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Jozan adoptó una expresión vacilante; era evidente que no quería acusar a destacados funcionarios.

– No que yo sepa.

– Quiero los informes de la metsuke sobre cualquiera que haya sido ejecutado, degradado, desterrado o perjudicado de cualquier otro modo a resultas de indagaciones de Ejima desde que lo nombraron jefe. Deseo verlos en mi oficina hoy.

Jozan titubeó; la metsuke aborrecía entregar documentos confidenciales, compartir secretos y menoscabar su poder único. Sin embargo, no podía rechazar una orden del segundo del sogún.

– Muy bien.

Además, Sano lo consideraba lo bastante listo para saber que él era un sospechoso y le convenía sembrar sospechas en otras partes. Preveía mucho trabajo tedioso investigando a las personas que habían tenido algún contacto con Ejima o un motivo de queja contra él. Por suerte, gran parte podía delegarlo.

– Debo llevarme prestado vuestros registros -le dijo a Jozan, que asintió. Al echarle un segundo vistazo, reconoció muchos nombres. Uno le llamó la atención: el capitán Nakai, un soldado del Ejército Tokugawa. Nakai había combatido por el caballero Matsudaira durante la guerra de las facciones. Sano recordaba que era una estrella de las artes marciales que se había distinguido al matar a cuarenta y ocho soldados enemigos. Y había tenido una cita privada con Ejima.

En la calle, después de dar las gracias a Jozan y la dama Ejima por su cooperación, Sano dio instrucciones a sus detectives:

– Los funcionarios presentes en el banquete viven todos aquí en Hibiya o dentro del castillo. Me pasaré a verlos y luego iré a la sede de la metsuke para hablar con los subordinados de Ejima. Marume-san y Fukida-san, vosotros vendréis conmigo. Entretanto… -Le pasó el libro de registro a otro ayudante, un joven samurái llamado Tachibana, también ex detective-. Tú y los demás reunid a todos estos que tuvieron citas privadas con Ejima y mandadlos a mi residencia. -Otra ventaja de ser chambelán era que casi todo el mundo estaba obligado a acudir de inmediato a su llamado. Se guardaría a los informadores para más tarde-. Dad prioridad al capitán Nakai.

– Sí, honorable chambelán -dijo Tachibana, ansioso por demostrar su valía.

Al partir a caballo con Marume y Fukida, Sano se sintió entusiasmado de comprobar que la investigación avanzaba. A lo mejor podría resolver el caso y aplacar al caballero Matsudaira y la oposición antes de que estallara la guerra. Sin embargo, se preguntó con resquemor si Hirata aguantaría lo bastante para investigar los asesinatos anteriores.

También se preguntó qué estaría haciendo Reiko.

Capítulo 10

El poblado hinin donde habían vivido Yugao y su familia era un suburbio que infestaba la orilla del río Kanda, al noroeste del castillo de Edo. Tiendas de campaña hechas de telas raídas y postes de bambú, habitadas por los recién llegados, rodeaban una aldea de casuchas construidas con sobras de madera. Un yermo ocupado por un enorme vertedero separaba el poblado de un barrio de tiendas y casas venidas a menos situado en la periferia de Edo. Una comitiva formada por cuatro samuráis, un palanquín y sus porteadores se detuvo cerca del vertedero.

Reiko bajó de la silla de manos. Mientras echaba un vistazo alrededor arrugó la nariz ante el hedor de los montones de basura, donde zumbaban enjambres de moscas y rebuscaban niños, ratas y perros callejeros. Con todo, sentía un hormigueo de curiosidad. Había visto poblados de hinin pero nunca había estado en uno; las buenas costumbres mantenían a las damas de su clase alejadas de ellos con el mismo rigor con que la ley separaba a los parias del resto de la sociedad. Ansiosa por explorar el lugar y descubrir en él todo lo posible sobre Yugao y los asesinatos, arrancó a caminar por el descampado embarrado y cubierto de malas hierbas en dirección al poblado. Se envolvió con su sencilla capa de algodón gris. Llevaba sandalias de paja en lugar de los habituales zuecos de madera laqueada. Se había recogido el pelo en un sencillo moño sin ornamentos y había reducido su maquillaje a un mínimo de polvos y carmín. Sus guardias llevaban espada y cota de armadura, pero ningún emblema que identificara quién era su señor. Reiko pretendía que su misión fuera todo lo encubierta posible, para mantener la promesa hecha a Sano.

A medida que se acercaba al poblado le llegaron de las tiendas estentóreas carcajadas y discusiones. Varios parias, en su mayoría hombres, ganduleaban alrededor de las hogueras donde pescados medio podridos chisporroteaban en grasa rancia. Cinco de ellos se apresuraron a salir al paso del grupo. Llevaban raídos quimonos cortos y calzas, con mazas y puñales al cinto. Tenían el pelo desgreñado, la piel incrustada de mugre y cara de pocos amigos.

– ¿Qué queréis? -preguntó uno a los guardias de Reiko. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes, la marca de los mafiosos. El y sus compañeros bloqueaban el camino.

– Saludos -dijo con educación el jefe de la escolta. Era el teniente Asukai, un curtido joven samurái que de ordinario hubiera ordenado a aquellos rufianes que se hicieran a un lado y los hubiera dispersado por la fuerza en caso de necesidad. Pero Reiko les había ordenado a él y los demás que fueran discretos-. La mujer de mi señor desea hablar con unas personas de aquí.

El tatuado lo miró con mala cara.

– Claro, y yo soy su excelencia el sogún. Vosotros los samuráis venís aquí para cebaros en nosotros los hinin. Creéis que podéis matarnos sólo porque la ley no lo prohíbe. -Reiko pensó que aquello debía de ser un problema habitual para los parias-. Pues bien, hoy no toca. -Él y sus hombres desenfundaron sus puñales. De las tiendas salieron otros descastados blandiendo porras y lanzas-. Largaos.

– Esperad. -El capitán Asukai alzó las manos en ademán tranquilizador mientras sus hombres se apiñaban en torno a Reiko para protegerla-. No buscamos problemas. Sólo queremos hablar. -Su tono era calmo; aunque él y sus camaradas eran guerreros adiestrados y expertos y los parias sólo matones sin formación, éstos los superaban en número.

Reiko sintió una punzada de temor. Se había visto envuelta en combates con anterioridad, y no quería repetir la experiencia.

– He dicho que os larguéis. -El cabecilla tatuado hablaba con el descaro de quien está enfadado con el mundo y no tiene gran cosa que perder-. Marchaos, o moriréis.

Los demás parias se hicieron eco de esas palabras con rugidos de entusiasmo. No esperaron a ver si Reiko y sus guardias partían, sino que los rodearon en el acto. Los filos apuntaron hacia Reiko; las mazas se elevaron prestas para golpear; unas caras ávidas de pelea contemplaron a los guardias. Se oyó un chirrido metálico cuando los escoltas desenvainaron sus espadas. Acudió gente corriendo del vertedero y el poblado para mirar. Reiko estaba consternada; apenas había empezado su investigación y ya se había metido en líos.

De repente tronó una autoritaria voz masculina:

– ¿Qué pasa aquí?

Los parias se volvieron hacia el poblado. Abrieron un poco su círculo y Reiko vio que un hombre avanzaba hacia ellos con paso firme, seguido por otros dos. De unos cuarenta años de edad, tenía las facciones hoscas pero bellas, ensombrecidas por una barba incipiente; llevaba una lanza en alto. Su quimono, pantalones y sobreveste presentaban el mismo aspecto astroso que la ropa de los demás descastados, pero eran de seda. Llevaba el pelo peinado en un pulcro moño sobre la coronilla. Tenía el porte noble de un samurái, aunque no iba tonsurado ni llevaba espadas. Sus hombres se parecían al resto de los parias; eran plebeyos a todas luces. Se detuvo y paseó su mirada oscura por la multitud.

– Sólo intentamos librarnos de estos intrusos antes de que hagan daño a alguien -explicó el rufián tatuado.

El hombre inspeccionó a la comitiva de Reiko con recelo.