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– Lo siento. Hace, a ver… dos años que no la veo. Ella y su familia se fueron del barrio. No sé dónde se mudaron. Su padre vendió el salón de té. -Le hizo una seña con la mano al propietario, que estaba sentado con los guardias de Reiko, dándoles educada conversación-. Oye, ¿qué fue de Tama?

Él sacudió la cabeza para indicar que no lo sabía. Decepcionada, Reiko siguió probando.

– ¿Conociste a una chica llamada Yugao? Era amiga de Tama.

– No… -La camarera recapacitó-. Ah, sí, había una chica que venía a veces de visita. -Sin embargo, cuando Reiko le preguntó por el carácter y la familia de Yugao, no supo darle ninguna información-. Y bien, ¿a qué tantas preguntas? ¿Tama ha hecho algo malo?

– No que yo sepa -dijo Reiko-, pero tengo que encontrarla. -Tama parecía su única oportunidad de revelar hechos que arrojasen luz sobre los asesinatos-. ¿Dónde vivía?

La camarera le dio las señas de una casa situada a cierta distancia, y luego dijo:

– A lo mejor puedo enterarme de qué ha sido de ella. Puedo preguntar por ahí, si lo deseáis. -Hizo tintinear el dinero que llevaba en a bolsita bajo la faja, insinuando que una propina nunca estaba más. Reiko le entregó una moneda de plata.

– Si encuentras a Tama, manda recado a la dama Reiko en el Tribunal de Justicia del magistrado Ueda, y te pagaré el doble.

Subió al palanquín y pidió a los porteadores que la llevaran a la casa donde había vivido Tama. El tiempo disponible hasta la hora límite de su padre volaba, y Reiko tenía la acuciante sensación de que debía descubrir la verdad sobre los crímenes antes de que ejecutaran a Yugao o habría terribles consecuencias.

Un pasillo tan oscuro y húmedo como un túnel subterráneo comunicaba las celdas de la cárcel de Edo. Por él avanzaba penosamente un carcelero con una torre de bandejas de madera con comida. Se paraba para deslizar una por el hueco debajo de cada puerta cerrada. Los cautivos celebraban la llegada del rancho con gritos escandalosos.

Dentro de una celda, ocho mujeres se abalanzaron sobre la comida como gatas hambrientas. Lucharon entre empujones, arañazos y chillidos por el arroz, las verduras en vinagre y el pescado seco. Yugao se las ingenió para agarrar una bola de arroz. Huyó a comer en un rincón de la celda, que sólo contaba con diez pasos de lado y la luz que entraba por un pequeño ventanuco con barrotes cerca del techo. El resto de mujeres se arrodillaron para engullir su comida. El pelo les colgaba desgreñado por encima de la cara; se chupaban los dedos y se los limpiaban con sus sayos de arpillera. Yugao mascó el arroz apelmazado y duro. Maldijo que unos pocos días en la cárcel la hubieran reducido, junto a las demás reclusas, a la condición de animales salvajes. Sin embargo, se recordó que ella había elegido ese destino. Formaba parte de su plan. Debía aguantar y aguantaría.

Cuando acabó de comer, estiró el brazo hacia la jarra de agua, pero Sachiko, una ladrona a la espera de juicio, se le adelantó. Era una adolescente fea y dura que se había criado en las calles de Edo y había vivido con una pandilla de hampones antes de su arresto. Bebió de la jarra y luego clavó una mirada beligerante en Yugao.

– ¿Qué pasa? -dijo-. ¿Tienes sed?

– Dámela. -Yugao trató de aferrar la jarra.

Sachiko la apartó fuera de su alcance y sonrió.

– Si lo pides por favor, a lo mejor te doy un poco.

El resto de las mujeres observaban expectantes. Todas le daban coba a Sachiko porque le tenían miedo. Yugao las despreciaba por su debilidad y odiaba a la matona. No pensaba doblar la cerviz ante ella.

– No me incordies -dijo con tono pausado y amenazante-. Soy una asesina. He matado a tres personas. Dame el agua o te mataré a ti también.

Un repentino temor borró la sonrisa arrogante de Sachiko. Yugao sabía que su crimen, el más grave de todos, le confería un estatus especial en la cárcel. Las otras la tenían por loca y, en consecuencia, peligrosa. Desde que la habían encerrado con ellas, Sachiko andaba buscando pelea, y si quería conservar su posición como cabecilla de esa celda no podía consentir que Yugao la intimidara.

– Te debes de creer mejor que las demás -dijo Sachiko-. He oído decir a los guardias que el magistrado aplazó tu sentencia y que te sacaron ayer porque quería hablar contigo otra vez. ¿Para qué? ¿Hizo que se la chuparas?

Hizo una pantomima de felación y rompió a reír; las otras mujeres la imitaron obedientes.

– No debiste de hacerlo lo bastante bien, o te hubiera soltado en vez de mandarte de vuelta.

Yugao ardía de rabia, pero sabía que Sachiko le tenía envidia, y con motivo. Ella, a diferencia de esas otras criaturas lamentables, tenía una oportunidad de evitar el castigo. Le bastaría con inventarse una historia de que algún otro había asesinado a su familia. Aquella mema de la dama Reiko la creería y le diría al magistrado que la soltase. Sin embargo, Yugao no pensaba rectificar su confesión y negociar por su vida. La tuvieran por culpable o no, ella quería que le atribuyeran el crimen. Era su regalo a la persona que más le importaba en el mundo. ¡Cómo los odiaba por intentar embaucarla para que hablase de más y lo traicionara! Los odiaba por retrasar su condena a muerte y prolongar su estancia en ese infierno. El rencor hacia ellos avivó su furia hacia Sachiko.

– Cierra tu bocaza -le espetó- o te la cerraré yo. Ahora dame el agua.

– Si tanto la quieres, toma -replicó Sachiko con desdén.

Le lanzó a Yugao el contenido de la jarra. El agua le salpicó la cara y le empapó la ropa. Sintió una cólera homicida. Se abalanzó sobre Sachiko y ambas cayeron al suelo. Yugao le propinó puñetazos y le lanzó arañazos a los ojos. Sachiko le daba golpes en la cabeza y le tiraba del pelo. Todas las presas gritaban:

– ¡Dale, Sachiko! ¡Enséñale quién manda!

Sachiko era más grande que Yugao y sabía pelear. No tardó en estar encima de su rival. Contra el suelo, Yugao se revolvió y lanzó golpes a ciegas, pero Sachiko le cerró las manos en torno a la garganta. Yugao tosió y jadeó mientras el apretón le iba cortando la respiración. Sin embargo, sintió un abrumador impulso de no morir allí, en una estúpida pelea carcelaria, sino mantenerse con vida y recibir su condena a muerte en el campo de ejecución. Encontró a tientas la pesada jarra de cerámica. La agarró y la estrelló contra la cara de Sachiko, que aulló y cayó hacia atrás con la nariz ensangrentada. Yugao se le echó encima y empezó a golpearla en la cabeza con la jarra.

– ¡Para! -gritó Sachiko, sollozando de dolor y terror-. ¡Ya basta! ¡Tú ganas!

Sin embargo, Yugao se sentía poseída por una desenfrenada violencia. Siguió golpeando a Sachiko sin piedad.

– ¡Quitádmela de encima! -chilló la ladrona.

En lugar de eso, las otras mujeres aporrearon la puerta y gritaron:

– ¡Socorro! ¡Socorro!

Arrastrada por su locura, Yugao apenas oyó cómo el carcelero abría la puerta y gritaba:

– ¡¿Qué pasa aquí?!

De repente la celda estaba llena de hombres. La apartaron bruscamente de Sachiko, mientras ella gritaba y se revolvía. La ladrona se quedó tendida gimiendo y las demás mujeres se acurrucaron en un rincón. Los guardias sacaron a rastras de la celda a Yugao.

– Te enseñaremos a comportarte -le espetó el carcelero.

Él y los guardias la pusieron a cuatro patas en el pasillo a base de empujones. Yugao se debatió, pero la tenían bien sujeta. Le subieron el sayo y un hombre se arrodilló detrás de ella, que dio una sacudida cuando notó su miembro erecto tanteándole entre las nalgas. El guardia la penetró de golpe. Ella cerró los ojos y apretó los dientes para aguantar la agonía. Uno tras otro, los hombres fueron violándola. Con las mejillas anegadas en lágrimas, Yugao se dijo que aquello no era nada comparado con la deshonra y los padecimientos que él había sufrido. Tenía que soportarlo por él, igual que, llegado el momento, moriría por él.