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Tenía la angustiosa premonición de que el asesino golpearía de nuevo a menos que trabajaran rápido.

– Marume, Fukida y yo iremos a la caza de expertos en artes marciales. Conozco un buen sitio por donde empezar.

Sano y los detectives atravesaron a caballo las puertas de un vecindario situado en el extremo del distrito comercial de Nihonbashi. El centinela los saludó por su nombre. El distrito estaba poblado por fámilias de sangre samurái que habían perdido su condición por culpa de la guerra u otras desgracias, se habían mezclado con plebeyos y se habían pasado al comercio. Sano abrió la marcha por el familiar trayecto que cruzaba el puente de un canal jalonado de sauces. Siempre que pasaba por allí le parecía haber recorrido una gran distancia. Por la calle de tiendas modestas, casas y puestos de comida la gente le sonreía y hacía reverencias. Recibir esas muestras de respeto allí siempre le hacía sentir como un impostor. Varios de los mayores del lugar lo habían reñido de pequeño por hacer travesuras. Pasó por delante de niños que jugaban y reían. ¿De verdad habían pasado treinta años desde que él fuera uno de ellos?

Desmontó en una estrecha calle. Las vallas cerraban los patios de atrás de los negocios y las dependencias privadas de los propietarios. Se abrió una puerta por la que salieron dos mujeres cargadas con cestas. Una rondaba los cincuenta años, era canosa y llevaba un sencillo quimono gris; la otra era mayor y tenía el pelo blanco. Sano se les acercó mientras sus hombres esperaban. -Hola, madre -dijo.

La mujer del quimono gris alzó la vista hacia él, sorprendida. -¡Ichiro! -Una afectuosa sonrisa le animó el rostro arrugado. Sano saludó a la doncella y compañera de su madre, que llevaba trabajando para su familia desde antes de que naciera él: -Hola, Hana-san.

Acababan de salir de la casa en que Sano había crecido. Su padre se había convertido en ronin cuando el tercer sogún Tokugawa había confiscado las tierras de su señor, el caballero Kii, cuarenta años atrás y echado al clan de Sano y los demás vasallos para que se buscaran la vida por su cuenta. Antes de su muerte, hacía seis años, el padre de Sano había abordado a un contacto de la familia, reclamado un favor y obtenido para su hijo único un puesto de comandante de policía. Una extraordinaria concatenación de acontecimientos había conducido a Sano de allí a su presente situación.

– Me alegro de verte -dijo su madre-. Hace más de dos meses que no pasas por casa.

– Lo sé -reconoció Sano, sintiéndose culpable por haber desatendido su deber de hijo.

Al convertirse en sosakan-sama del sogún tras una breve temporada en el cuerpo de policía, se había mudado al castillo de Edo y se la había llevado consigo. Sin embargo, el cambio de aires la había alterado tanto que Sano se había visto obligado a trasladarla de vuelta a la casa donde había pasado casi toda su vida. Desde entonces vivía satisfecha allí, de la generosa pensión que él le hacía llegar.

– ¿Cómo están mi nieto y mi honorable nuera? -Su madre adoraba a Masahiro, pero Reiko la intimidaba y se mostraba tímida ante ella. Cuando Sano le aseguró que estaban bien, explicó-: Hana y yo íbamos de camino al mercado, pero podemos ir más tarde. Entra y come algo. -Gracias, pero no puedo quedarme.

Ella reparó en los hombres que esperaban a grupas de sus caballos calle abajo.

– Ah. Estás ocupado. No quiero entretenerte.

Se despidieron y Sano caminó hasta la esquina. Allí se alzaba la Academia de Artes Marciales Sano, que ocupaba un edificio de madera largo y bajo, con la cubierta de tejas marrones y ventanas con barrotes. Como muchos ronin, el padre de Sano se había quedado sin oficio ni beneficio, sólo con su habilidad en las artes marciales, había fundado la academia y había ganado a trancas y barrancas sustento para él y su familia. Durante la juventud de Sano, el local había carecido del prestigio suficiente para atraer a samuráis de los escalafones superiores. Sin embargo, en ese momento vio que entraba por la puerta un grupo de muchachos y jóvenes que llevaban los emblemas de los Tokugawa y los grandes clanes de daimios. Su nombre, su elevada posición y el hecho de que hubiera adquirido allí su afamada pericia en el combate habían consolidado la reputación de la escuela. Era ya uno de los lugares más solicitados para adiestrarse en Edo.

Sano entró en el local. Dentro de la sala de prácticas, los estudiantes vestidos con amplios pantalones y chaquetas de algodón se entrenaban unos con otros. Entre una cacofonía de entrechocar de espadas de madera, pisotones y gritos de batalla, los maestros gritaban sus instrucciones. El sensei, Aoki Koemon, se dirigió presuroso hacia Sano.

– Saludos -dijo con una sonrisa de bienvenida.

Era un samurái bajo, fornido y jovial, cercano a los treinta y seis años de Sano. Se habían criado juntos, y en su momento Koemon había sido aprendiz del padre de Sano, que le había dejado la escuela. Sano en ocasiones envidiaba a su amigo y compañero de juegos de la infancia la sencilla vida que hubiera sido suya de no haber sido por las ambiciones que su padre tuvo para él.

Koemon retiró de un armero de la pared dos espadas de madera.

– Hace una eternidad que no os presentáis para una sesión de práctica. ¿Venís a compensar el tiempo perdido?

– La verdad es que vengo buscando a alguien -dijo Sano.

La escuela era un centro de chismorreos del mundo de las artes marciales, y una fuente de noticias que con frecuencia había sondeado. Sin embargo, cuando Koemon le lanzó una espada, la agarró. Se colocaron frente a frente, con las espadas derechas. Hacía más de un mes que Sano no libraba un combate, y la sensación de empuñar la espada resultaba placentera.

– ¿De quién se trata? -preguntó Koemon mientras se movían en círculo y la clase proseguía a su lado.

– Un experto en artes marciales que sabe aplicar el toque de la muerte.

Koemon acometió trazando una rápida curva con su espada. Sano esquivó y evitó por los pelos un golpetazo en la cadera.

– Con el debido respeto, vuestros reflejos son más lentos de lo que eran -observó Koemon-. No conozco a nadie que practique el dim-mak.

Retomaron su andar en círculos.

– Bueno, pues existe. -Sano lanzó una serie de mandobles que Koemon detuvo con facilidad, mientras le explicaba los asesinatos-. Y está en Edo.

– Es asombroso -dijo Koemon, y atacó a Sano con una lluvia de golpes rápidos y feroces que lo acorralaron contra la pared.

Ya sin aliento por el esfuerzo, Sano contraatacó, ganó espacio para maniobrar y rodeó a Koemon con un movimiento rápido. Cuando volvieron a encararse le caían gotas de sudor por la frente. De repente la espada se le antojaba pesada en las manos, que le dolían allá donde sus callos se habían ablandado.

– ¿Has oído hablar de algún maestro de artes marciales recién llegado a la ciudad? -A lo mejor el asesino se contaba entre los ronin que vagaban por Japón, librando duelos, dando lecciones y reuniendo discípulos. Habían surgido legiones de ellos tras la batalla de Sekigahara, hacía casi un siglo, en la que el primer sogún Tokugawa Ieyasu, había derrotado a los señores de la guerra rivales cuyos ejércitos después se habían desbandado, pero su número había ido menguando con el paso de las décadas.

– No últimamente -contestó Koemon.

– Podría tratarse de alguien que haya estado aquí toda la vida. -Sano se inclinaba por esa teoría-. A lo mejor el asesino es un enemigo de las víctimas, o del caballero Matsudaira, que ha ocultado hasta ahora su conocimiento secreto del dim-mak. -Sano cargó y lanzó un tajo.

Koemon se apartó de un salto, pero la espada le rozó la manga.

– Bien, estáis entrando en calor -dijo. Una idea le alteró la expresión-. Acabo de recordar una cosa. ¿Conocéis al sacerdote Ozuno?

– El nombre no me suena -dijo Sano mientras lidiaban-. ¿Quién es?