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Él y Reiko siguieron al niño al jardín, donde los grillos cantaban en el oscuro paisaje de árboles, rocas, estanque y linternas de piedra. El pequeño se alejó correteando en pos de las luciérnagas que centelleaban por encima de la hierba. La fragancia de los jazmines aromaba el aire.

– Qué agradable y pacífico es esto, comparado con otros lugares del mundo. Somos muy afortunados de vivir aquí -musitó Reiko, antes de preguntarle-: ¿Cómo ha ido tu investigación?

Él le contó que había interrogado a la familia y los subordinados del jefe Ejima, y a otras personas que tuvieron contacto con él.

– Acabo de hablar con sus informadores. Como todos los demás, tuvieron la oportunidad de matarlo. Como todos los demás, niegan que lo hicieran. Y tengo motivos para creerlos.

– ¿Carecían de móvil o de medios?

– Las dos cosas. -Reiko se le antojaba demasiado interesada en un caso en el que ella no participaba-. Los informadores son funcionarios de poca monta que estaban descontentos y pretendían arruinara a sus superiores contándole historias sobre ellos a Ejima. Él estaba de su parte. También les pagaba con generosidad. Además, no me han parecido expertos en artes marciales. Son del tipo de samuráis que llevan las espadas como un adorno y nunca pelean.

– Ese capitán Nakai parece el culpable más plausible -comentó Reiko.

Sano asintió.

– Estoy esperando a oír los resultados del seguimiento del detective Tachibana. -Sacudió la cabeza-. Casi desearía poder poner a todos los sospechosos bajo vigilancia.

– Puedes poner a tu disposición tantos hombres como necesites -le recordó Reiko.

– No hay suficientes para hacer un buen trabajo. No hay suficientes que me parezcan de confianza y punto. -Sano estaba aprendiendo las limitaciones de su poder-. Además, es posible que a Ejima y el resto de las víctimas las matara alguien cuyo nombre todavía no ha salido a la superficie.

Masahiro corrió hacia el estanque. Reiko le advirtió:

– ¡No te caigas al agua!

– ¿Cómo ha ido tu investigación? -preguntó Sano.

Ella se tensó; su jovial animación se desvaneció.

– Bueno… He ido al escenario del crimen. Me temo que han surgido pequeños contratiempos. -Le contó a regañadientes cómo los habían asaltado unos bandidos.

Sano se dio cuenta de que había temido contárselo. Lo inquietó constatar que no había sido tan discreta en sus indagaciones como él hubiera querido.

– Lo siento -dijo Reiko, contrita-. Te ruego me perdones.

– No es culpa tuya -aseveró Sano con sinceridad-. Y me preocupa más tu seguridad que mi posición. Será mejor que no vuelvas al poblado hinin. Si lo haces, es posible que el jefe no se presente para rescatarte otra vez.

Reiko asintió.

– Creo que allí ya he descubierto todo lo que podía. -Vaciló, antes de confesar-: Después he ido al Teatro de los Cien Días del que fue propietario el padre de Yugao.

Mientras le describía lo que había averiguado, Sano se horrorizó aún más al descubrir que sus pesquisas habían crecido a lo ancho en geografía y a lo alto en el escalafón social. ¿Seguirían en secreto mucho más? Aun así, no podía criticarla por hacer lo mismo que habría hecho él en su lugar.

– Ahora que tienes sospechosos alternativos además de indicios contra Yugao -dijo-, ¿qué piensas hacer?

– He descubierto que el ex socio de su padre y sus dos ronin se encontraban en una timba de cartas la noche de los asesinatos. Eso puede exculparlos o no. No he podido encontrar a la amiga de Yugao. Pero antes de probar otra vez, voy a hacerle otra visita a Yugao. A lo mejor, cuando vea lo que he descubierto, accede a contarme la verdad.

A lo mejor eso ponía punto final a la investigación. Sano dijo:

– Espero que logres llevar al asesino ante la justicia, con independencia de quién sea.

Reiko sonrió, aliviada al ver que no estaba enfadado. -¿Qué hay de tu investigación?

– Voy a poner a prueba una nueva teoría. He estado examinando la vida de las víctimas en busca de sospechosos que pudieran conocer el dim-mak. Pero ¿y si las víctimas no conocían a su asesino? Podría haber sido un extraño al que se encontraron por la calle. En ese caso, su nombre no constaría en sus registros de citas.

Y podría tratarse de alguien muy alejado del castillo de Edo y el distrito administrativo.

– Será muy trabajoso reconstruir todos los movimientos que hicieron esos hombres e identificar a todo el mundo que los tuvo al alcance de la mano. Sin embargo, a menos que tengamos un golpe de suerte muy pronto, más nos vale poner manos a la obra. Y buscaré específicamente a hombres que conozcan el dim-mak.

Masahiro se acercó corriendo a Reiko y le tiró de la mano.

– Yo hambre. ¡Comer!

– ¿Cenarás con nosotros? -preguntó Reiko a Sano.

Este no se hallaba en condiciones de perder ese tiempo, pero hacía una eternidad que no comía con su familia.

– Sí, pero más tarde. Tengo algo que hacer en mi despacho.

Tenía que enterarse de lo sucedido en su ausencia y ocuparse de cualquier asunto urgente. También esperaba que Matsudaira lo llamara para pedir cuentas de los avances de su investigación. Su carga de trabajo se había centuplicado desde que empezara. El presente caso lo había rejuvenecido, pero empezaban a flaquearle las fuerzas.

Mientras los tres entraban en la mansión, Sano miró hacia atrás. Las estrellas del cielo negro centelleaban, tan luminosas como las luciérnagas, por encima de los tejados. La noche ocultaba a sus ojos el palacio de la cima de la colina. Todo estaba en calma, pero le pareció oír el eco de los tambores de guerra. El olor a pólvora se mezclaba con los aromas florales.

– Por lo menos no ha habido un nuevo asesinato -dijo.

Con el avance de la noche, la luna fue creciendo, blanca, redonda y luminosa. Los vigilantes nocturnos montaban guardia delante de los almacenes, mientras jinetes de caballería patrullaban las calles, que se vaciaban con rapidez. En las casas, una fuerte ráfaga de viento que recorrió la ciudad apagó las linternas de golpe. Los centinelas atrancaron las puertas de todos los barrios; el aullido de los perros callejeros resonaba en el silencio creciente. La ciudad dormitaba. La oscuridad se extendía por los montes y arrozales de las afueras.

Sin embargo, río arriba, el distrito del templo de Asakusa estaba encendido de luces. Coloridas linternas pendían de los aleros de los templos, los santuarios y los tejados de los puestos del mercado. Una gran muchedumbre se congregaba para celebrar el Sanja Matsuri, la festividad que honraba la fundación del templo hacía mil años. Un caudal de gente entraba en el pabellón principal a rezar por una buena cosecha, mientras fuera otros ejecutaban antiguas danzas sagradas. Los ancianos del distrito desfilaban a través del gentío bullicioso y borracho que abarrotaba el recinto. Otros impulsaban carros que transportaban enormes tambores y gongs, a los que golpeaban para producir un ensordecedor y retumbante sonido. Los sacerdotes encabezaban altares ambulantes, cada uno decorado con repicantes campanas de metal, ornamentos dorados y cordones de seda púrpura, y rematado por un fénix de oro. Cada santuario iba sobre unos recios travesaños de madera que cargaban a hombros unos cien jóvenes ataviados con taparrabos y cintas en la cabeza. Los costaleros cantaban con voces sonoras y roncas mientras avanzaban trabajosamente bajo el peso de su voluminosa carga. El tronco desnudo les brillaba de sudor. Una muchedumbre entusiasmada envolvía y seguía los altares móviles. Los mendigos deambulaban con sus cuencos en la mano, implorando a los ricos, conmovidos hasta la generosidad por el ambiente festivo.

Un solo mendigo entre aquella legión no hacía esfuerzo alguno por conseguir limosna. Su cuenco estaba vacío, su garganta callada. Ataviado con un quimono hecho jirones y un sombrero de mimbre que le ocultaba la cara, se desentendía de los festejantes. Sus pies, calzados en sandalias de paja deshilacliadas, trazaban un rumbo recto a través de la multitud, en pos de un grupo de samuráis que avanzaban diez pasos por delante.