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– Soy Kanai Juzaemon, el jefe de esta aldea. -Toda la sociedad estaba reglamentada y cada vecindario tenía su representante designado, y la colonia hinin no iba a ser menos. Sus dos nombres identificaban a Kanai como miembro de la clase guerrera-. ¿Quiénes sois vosotros?

El teniente Asukai musitó a Reiko:

– A lo mejor nos convendría más decir la verdad.

Reiko no veía muchas alternativas.

– Soy la hija del magistrado -dijo. Al menos podía ocultar su relación con el chambelán Sano-. Me llamo Reiko. Estamos aquí porque mi padre me ha pedido que investigue la muerte de la familia de una mujer llamada Yugao.

El jefe del poblado la miró como si lo sorprendiera el hecho de que hubiera hablado en persona, además de sus palabras. Indicó a los parias que bajaran las armas; ellos obedecieron. Mientras Reiko se preguntaba cómo se habría convertido un samurái en su cabecilla, él preguntó:

– ¿No será vuestro padre el magistrado Ueda?

– Sí -respondió Reiko, con cautela porque le había notado desconfianza en la voz.

– El magistrado Ueda me degradó a la condición de hinin. Hizo lo mismo con muchos de los que se encuentran aquí.

Un hostil eco de confirmación recorrió a los presentes. Reiko lamentó haber mencionado a su padre, cuyo nombre tenía pocos visos de granjearle simpatías entre los parias. Sus guardias se aprestaron para recibir un ataque.

– Pero la palabra del magistrado es la ley -añadió Kanai con pesadumbre fatalista-. Supongo que eso significa que tenemos que satisfacer los deseos de su hija. -Hizo una seña con su lanza a la muchedumbre-. Id a ocuparos de vuestros asuntos.

Los rufianes y los curiosos se dispersaron enfurruñados. Reiko sintió alivio y sus guardias respiraron mientras envainaban las espadas.

– ¿Qué quiere exactamente? -preguntó Kanai al teniente Asukai, en referencia a Reiko.

– Tendrás que preguntárselo a ella.

Kanai parecía cada vez más anonadado por la inusual circunstancia de que la hija de un magistrado investigara un crimen. Volvió su mirada intrigada hacia ella.

– En primer lugar me gustaría ver el lugar donde se perpetraron los asesinatos -dijo ésta.

– Como gustéis. -El jefe se encogió de hombros, perplejo pero resignado-. Pero será mejor que os acompañe. Supongo que os ha quedado claro que aquí no sois especialmente bien recibida.

Abrió la marcha hacia el interior de la colonia. Dos guardias precedían a Reiko y los demás; los camaradas del jefe cubrían la retaguardia. Mientras serpenteaban entre las tiendas, sus ocupantes los contemplaban con hosca curiosidad. Algunos seguían a la comitiva, que al poco contaba con un largo séquito. Ahí quedaba la investigación discreta; sólo le cabía esperar que no llegaran noticias de sus andanzas a nadie en posición de perjudicar a Sano.

El suelo estaba duro y allanado a pisotones, con la superficie enfangada y resbaladiza por el agua derramada por las mujeres que lavaban la ropa o limpiaban pescado. El infecto hedor a residuos y aguas fecales estancadas la mareaba. Era evidente que allí nadie recogía las inmundicias por la noche. Las hogueras quemaban la basura que no había llegado al vertedero; tampoco había basureros en la aldea. Reiko notó que la mugre le humedecía los calcetines y el vuelo de la capa. ¿Cómo podía soportar aquella gente vivir en esa miseria?

Llegaron a las casuchas. Cada minúscula estructura era una mezcla de tablones saqueados de edificios incendiados y obras de construcción, apenas lo bastante alto para que un hombre cupiera dentro de pie. Las ventanas eran agujeros cubiertos de papel sucio; los tejados, apaños de juncos o tejas agrietadas y rotas. Se oían broncas; un bebé berreaba. Reiko se agachó para evitar las prendas raídas que colgaban de los hilos tendidos entre chozas. Ella y sus escoltas tuvieron que apretujarse para sortear a los hombres que jugaban a las cartas en los angostos pasajes. Pasaron por encima de un borracho que yacía inconsciente. En una casucha, un hombre soltaba monedas una a una en la mano de una mujer desaliñada.

Allí florecían los vicios.

El humo enturbiaba el ambiente como un perpetuo crepúsculo. El hedor estaba concentrado, como si el aire exterior no corriese. El hecho de que su padre hubiera condenado a personas a esa vida la hacía sentir incómoda, aunque se merecieran el castigo.

– Aquí es -dijo Kanai, deteniéndose ante una choza. Dos rasgos la distinguían de las demás: un cobertizo adosado a un lado y unos puñados de sal esparcidos en el umbral, para purificar el lugar donde se había producido una muerte-. No hay mucho que ver, pero mirad tanto como deseéis. -Retiró la ajada tela añil colgada sobre la entrada.

Bajo la atenta mirada de los parias, Reiko pasó al interior. Las dos ventanas dejaban pasar una luz nebulosa. El olor dulzón y repulsivo a sangre y carne en descomposición contaminaba el aire. A Reiko se le cerró la garganta y la náusea le atenazó el estómago. Vio manchas en el suelo donde habían fregado la sangre y las visceras, no antes de que calaran en la tierra batida. La casita tenía una sola habitación, más el hueco formado por el cobertizo; el espacio entero era más pequeño que el dormitorio de Reiko. A duras penas podía creer que allí hubieran vivido cuatro personas. Estaba vacío salvo por un hogar de cerámica en una esquina.

Kanai habló desde la puerta:

– Los vecinos saquearon todo lo que no era demasiado pesado: platos, ropa, sábanas… La gente de aquí es tan pobre que no le importa robar a los muertos.

Reiko vio que allí no encontraría ninguna prueba. Sin embargo, aunque notaba que empezaba a impregnarla la contaminación de la muerte y estaba ansiosa por respirar aire puro, se quedó con la esperanza de descubrir alguna pista sobre el crimen. En una pared había muescas irregulares hendidas con un cuchillo. Contó treinta y ocho, tal vez puntuaciones de partidas de cartas. Sintió el rastro de las emociones: ira, terror, desesperación.

– Disculpad mi curiosidad -dijo Kanai-, pero ¿por qué os ha enviado a vos el magistrado para investigar los crímenes?

– Poseo experiencia en estos menesteres. -Reiko evitó mencionar su trabajo para Sano.

El jefe del poblado arrugó la frente en gesto de incredulidad; de ordinario las mujeres no investigaban crímenes. Luego se encogió de hombros y no insistió en ese punto.

– ¿Pero no está resuelto ya el caso? Yugao ha sido arrestada.

– Tanto el magistrado como yo tenemos dudas sobre si fue ella la que mató a su familia.

– Bueno, pues yo no -afirmó Kanai-. Yugao es culpable.

– ¿Por qué lo dices?

– Yo estuve aquí esa noche. Yo descubrí los asesinatos. Yo atrapé a Yugao.

Reiko pensaba buscar a la primera persona que había llegado al escenario del crimen; la suerte le había ahorrado el trabajo.

– Cuéntame lo que pasó.

La expresión de Kanai dejó claro que no entendía por qué no se limitaba a aceptar su palabra y dejaba de husmear en los asuntos de los hinin, pero una vez más se encogió de hombros.

– Mis ayudantes y yo estábamos de ronda por el poblado. Una vigilancia constante es el único modo de mantener el orden. -Reiko apreció su dicción de clase alta-. Oímos gritos procedentes de esta zona.

Reiko los imaginó a él y sus hombres cruzando la colonia con antorchas en la mano, mientras ardían las hogueras y los residentes reñían en la noche; oyó gritos de mujeres.

– Para cuando llegamos a esta casa, los gritos habían cesado. El hombre estaba tirado aquí. -Señaló una mancha de sangre en el suelo-. Creo que murió el primero. Estaba en la cama. Su mujer yacía allí, y su hija pequeña allí. -Reiko siguió su dedo indicador hasta dos puntos más, al otro lado de la habitación, donde el suelo presentaba manchas moradas-. Las habían perseguido. Podéis ver las huellas ensangrentadas.

Reiko vio también salpicaduras de sangre en las paredes de tablones y tuvo la visión de dos mujeres aterrorizadas corriendo mientras las acosaban a cuchilladas.