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El detective Marume levantó la cortina de la entrada y llamó:

– ¡Hola! ¿Hay alguien?

Salió un samurái. Era un hombre canoso de rasgos finos y definidos, con un aire de dignidad puesto en entredicho por el rubor de sus mejillas, resultado de un exceso de bebida. Saludó a Sano con cortesía y dijo:

– Soy el teniente Oda, asesor principal del coronel Ibe. Debéis de haber recibido el mensaje que os envié.

– Sí -confirmó Sano-. Gracias por avisarme con tanta prontitud. -El y sus camaradas entraron en el vestíbulo, donde esperaba el vigilante. Se oían murmullos dentro del edificio-. ¿Dónde está el coronel Ibe?

– Os lo enseñaré.

El teniente los condujo por un pasillo. A la izquierda había dos habitaciones. En una había un grupo de samuráis; en la otra, un grupo de mujeres, vestidas con vistosos quimonos y maquilladas con carmín y polvo blanco de arroz, formaba corro con un puñado de hombres y mujeres mayores, seguramente el dueño y las criadas del burdel. Sano detectó resignación e impaciencia en algunas caras, temor en otras.

– He retenido a todo aquel que se encontraba en la casa cuando ha muerto el coronel Ibe y no he dejado entrar a nadie más -explicó el teniente Oda.

– Agradezco vuestra cooperación -dijo Sano. Oda descorrió una puerta del otro lado del pasillo. Sano entró en un salón. El suelo estaba cubierto de cojines, instrumentos musicales, decantadores de sake y vasos. Bandejas laqueadas contenían platos a medio comer que sugerían un banquete interrumpido. El coronel Ibe estaba de rodillas, con la parte superior del cuerpo caída sobre una bandeja. Sano, Hirata y sus detectives contemplaron el cuerpo. El coronel Ibe pasaba de los cincuenta años, como revelaba su moño veteado de gris. Sano lo había conocido unos meses atrás, en una reunión, pero en ese momento le resultó casi irreconocible. Tenía el cuello torcido de lado y los ojos abiertos pero vidriosos; en su cara de luna había una congelada expresión de sorpresa. Se le veía comida masticada en la boca abierta. Su cuerpo recio estaba desnudo a excepción de una bata a rayas rojas y doradas que llevaba ceñida a la cintura, con el torso a la vista.

– Menuda juerga. -El detective Marume recogió del suelo un taparrabos de hombre y el quimono interior blanco de una mujer. Había más ropa desperdigada.

– Lo que es una suerte para nosotros -dijo Sano, consciente de que Oda los escuchaba desde la puerta y satisfecho de que sus hombres no tuvieran que examinar el cadáver quebrantando la ley-. Aquí mismo tenemos la marca del dim-mak. Señaló la espalda del coronel. Se apreciaba un leve cardenal con forma de huella dactilar, entre dos vértebras. El teniente Oda se acercó y contempló desolado la contusión. -¿Entonces lo han matado del mismo modo que al jefe de la metsuke?

– Por desgracia, sí -respondió Sano.

– Luego es verdad. Existe alguien que posee el poder de matar con un simple roce. -Asombrado, el teniente echó un vistazo alrededor, como si temiera por su propia seguridad-. ¿Quién puede ser?

– Eso es lo que debo averiguar -dijo Sano. Después de cinco asesinatos, su misión era más urgente que nunca: otro hombre había muerto porque él no había atrapado al asesino. Hundido por la sensación de responsabilidad fallida, ocultó sus emociones tras una expresión impasible. El olor de la muerte se entremezclaba con el aroma del vino y la comida rancia. Sano sintió la presencia del mal, aunque el asesino se hallara muy lejos en el espacio y el tiempo. Fue a la puerta exterior y la abrió de par en par, para que entrara el aire fresco del jardín, y luego se volvió hacia Oda-. Necesito vuestra ayuda.

– Por supuesto. -Daba la impresión de que el impacto había devuelto la sobriedad de golpe al teniente; el rubor de sus mejillas había palidecido.

– Decidme quién ha tenido contacto con el coronel Ibe en estos últimos dos días.

– Sé de algunas personas, pero no todas… Yo no lo acompañaba a todas partes -dijo Oda-, pero sus guardaespaldas sí. Están en la habitación del otro lado del pasillo. ¿Los llamo?

Sano asintió y el teniente hizo pasar a dos jóvenes samuráis al salón. Recitaron una larga lista de parientes, colegas y subordinados que se habían cruzado con el coronel Ibe durante ese periodo. Cuando terminaron, Sano e Hirata sacudieron la cabeza: por lo que recordaban, ninguna de las personas mencionadas coincidía con las que habían tenido contacto con las anteriores víctimas.

Sano se dirigió a los guardaespaldas:

– ¿Perdisteis de vista en algún momento al coronel Ibe?

Los hombres se miraron, avergonzados de haber descuidado la vigilancia y de que ese descuido pudiera haber propiciado la muerte de su señor. Uno farfulló:

– Fue sólo un momento.

– Anoche, en el Sanja Matsuri -aclaró el otro-. Lo perdimos entre la multitud.

Sano les dio las gracias a ellos y al teniente Oda por su información, les autorizó a llevarse a casa el cuerpo de su señor y les dijo que permitieran que el burdel reabriera sus puertas. Él, Hirata y sus hombres avanzaron por la calle hacia la entrada del barrio.

– Ese festival convierte el templo de Asakusa en una olla de grillos -dijo Hirata-. Parece el sitio ideal para que el asesino haya acechado al coronel Ibe hasta asestarle el toque de la muerte.

– Sin que nadie se enterara -añadió Sano.

Hizo un alto ante la puerta, se volvió y miró calle abajo por Nakanocho. Vio a los guardaespaldas transportando el cadáver amortajado del coronel Ibe en una camilla. Mientras la gente se congregaba para curiosear, oyó el zumbido de las conversaciones emocionadas y vio que el gentío de la calle se agrupaba en corros, para comentar la noticia. Las cortesanas apretaban la cara contra los barrotes de sus escaparates y los juerguistas salían en tropel de los salones de té, ansiosos por enterarse del motivo de la conmoción.

– ¿Creéis que fue el capitán Nakai? -preguntó Hirata.

– Tenemos que descubrir dónde estuvo anoche. Y más nos vale regresar al castillo e informar de este último asesinato al caballero Matsudaira. -Sintió un repentino temor al imaginarse cómo reaccionaría el primo del sogún.

Capítulo 19

Aquel salón de té era el decimocuarto que visitaba Reiko desde que saliera del Tribunal de Justicia.

Ya había buscado a la antigua amiga de Yugao en los demás establecimientos cercanos al Teatro de los Cien Días, pero ninguno de los clientes, propietarios o criados conocía a Tama. Tras extender su búsqueda a los barrios colindantes, Reiko bajó de su palanquín delante de ese salón de té, ubicado en una calle de casas de vecindad sobre tiendas de verduras y fruta en conserva. Era casi idéntico a todos los que había visto. Una cortina colgaba de los aleros hasta media altura de la fachada abierta. Una camarera se recostaba, mirando al suelo y aburrida, contra un pilar al borde del suelo elevado de tablones. La sala que tenía detrás estaba vacía a excepción del propietario, un hombre de mediana edad acuclillado junto a su vasija de sake, sus jarras y vasos. La mujer avistó a los guardias de Reiko y se le iluminaron las facciones.

– Hola -saludó al teniente Asukai. Ya no era joven, pero tenía formas voluptuosas. Sus ojos refulgieron ante la perspectiva de compañía masculina y generosas propinas-. ¿Puedo serviros algo de beber a vos y vuestros amigos?

– Gracias -dijo Asukai-. Por cierto, mi señora tiene unas preguntas que hacer.

Curiosa pero desconfiada, la camarera miró a Reiko.

– Como deseéis.

El propietario sirvió sake y Reiko le dijo a la doncella:

– Busco a una mujer llamada Tama. Trabaja en un salón de té de por aquí. ¿La conoces?

– Oh, sí -respondió la camarera-. Antes trabajábamos juntas, aquí. Su padre era el dueño de este local. Reiko se animó.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarla? La mujer sacudió la cabeza.