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– ¿El multimillonario eremita? El director de cine frustrado. ¿Quién no ha oído hablar de Phil Fleck? Es infame.

– La verdad es que un hombre corriente, como cualquiera. Un hombre con veinte mil millones de dólares…

– Eso sí es ser asquerosamente rico, ¿verdad, Bobby?

– Phil está en el Olimpo de los asquerosamente ricos, y es un buen amigo mío.

– Qué bonito.

– Es un gran admirador tuyo, por cierto.

– ¿Me tomas el pelo?

– «El mejor guionista de la tele», me dijo la semana pasada.

No sabía si tragármelo o no. De modo que dije:

– Dale las gracias de mi parte.

– Crees que me estoy tirando un farol otra vez, ¿verdad?

– Si dices que eres amigo de Phil Fleck, te creo.

– ¿Me crees hasta el punto de extenderme un cheque de cincuenta mil dólares?

– Por supuesto -dije, un poco inseguro.

– Pues hazlo.

– ¿Ahora?

– Sí. Saca la chequera del bolsillo de tu americana…

– ¿Cómo sabes que llevo la chequera encima?

– Según mi experiencia, en cuanto alguien empieza a ganar dinero en serio, sobre todo después de años de vacas flacas, empieza a llevar la chequera encima. Porque de repente podría comprarse un montón de cosas que antes no podía. Y extender un cheque tiene mucha más clase que sacar un pedazo de plástico de color platino…

Sin querer toqué el bolsillo interior de la americana.

– Culpable confeso -dije.

– Pues extiende el cheque.

Saqué la chequera y la pluma. Puse ambas cosas en la mesa y las miré, lleno de dudas. Bobby golpeó la chequera con impaciencia con el dedo índice.

– Venga, Dave -dijo-. Es hora de actuar. Sí, lo sé: son cincuenta mil dólares. Todavía no estás acostumbrado a pensar con tantos ceros. Pero créeme: éste es uno de esos momentos críticos que contribuyen a definir el futuro. Y también sé lo que estás pensando: «¿Puedo confiar en él?». Bueno, no voy a venderme más. Pero te haré una pregunta sencilla: ¿tienes suficiente valor para ser rico?

Cogí la pluma, abrí la chequera y extendí el cheque.

– Así se hace -dijo Bobby.

Pocos días después, llegó la documentación oficial de mi inversión con Roberto Barra y asociados. Pasaron dos meses antes de que volviera a saber nada de él: una llamada del tipo «¿cómo va todo?», en la que me dijo que el mercado no paraba de subir y «todo iba bien». Me prometió llamarme al cabo de dos meses. Y lo hizo, casi exactamente el mismo día que me había prometido. Otra conversación rápida y amable, en la que parecía un poco frenético, pero optimista. Dos meses después, llegó un sobre de Fedex al despacho. Dentro había un cheque del banco pagadero a mi nombre, por la suma de 122.344,82 dólares. Llevaba una nota adjunta:

«Nos fue un poco mejor del cien por cien. A celebrarlo.»

Debía admirar el estilo de Bobby. Después de engatusarme con éxito, había desaparecido completamente hasta que había obtenido resultados. Aturdido por aquellas ganancias asombrosas, reinvertí inmediatamente toda la suma con Bobby; más adelante le añadí doscientos cincuenta mil más fruto del contrato para la segunda temporada de la serie. También empezamos a vernos de vez en cuando. Bobby no estaba casado («soy un mal prisionero», me dijo), pero siempre llevaba del brazo alguna conquista: normalmente una modelo o una aspirante a actriz. Inevitablemente era rubia y dulce y del tipo princesa tonta. Yo solía tomarle el pelo diciéndole que se ajustaba al arquetipo del «nuevo rico».

– Oye, en su día yo no era más que un italiano bajito de la ciudad de los coches. Ahora soy un italiano bajito de la ciudad de los coches con dinero. Así que por supuesto que utilizaré ese hecho para impresionar a las animadoras que solían mirarme como si fuera un mono grasiento.

Después de un par de salidas con Bobby y su conquista del día (parecía gustarle el estilo de pueblerina estupenda del Medio Oeste, con nombre de pila de novela rosa tipo Madison o January), le hice saber amablemente que no me interesaba ligar. Desde entonces restringimos nuestras salidas mensuales de hombres a una cena a deux, durante las cuales yo me acomodaba y dejaba que Bobby me regalara con sus inagotables historias sobre cualquier cosa. Sally no lograba comprender por qué me gustaba. Aunque le parecía bien cómo invertía mi dinero, su único encuentro con Bobby fue poco menos que un desastre social. Como Bobby me había apoyado mucho durante mi ruptura con Lucy, una vez se pasó un poco el polvo de la batalla estaba deseoso de conocer a Sally… sobre todo porque estaba al corriente de la posición de ella en la Fox Television. Tres meses más o menos después de que fuéramos pareja oficial, me propuso cenar en La Petite Porte de West Hollywood. Desde el momento en que nos sentamos, me di cuenta de que Sally lo había clasificado como un arribista. Él intentó encandilarla con su labia habitual, adulándola con cosas como: «Todos los que son alguien saben quién es Sally Birmingham». Intentó hacer gala de sus conocimientos literarios, preguntándole cuál era su novela preferida de Don DeLillo («Ninguna», contestó ella. «La vida es demasiado corta para perder el tiempo con su prosopopeya literaria»). Incluso jugó la carta del «me relaciono con personas de serie A», mencionando que Johnny Depp le había llamado el día anterior desde su casa de París para hablarle de unas acciones. De nuevo, Sally lo puso en su lugar:

– ¿De verdad que Depp sabe poner una conferencia? Estoy impresionada.

Fue un espectáculo enervante ver a Sally deshinchar plácidamente los frenéticos intentos de Bobby de caerle simpático. Pero lo más curioso de aquel trabajo de demolición fue la forma en que Sally mantuvo su aristocrática sonrisa sibilina. Ni una sola vez le dijo: «Eres un engreído». No levantó la voz ni una sola vez. Pero al final de la velada, lo había reducido a la estatura de Toulouse Lautrec, dando a entender, a su modo suave, que le consideraba un medio pelo, un pequeño burgués, y que no merecía perder el tiempo con él.

Cuando regresábamos a casa aquella noche, se volvió hacia mí en el asiento del conductor, me acarició la nuca y dijo:

– Cariño, sabes que te quiero mucho, pero no vuelvas a hacerme pasar por esto.

Un largo silencio. Después le pregunté:

– ¿Tan mal lo has pasado?

– Ya sabes a qué me refiero. Puede que sea un corredor excepcional, pero socialmente es un idiota.

– Yo le encuentro divertido.

– Y entiendo por qué, especialmente si algún día tienes que escribir algo para Scorsese. Pero es un coleccionista de personas, David, y tú eres su objet d'art del mes. No voy a decirte lo que debes hacer; si yo fuera tú dejaría que gestionara mis inversiones y nada más. Es un rufián de tres al cuarto: la clase de liante que por la mañana se rocía con after-shave de Armani, pero sigue apestando a Brut.

Naturalmente pensé que Sally estaba siendo demasiado cruel, demasiado esnob. Pero no dije nada. Como no le dije nada a Bobby, un par de días después de la cena, cuando me llamó a mi oficina para anunciarme que pensaba obtener unos beneficios del 29 % ese año.

– ¡Veintinueve por ciento! -exclamé, asombrado-. Eso parece totalmente ilegal.

– Pues es absolutamente legal.

– Bromeaba -dije, sintiéndolo a la defensiva-. Estoy encantado. Y agradecido. La próxima vez, invito yo.

– ¿Habrá próxima vez? Para Sally soy un impresentable, ¿no?

– No, que yo sepa -mentí.

– Mientes, pero te agradezco el detalle. Créeme, me doy cuenta cuando le caigo bien a alguien, y también cuando me clasifican como chusma.

– La química entre vosotros no funcionó, no le des más vueltas.

– Estás siendo educado. Pero vaya, mientras tú no compartas su opinión…

– ¿Por qué habría de hacerlo? Especialmente cuando me estás consiguiendo un veintinueve por ciento.

Se rió.

– Eso es lo que importa en el fondo, ¿verdad?

– ¿Tú me lo preguntas?

Bobby fue lo bastante sensato para no volver a sacar el tema de la cena desastrosa, aunque siempre que hablaba conmigo me preguntaba por Sally. Y una vez al mes, salíamos a cenar. Porque, en definitiva, el 29 % es el 29 %. Pero también porque me caía bien. Y porque veía que, detrás de la parafernalia de vendedor y las fanfarronadas, sólo era un hombre más con ilusiones, que intentaba dejar su propia huella en un mundo profundamente indiferente. Como el resto de nosotros, llenaba el tiempo con sus propias ambiciones y preocupaciones hiperaceleradas, en un intento de creer que, de alguna forma, lo que todos hacemos durante ese espasmo momentáneo llamado vida vale para algo.