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– ¿El periodista de Esquire sigue con vida?

– Apenas…, aunque imagino que la oficina del Bangor Daily News no puede compararse con el embriagador mundo de las revistas de Hearst.

– Si me hubieran hecho esas críticas, me habría hecho piloto kamikaze.

– Ya, pero si tuvieras veinte mil millones en el banco…

– Entendido. Desde luego, seguro que después de toda la mierda que le lanzaron con La última oportunidad, no le quedan ganas de volver a ponerse a dirigir.

– Si hay algo que sé de Phil es esto: puede que sea el señor silencioso, el señor meditabundo, pero no es de los que abandonan, nunca se rinde. Es implacable. Si quiere algo, lo obtiene. Y ahora mismo te quiere a ti.

Sí, aquélla era la razón subyacente, el subtexto, de mi invitación al refugio caribeño de Fleck. Se lo sonsaqué a Bobby en su primera llamada, cuando me había invitado a conocer al gran recluso.

– La cosa está así, chico -dijo Bobby-. Él pasará una semana en ese sitio cerca de Antigua. Se llama Saffron Island, y te lo aseguro, es un paraíso de lujo.

– Déjame adivinar -dije-. Se ha construido su propio Taco Bell en la isla…

– Oye, ¿a qué viene el sarcasmo?

– Es que me gusta tomarte el pelo con tu amigo megarrico.

– Oye, Phil es original de verdad, un inadaptado. Y aunque ahora guarde su intimidad como si fuera un campo de pruebas nucleares, para sus amigos es un tipo normal. Sobre todo si le caes bien.

Y, según Bobby, él le caía bien.

– Porque soy un tipo simpático.

– Sin ofender -dije-, pero sigo sin comprender cómo te introdujiste en su círculo íntimo. A mí ese tipo hace que el difunto señor Kubrick me parezca una persona accesible.

Entonces me contó que «había hecho migas» con Fleck hacía tres años durante la preproducción de su película. Aunque Fleck asumía todos los gastos, quería montar el asunto de modo que se transformara en una enorme evasión fiscal. Uno de los productores asociados había sido cliente de Bobby, y como sabía que era un genio de las finanzas (palabras textuales de Bobby), propuso que Fleck hablara con él. De modo que convocaron a Bobby a chez Fleck en San Francisco. «Una modesta mansión en Russian Hill.» Se midieron con la mirada y charlaron. Bobby trazó un plan según el cual, si Fleck hacía toda la película en Irlanda, al año siguiente podría deducir de la declaración de renta todo el presupuesto de veinte millones de dólares, sin que Hacienda pudiera abrir la boca.

Así que La última oportunidad se rodó en una isla dejada de la mano de Dios de la costa del condado de Clare, y los interiores, en un estudio de Dublin. A pesar de que fue un desastre para todos los implicados, al menos Bobby Barra obtuvo un buen premio: su amistad con Philip Fleck.

– Te lo creas o no, hablamos el mismo idioma. Y sé que respeta mi opinión en asuntos financieros.

¿Lo suficiente para permitirte jugar con su dinero?, quería preguntar yo, pero me mordí la lengua. Porque estaba bastante seguro de que un hombre con los megarrecursos de Philip Fleck probablemente tenía a doce Bobby Barra en nómina. Lo que no lograba comprender era qué veía en un charlatán como Barra un individuo esquivo como Fleck. A menos que, como yo, lo encontrara divertido y le considerara un material en potencia.

– ¿Cómo es su nueva esposa? -pregunté a Bobby.

– ¿Martha? Muy de Nueva Inglaterra. Muy intelectual. Bastante guapa, si te gusta el tipo Emily Dickinson.

– ¿Conoces a Emily Dickinson?

– No salimos nunca juntos, pero…

Tenía que reconocerlo: Bobby era rápido.

– Te diré algo, entre nosotros -dijo-. A nadie le sorprendió que Phil la eligiera. Antes de ella, iba de flor en flor a lo grande, aunque siempre parecía incómodo con la modelo de turno que, aparte de los indispensables requisitos de maciza, tenía problemas al deletrear su propio nombre. A pesar de todo su dinero, nunca ha sido precisamente un imán para las mujeres.

– Pues me alegro de que encontrara a alguien -dije, pensando que, a pesar de sus credenciales de bella de Amherst, aquella tal Martha tenía que ser una cazafortunas.

– En fin, el objetivo de esta invitación es simple -dijo Bobby-. Como ya te he dicho, a Phil le encanta Te vendo, y sencillamente quiere conocerte, y pensó que te gustaría pasar un par de días con tu chica bajo las palmeras de Saffron Island.

– ¿Sally también puede venir?

– Te lo acabo de decir.

– Y es sólo una ocasión para saludarme, nada más.

– Ni más ni menos -dijo Bobby, con una leve nota de duda en la voz-. Por supuesto, es posible que Phil quiera hablarte de trabajo.

– No me importa.

– Y si no te importara leer uno de sus guiones antes de ir…

– Sabía que era una cazada.

– No es una cazada, Dave. Sólo te pide una «lectura de cortesía» de la nueva película que está escribiendo.

– Mira, no soy un revisor de guiones…

– Tonterías. Eso es precisamente lo que haces en todos los episodios de Te vendo que no has escrito tú.

– Sí, pero la diferencia es que se trata de mi serie. Lo siento si te parezco pedante, pero no administro primeros auxilios al trabajo de otros.

– Eres un pedante, pero la cuestión es: nadie te pide que juegues a médicos. Como te he dicho, es una lectura de cortesía, nada más. Seamos claros, el autor en cuestión es el señor Philip Fleck. Y está deseoso de que vueles en su avión privado a su isla privada, donde tendrás una suite privada con tu propia piscina privada, y donde también tendrás tu mayordomo privado y la clase de servicio de seis estrellas que no encontrarás en ninguna otra parte, y a cambio de esa semana de lujo absolutamente sibarítico, sólo te pide que leas su guión, que debo decir que sólo tiene ciento cuatro páginas, porque lo tengo delante de mí, y después de leerlo, sencillamente te sientas con él un rato bajo las palmeras de Saffron Island, y tomando una piña colada, charlas una horita con el octavo hombre más rico de Estados Unidos sobre su guión…

Hizo una pausa para respirar. Y también buscando el efecto dramático.

– Veamos, señor Armitage: ¿es mucho pedir?

– De acuerdo -concedí-. Mándamelo por mensajero.

El guión llegó dos horas después, y para entonces Jennifer había localizado el perfil de Esquire en Internet, y yo estaba verdaderamente intrigado. Había algo irresistible en el personaje paradójico que era Philip Fleck. Tanto dinero y tan poca capacidad creativa. Y, si el periodista de Esquire estaba en lo cierto, una necesidad tan desesperada de demostrar al mundo que era un hombre dotado de auténtico genio creativo. «El dinero no es nada sin reconocimiento», le había dicho al periodista. Pero y si resulta que, con todos tus miles de millones, no tienes un gramo de talento, ¿entonces qué? Creo que una parte insidiosa de mí pensaba que sería divertido pasar unos días observando esa suprema ironía.

Incluso Sally estaba intrigada con la idea de pasar una semana en las cercanías de tan desmesurada riqueza.

– ¿Estás completamente seguro de que esto no es una artimaña montada por Bobby Barra? -preguntó.

– Por mucho que fanfarronee, dudo que Bobby tenga su propio 767, y menos aún una isla en el Caribe. Además, recibí un ejemplar del guión de Fleck, y Jennifer lo comprobó en la Asociación de Autores. Está registrado a nombre de Fleck, o sea que todo parece perfectamente legal.

– ¿Qué tal?

– No lo sé. Lo recibí poco antes de salir.

– Bueno, si vamos a marcharnos el viernes, tendrás que encontrar tiempo para anotar alguna observación seria: al fin y al cabo tendrás que ganarte nuestro alojamiento.

– ¿Entonces, vienes?

– ¿Una semana gratis en una isla idílica de Phil Fleck? Ya lo creo. Además me servirá de tema en las cenas de muchos meses.

– ¿Y si todo resulta ser muy vulgar?

– Seguirá siendo una buena anécdota para contar por ahí.

Aquella noche, cuando el insomnio me obligó a levantarme de la cama a las dos de la madrugada, me senté en el salón y abrí el guión de Fleck. Se llamaba Diversión y juegos. La escena de apertura decía: