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Así pues, Sano se encontró con un dilema. Si cedía porque amaba a Reiko, quería verla feliz y era fiel a sus principios, pondría en peligro su posición, y pobres de ellos si algo salía mal. No se había quitado de encima la amenaza de la muerte desde que se uniera al bakufu, pero en ese momento tenía cosas que temer incluso peores. Dirigió la vista hacia la habitación donde dormía Masahiro. A medida que su hijo crecía, Sano iba cobrando mayor conciencia de su papel como padre y de lo mucho que el destino del niño dependía de él. Al hijo de un funcionario deshonrado lo esperaba un futuro poco halagüeño.

Aun así, si le prohibía a Reiko seguir adelante, estaría dando la espalda a su honor y demostrándose un cobarde. Atrapado entre la espada y la pared, prefirió errar por el lado del honor, como siempre había hecho.

– No te lo prohibiré -dijo-. Sigue con ello si te empeñas. Pero ten cuidado. Intenta no llamar la atención ni hacer nada que pueda perjudicarnos.

Reiko sonrió.

– Eso haré. Te prometo ser discreta. Gracias.

Sano la vio alegrarse de obtener su permiso, que no su bendición; también constató que su decisión no la había sorprendido. De algún modo lo había arrastrado a una posición en que le era imposible prohibírselo sin salir malparado. Sintió una renuente pero cariñosa admiración por su inteligencia. Desde luego Reiko sabía manejarlo mejor que él a ella. Sin embargo, la conversación le había demostrado que necesitaba a alguien que lo ayudara a mantenerse fiel a sus ideales, y se alegraba de contar con Reiko.

– ¿Por dónde te propones empezar? -preguntó.

– He pensado examinar el lugar de los crímenes y luego hablar con la gente que conocía a la familia. A lo mejor encuentro alguna prueba que demuestre que es inocente o culpable.

– Parece una buena manera de abordarlo. -Sano esperaba no llegar a lamentar su decisión.

– ¿Cuál será el siguiente paso de tu investigación? -Reiko centelleaba de animación, como siempre que tenía en perspectiva una aventura.

– Necesito reconstruir el asesinato del jefe Ejima. Tu investigación lleva ventaja a la mía. Por lo menos tú tienes una sospechosa principal y sabes dónde ocurrió el asesinato. Mi primera tarea es encontrar el auténtico escenario del crimen, donde Ejima recibió el toque de la muerte. A lo mejor entonces puedo descubrir quién lo hizo.

Capítulo 9

Sano se levantó a la mañana siguiente antes de que el sol remontara las colinas del este y los guardias nocturnos acabaran su turno en el castillo. Tomó un rápido desayuno en su despacho mientras su personal le resumía las novedades de los despachos de las provincias. La antesala estaba ya abarrotada de funcionarios, pero ese día no podía permitir que la rutina cotidiana le robara todo su tiempo; no podía remover papeles cuando un asesino andaba suelto y el equilibrio del poder dependía de él.

Mandó retirarse a su personal y le dijo a su principal asesor:

– Salgo.

– Hay gente esperando para veros, honorable chambelán -le recordó su subalterno. Era un hombre inteligente, capaz y honesto llamado Kozawa, de aspecto erudito y trato deferente-. Y aquí tenéis más correo para leer y responder. -Señaló un cofre abierto lleno de pergaminos que se había materializado junto al escritorio de Sano.

No habría mejor momento que ése para empezar de cero. Sano respiró hondo y dijo:

– Ordénalo todo y a todos. Reserva los asuntos importantes para mí. Encárgate tú de los secundarios.

– Sí, honorable chambelán -respondió Kozawa, aceptando las instrucciones con total naturalidad.

– Quiero que se me informe, directamente y en el acto, de cualquier caso de muerte repentina entre los funcionarios del bakufu -añadió Sano. Si se producía otro asesinato como parte de un complot contra el caballero Matsudaira, quería enterarse lo antes posible-. Que nadie toque el cuerpo. Que nadie entre o salga del lugar de la muerte antes de que llegue yo.

– Como deseéis, honorable chambelán. ¿Dónde puedo localizaros si surge la necesidad?

– Estaré un rato en la mansión del jefe Ejima. Después de eso, no lo sé.

Cuando salió de su despacho, los detectives Marume y Fukida y el resto de sus ayudantes lo siguieron. Combatió la sensación de que acababa de soltar las riendas y se avecinaba un desastre, resolviera o no el caso.

La residencia del jefe Ejima en el distrito administrativo de Hibiya era grande e imponente, como correspondía a su elevado rango. Una mansión de dos pisos rodeada por un alto muro eclipsaba las casas colindantes; la entrada tenía un doble portalón y dos niveles de tejado. Cuando Sano llegó con su comitiva, un extraño vacío rodeaba la casa. Funcionarios, oficinistas y soldados atestaban las calles del barrio, pero las de delante de la residencia de Ejima estaban desiertas, como si todos rehuyeran el lugar donde el señor yacía muerto hacía poco, para evitar la contaminación y los malos espíritus. Sano y sus hombres hicieron alto ante la puerta, que los criados estaban adornando con colgaduras de luto. Las telas negras ondeaban con la brisa; el humo del incienso funerario mancillaba el radiante día primaveral.

El detective Marume se dirigió a los dos guardias de la garita:

– El honorable chambelán desea hablar con la familia de vuestro señor. Llevadnos ante ella.

Una ventaja que Sano disfrutaba como chambelán era que su cargo inspiraba un respeto inmediato y una obediencia ciega. Los guardias llamaron a unos criados que acompañaron a Sano, Marume, Fukida y el resto al interior de la casa. Dejaron los zapatos y las espadas en el recibidor y luego atravesaron un pasillo, que olía al humo del incienso que surgía de la sala de recepciones. Al acercarse a ella, Sano oyó voces dentro. A través de un tabique de celosía y papel distinguió el resplandor de las linternas y las sombras borrosas de dos figuras humanas.

– No tienes ningún derecho sobre su casa -dijo una voz de hombre, alzada por la ira.

– Vaya si lo tengo -replicó una estridente voz femenina en tono desafiante-. Era su mujer.

– ¡Su mujer! -La voz del hombre rezumó desdén-. No eres más que una puta que se aprovechó de un hombre solo.

La mujer soltó una chillona carcajada.

– No soy la única que se aprovechó de mi marido. Tú no eres sino un pariente pobre al que adoptó como hijo. No lo habría hecho nunca si no le hubieses dado coba para echarle mano a su dinero.

– Sea por lo que sea, soy su hijo y heredero legal. Ahora yo controlo su fortuna.

– Pero me prometió una parte a mí -replicó la mujer, con su furia teñida ya de desesperación.

– Qué pena que nunca escribiera su promesa en el testamento. No tengo que darte ni una mísera moneda de cobre. Es todo mío -dijo el hombre en tono triunfal.

– ¡Bastardo asqueroso!

El criado que había escoltado a Sano llamó al marco de la puerta y anunció con tono cortés:

– Disculpad, pero tenéis visita.

El hombre soltó un reniego entre dientes. Su sombra se acercó al tabique. Corrió la puerta y se reveló como un joven samurái corpulento de casi treinta años. Se quedó mirando a Sano con la boca abierta.

– Honorable chambelán -dijo-. ¿Qué…? ¿Por qué…?

El hijo adoptivo del jefe Ejima tenía cejas pobladas y una frente estrecha y maciza que le confería una apariencia primitiva a pesar de los negros ropajes ceremoniales que llevaba. Saltaba a la vista que lo turbaba que Sano hubiera oído la discusión.

– Disculpadme por la intromisión -dijo éste-, pero debo hablar con vosotros sobre la muerte de vuestro padre.

Apareció la mujer al lado del hijo. Tenía la edad aproximada del joven… y tal vez dos décadas menos que su difunto marido. El cabello negro y lustroso le colgaba en una trenza por encima del hombro. Tenía unas facciones hermosas afiladas por la astucia. Llevaba un quimono gris de satén recatado pero caro.