vete a la mierda -dije.

– Era broma.

– Ya.

– Qué susceptible.

– ¿Fuiste a clases para convertirte en un idiota, o te sale del alma?

– Perdona si he tocado un punto sensible.

– No estoy sensible por…

– ¿Haber dejado a tu mujer y a tu hija? -preguntó con una sonrisa.

– Eres un mierda.

– La fiscalía se retira.

Meg abrió la puerta del pasajero.