Изменить стиль страницы

– Un samurái de los de antes. Cuando perdió a su señor, tomó votos religiosos. Entró en el monasterio del templo de Enriaku, en el monte Hiei.

El monte Hiei era el pico sagrado cercano a la capital imperial. El templo de Enriaku había sido un poderoso bastión budista de monjes guerreros hasta hacía unos cien años, cuando su influencia política y poderío militar supuso una amenaza para el señor de la guerra Oda Nobunaga, que lo arrasó. Más adelante el templo había sido reconstruido, y las tradiciones no morían de la noche a la mañana.

– Los sacerdotes enseñaron a Ozuno sus antiguos secretos. -La espada de Koemon castigó a la de Sano-. Cuando bajó de la montaña, era un experto en las artes marciales místicas, muy solicitado como maestro.

– Esa historia la han usado infinidad de samuráis que intentan hinchar su reputación o atraer alumnos -replicó Sano-. Si es cierta en el caso de Ozuno, ¿por qué no se ha hecho famoso?

– Es un solitario y odia la publicidad. Y es muy selecto con quien decide adiestrar. Toma un solo discípulo cada vez y lo adiestra durante años. Hace que todos juren no revelar que han estudiado con él ni explicar las técnicas que les enseña.

Ese aura de secretismo cuadraba con lo que Sano sabía sobre el dim-mak y sus practicantes. Cansado de defenderse, se agachó para esquivar la espada de Koemon, que le pasó silbando por encima de la cabeza.

– ¿Dónde puedo encontrar a Ozuno?

– Cuando está en la ciudad, vive en un templo u otro -respondio Koemon-. Tiene amigos que le ofrecen un lugar donde alojarse. No sé si sigue enseñando. Debe de tener noventa años, pero todavía vagabundea por el país cuando le entra la comezón de recorrer mundo.

Mientras Sano reflexionaba sobre la prometedora pista, su atención se alejó de la pelea. La espada de Koemon lo alcanzó de lleno en el estómago. Sano se dobló por la mitad, encogido por el golpe y humillado por la abrupta derrota.

– Mis disculpas -dijo Koemon, arrepentido.

– No hacen falta -respondió Sano-. Ha sido una victoria justa.

Se hicieron sendas reverencias, dejaron las espadas en su sitio y echaron un trago de agua de una vasija de cerámica. Sano le dio las gracias por la información y el ejercicio.

– De nada -dijo Koemon-. Haré correr la voz de que buscáis a Ozuno y os haré llegar cualquier noticia que oiga.

Cuando Sano salió de la escuela, se encontró a sus detectives en un puesto de comidas, tomando té y fideos. Se unió a ellos y, mientras comía, les habló del misterioso sacerdote.

Marume, interesado pero escéptico, se atiborraba la boca de fidéos con sus palillos.

– Aunque el tipo siga en buena forma a los noventa años, no me parece que vaya a tener ninguna conexión con el jefe Ejima y los demás.

– O el caballero Matsudaira -añadió Fukida.

– A lo mejor uno de sus discípulos secretos sí. En cualquier caso, creo que valdrá la pena hablar con él. -Sano se acabó la comida y dejó a un lado el cuenco vacío-. Volveremos al castillo y organizaremos una búsqueda de Ozuno. Y a lo mejor llega alguna nueva de Hirata y el detective Tachibana.

Capítulo 17

Reiko daba vueltas por la habitación de la residencia de su padre donde había interrogado a Yugao dos días antes. Al llegar esa mañana le había pedido al magistrado Ueda que le dejara hablar con la acusada otra vez, y él había mandado unos hombres a la cárcel para recogerla. Era casi mediodía cuando se abrió la puerta. Dos guardias entraron a Yugao. Llevaba grilletes en las manos y la misma ropa sucia. Pareció sorprendida y molesta de encontrarse con Reiko.

– Vos otra vez -masculló-. ¿Qué queréis ahora?

Los guardias la arrodillaron por la fuerza ante la hija del magistrado y luego salieron, cerrando la puerta tras de sí.

– Quiero hablar un poco más -respondió Reiko.

Yugao sacudió la cabeza, obstinada.

– Ya he dicho todo lo que tengo que decir.

La noche en la cárcel de Edo no le había sentado bien. Tenía el cuello comido de picaduras de pulga y los ojos legañosos e hinchados. A Reiko le inspiró tanto animadversión como lástima.

– Tenemos nuevos asuntos que comentar.

Yugao levantó las manos para rascarse las picaduras de pulga y esperó en receloso silencio.

– Ayer hice una visita a tu casa.

Yugao parpadeó asombrada.

– ¿Fuisteis al poblado hinin? -Enderezó la espalda y miró a Reiko fijamente-. ¿Para qué?

– No quisiste contarme lo que pasó la noche en que tu familia fue asesinada -explicó Reiko-, de modo que tuve que descubrirlo por mi cuenta. Hablé con el jefe y con tus vecinos.

Yugao sacudió la cabeza, presa de una ostensible confusión. Se frotó las manos y juntó las rodillas de manera espasmódica. Reiko pensó que a lo mejor se había convencido de que su voluntad de ayudar era sincera. Tal vez Yugao empezaba a otorgarle el margen de confianza necesario para hablar.

– El jefe me contó por qué tu padre era hinin.

Un repentino arranque de ira afeó las facciones de Yugao.

– ¡Metisteis las narices en mis asuntos! Vosotros los samuráis hacéis lo que os viene en gana sin que os importe la intimidad de nadie. ¡Os odio a todos!

El estallido desilusionó a Reiko, porque la conversación no iba por donde ella quería. Sin embargo, continuó:

– Que un hombre cometa incesto con su hija es no sólo un crimen, sino también una traición al amor que ella le tiene. ¿Te lo hizo tu padre esa noche?

– No pienso hablar de mi padre -respondió Yugao con amarga indignación.

– Entonces hablemos de tu madre y tu hermana. ¿Ellas también te hicieron daño de alguna manera? -Una nueva teoría cobró forma en la cabeza de Reiko-. ¿Fueron crueles contigo porque te culpaban de tener que vivir como parias?

– Tampoco pienso hablar de ellas.

Mientras Reiko controlaba su exasperación, vio un posible motivo por el que Yugao se negaba a hablar. Quizá se avergonzaba tanto de su sórdida vida que prefería morir a revelarla. Quizá se culpaba y quería que la castigaran aunque no hubiera matado a su familia. Como la ley trataba a las personas como culpables de las transgresiones de sus parientes y asociados, era lógico que ellas creyeran que en realidad lo eran.

– Deberías recapacitar -le aconsejó-. Si apuñalaste a tu padre mientras él te violaba, es diferente de un asesinato. Si tu madre y tu hermana te agredieron porque te estabas protegiendo, tenías derecho a defenderte de ellas. Matar en defensa propia no es un delito. No te castigarán. El magistrado te pondrá en libertad.

Cualquier otro acusado de un crimen habría aprovechado sin vacilar esa explicación como una oportunidad de salvar la vida. Sin embargo, Yugao apartó la cara y dijo con voz fría y recalcitrante:

– Eso no es lo que pasó.

– Entonces cuéntame qué fue.

– Apuñalé a mi padre hasta matarlo. Luego apuñalé a mi madre y mi hermana. Los asesiné. No estoy obligada a decir por qué.

Reiko visualizó de nuevo la escena de los asesinatos. Vio a Yugao blandiendo el cuchillo, oyó los gritos, olió la sangre. Sin embargo, su imaginación sumada a la confesión de Yugao no equivalía necesariamente a la verdad.

– Escucha, Yugao -le dijo-. Mi padre forzó la ley al aplazar el veredicto en tu juicio. Me he ganado muchos quebraderos de cabeza por ayudarte. -Hasta se había arriesgado a poner a Sano en peligro-. Eso te obliga a contarme la verdad.

Un despreció burlón abrió los labios de la acusada.

– Nunca os pedí que me salvarais. Estoy dispuesta a aceptar mi castigo. Así que marchaos antes de que os escupa otra vez.

Reiko dio unas zancadas por la habitación para desahogar su impaciencia. Empezaba a apreciar los beneficios de la tortura. Un poco de cobre fundido vertido sobre Yugao desde luego habría mejorado sus modales además de romper su silencio.

– No pienso marcharme hasta que me convenzas de que eres culpable -le dijo mientras daba vueltas a su alrededor-. Y si de verdad es eso lo que quieres, tendrás que esforzarte más, sobre todo a la luz de lo demás que descubrí ayer.