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– Por supuesto. Mil disculpas por mis malos modales -dijo el hijo, mientras le hacía una reverencia-. Me llamo Ejima Jozan.

La dama Ejima hizo otra reverencia. Observaba a Sano con ojos negros chispeantes de recelo.

– Pasad, por favor. -Perplejo en apariencia por esa visita del brazo derecho del sogún, Jozan retrocedió al interior de la habitación para dejar paso a Sano y sus hombres.

Las persianas de la sala estaban cerradas. El ataúd de madera oblongo y sellado descansaba sobre una tarima. Los incensarios humeantes decoraban una mesa que también contenía un jarrón de ramas de anís chino, ofrendas de comida y una espada para ahuyentar a los malos espíritus. Jozan y la dama Ejima habían estado riñendo por la mansión del difunto mientras velaban su cadáver, como aves carroñeras disputándose la comida.

– Mis condolencias por vuestra pérdida -dijo Sano.

Jozan le dio las gracias. Habló la dama Ejima:

– ¿Puedo ofreceros un refrigerio?

Su trato era más llano de lo normal para una mujer de alto rango. Sano recordaba haber oído que Ejima se había casado con una cortesana del barrio del placer de Yoshiwara. Tras rechazar el ofrecimiento con educación, dijo:

– ¿Hay algún miembro más de la familia en casa aparte de vosotros dos?

– No -respondió Jozan-. Los demás viven lejos de Edo.

– Lamento decir que traigo malas noticias -anunció Sano-. La muerte de Ejima-san fue un asesinato.

La dama Ejima emitió un gritito de sorpresa.

– Pero yo pensaba que había muerto en un accidente durante una carrera de caballos.

Jozan sacudió la cabeza, aturdido.

– ¿Qué pasó?

– Lo mataron con un toque de la muerte. Al parecer alguien ha usado contra vuestro padre esa antigua técnica de artes marciales. -Sano observó a la viuda y el hijo adoptado. El bello rostro de la dama adquirió una expresión fija e inescrutable. Jozan parpadeaba. Se preguntó si estaban alterados o pensaban en cómo los afectaría el asesinato.

– ¿Quién fue? -preguntó Jozan-. ¿Quién mató a mi padre?

– Eso todavía está por esclarecer. Estoy investigando el asesinato de Ejima-san y necesito vuestra cooperación.

– Estoy a vuestra disposición. -Jozan hizo un aspaviento, como si se alegrara de ofrecer a Sano todo lo que pidiera.

– También yo haré lo que esté en mi mano para ayudar a encontrar al asesino de mi marido -dijo la dama.

Al hijo se le demudaron las facciones. Apartó la cara y la escondió detrás de la manga.

– Disculpadme, por favor -dijo con la voz ahogada por un sollozo-. La muerte de mi pobre padre ya ha sido todo un golpe, ¡pero ahora esto! Es una tragedia espantosa.

Su madrastra le agarró el brazo y se lo apartó de la cara de un tirón.

– ¡Serás hipócrita! ¿Qué más te da a ti cómo muriera, mientras heredes su dinero?

– ¡Cállate! ¡No me toques! -Jozan la apartó de un empujón y se volvió hacia Sano, horrorizado de que el chambelán de Japón oyera semejante acusación-. Os ruego que no le hagáis caso. Está histérica.

Sano observó que los ojos de Jozan estaban limpios de lágrimas y negros de ira contra la dama Ejima.

– ¡Mi amado, mi queridísimo marido, que ya no volverá! -aulló ella-. Cuánto lo quería. ¿Cómo voy a vivir sin él?

Jozan la miró con aborrecimiento.

– Tú eres la hipócrita. Fingías amar a mi padre, pero sólo te casaste con él por su rango y su riqueza.

– ¡Eso no es verdad! -gritó la dama Ejima-. Siempre tuviste celos porque me interpuse entre él y tú. ¡Ahora intentas calumniarme!

Sano reflexionó sobre que muchas veces el culpable de un asesinato se encontraba dentro de la familia de la víctima. Parecía inverosímil que Jozan o la dama Ejima conocieran la técnica del dim-mak, pero un caso anterior -un asesinato en la capital imperial- le había enseñado que la destreza en artes marciales no siempre se presentaba en personas de aspecto previsible.

– Ya me he hartado de ti -dijo Jozan, perdida la paciencia-. Sal de la habitación.

– Aquí tú no das las órdenes -bufó la dama Ejima-. Me quedo. Cualquier asunto relacionado con mi marido me incumbe.

– A decir verdad, quiero que os quedéis los dos -terció Sano.

La dama Ejima dedicó a Jozan una sonrisa de suficiencia. Él resopló en un siseo, le lanzó una mirada que prometía que se arrepentiría más tarde y se volvió, abochornado, hacia Sano.

– Mil disculpas por nuestro deshonroso comportamiento -se excusó-. No pretendíamos ofenderos. ¿Cómo podemos ayudaros?

– Necesito saber quién habló con Ejima y todos los lugares en que estuvo durante los dos últimos días. ¿Podéis reconstruir sus movimientos para mí?

– Sí -respondió Jozan-. Yo le hacía de secretario. Le organizaba los compromisos.

– Empecemos por las horas previas a la carrera de caballos.

– Mi padre y yo desayunamos juntos y luego trabajamos con informes y correspondencia en su despacho, aquí en casa.

– ¿Cómo pasó la noche anterior?

Respondió la dama Ejima:

– Estuvo conmigo. En nuestro dormitorio.

– ¿Toda la noche?

– Bueno, no. Llegó a casa muy tarde.

– Asistió a un banquete en la residencia del primer consejero judicial -aclaró Jozan.

Sano vio que el panorama de la investigación se ampliaba más allá de la familia de Ejima y el público de la carrera de caballos.

– ¿Y antes de eso?

– Pasamos el día en el cuartel general de la metsuke. -Se trataba de un complejo de oficinas en el palacio-. Mi padre tuvo reuniones con subordinados y citas con visitantes.

Las subsiguientes preguntas revelaron que Ejima había pasado la noche previa con su esposa y la velada en otro banquete.

– Por la tarde bajamos a la ciudad para que mi padre pudiera encontrarse con algunos informadores -prosiguió Jozan-. Sería impropio que acudieran aquí o al cuartel general.

Sano entendía por qué deseaban mantener en secreto su labor de informadores: se trataba de subalternos del bakufu contratados para delatar a sus superiores, quienes los castigarían con dureza por espiar.

– ¿Dónde tuvieron lugar esos encuentros?

– En seis salones de té de Nihonbashi.

El asunto crecía ya para abarcar más territorio todavía y un sinfín de potenciales sospechosos.

– Necesito las señas de esos salones de té. También los nombres de todo aquel con el que se vio Ejima.

– Desde luego.

Jozan fue por su libro de registro. Sano echó un vistazo superficial a los pulcros caracteres de las entradas. Jozan había recogido los nombres de los quince invitados del banquete, los veinte que habían tenido reuniones o citas con su padre y el de sus informadores.

– ¿Visteis si alguna de estas personas tocaba a vuestro padre aquí? -Sano se dio un golpecito con el dedo en el punto de la cabeza donde le había salido el cardenal a Ejima.

– No. Pero no lo estuve mirando todo el rato. Supongo que podrían haberlo hecho. Además, esas citas fueron privadas. -Jozan señaló los nombres de tres personas que Ejima había visto en el cuartel general de la metsuke y los de todos los informadores-. Habló con ellos a solas, mientras yo esperaba fuera del despacho y los salones de té.

– ¿Quién más, aparte de los que constan en este libro, estuvo cerca de vuestro padre en los últimos dos días? -preguntó Sano.

A Jozan lo arredraba ostensiblemente la idea de intentar hacer memoria.

– Su personal. Criados y guardias, aquí y en palacio. La gente de los salones de té.

“Y la muchedumbre de las calles de la ciudad”, pensó Sano.

– Poned por escrito todos los que podáis recordar. Mandadme la lista.

– Desde luego -dijo Jozan, descorazonado pero solícito.

Sano se dirigió a la dama Ejima:

– ¿Se os ocurre alguien más que pudiera haber tocado a vuestro marido? -Ella sacudió la cabeza. A Sano no se le escapaba que la viuda y Jozan habían pasado tiempo a solas con Ejima y disfrutado de las mejores oportunidades para tocarlo. Dirigió la siguiente pregunta a los dos-. ¿Alguna de las personas con las que se vio Ejima tenía algún motivo para quererlo muerto?