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Para entonces, Feda y Alegría estarán a punto de perder la esperanza de encontrar un trabajo que no suponga el riesgo del estraperlo al que María Luisa ya se dedica. La humillación de Alegría en la droguería Cabal habrá sido sólo la primera de muchas. Durante semanas, las dos mujeres habrán recorrido la ciudad en busca de cualquier cartel que anuncie un puesto libre. Se habrán presentado en varias tiendas, en dos almacenes del puerto que necesitan oficinistas, en la fábrica de vidrio y hasta en una casa en la que piden una asistenta por horas. Pero en todas partes habrán encontrado la misma respuesta. Sin el certificado de adhesión al Movimiento Nacional, nadie quiere darles trabajo. Algunos se lo exigen por miedo. Otros por convicción. Las puertas se han cerrado para la gente como vosotras, eso les contestarán con desprecio en la zapatería Rodríguez, donde se recibe a los clientes brazo en alto y al grito de ¡Arriba España! El mundo es ahora nuestro, añadirá, asquerosamente sonriente, aquel hombre engominado, mientras se limpia las manos sudorosas en la camisa azul. Un día, Alegría llegará a decir que quizá era más humano lo que hacían antes, convertir a los vencidos en esclavos y no dejarlos morirse de hambre como están haciendo ahora con ellas. Su comentado provocará la risa de las otras, pero también la amarga reflexión sobre lo difícil que les va a resultar salir adelante. Mucho más difícil de lo que jamás habrían creído. Quizá, piensa cada una de ellas en silencio, totalmente imposible.

Después de recibir la carta de Plácido Bonet, a la mañana siguiente, Letrita irá a visitarlo. A pesar de su vieja ropa teñida de negro, todavía habrá gente que detenga inevitablemente su mirada en aquella mujer mayor, castigada sin duda por la vida, pero que camina con tanta dignidad, con la cabeza tan alta y el cuerpo tan recto y los ojos tan generosos, con esa guapura ajada que le han dado -a ella, que nunca fue guapa- su orgullo, su tolerancia y su valentía. Segura de que no necesita humillarse ni suplicar, le pedirá al amigo trabajo para sus hijas. Una semana después, Alegría y Feda estarán empleadas en sus oficinas, tratadas con respeto y ganando un sueldo decente. Se sentirán las mujeres más afortunadas del mundo. De haber creído en Dios, habrían rezado cada noche por Plácido, y hasta habrían sido capaces de pensar que era un ángel enviado por el Señor para protegerlas.

Y cuando María Luisa y Teresa abandonen su miserable carrera de estraperlistas, será también él quien se ocupe de encontrarles trabajo. María Luisa entrará de cajera en el mismo café Marítimo donde Publio pasó tantas horas de tertulia defendiendo la bondad intrínseca de los seres humanos. El dueño, don Mariano, un tipo agradable, le debe algunos favores importantes, y Plácido se los cobrará así. Al descubrir de quién es hija la nueva empleada, habrá clientes que protesten, e incluso quienes abandonen ostentosamente el local para no volver nunca más. Pero don Mariano se encogerá de hombros: no puede fallarle a Bonet, y además está empezando a sentir mucha admiración por aquella mujer tan valiente, que jamás agacha la cabeza y es capaz de mirar al fondo de los ojos a cualquiera y devolver tranquilamente los cambios aunque la estén insultando. No está dispuesto a echarla porque unos cuantos intransigentes se empeñen en ello, ni siquiera aunque intenten cerrarle el café. Ha sido siempre un hombre razonable: por las buenas, todo. Por las malas, no hay quien pueda con él.

En cuanto a Teresa, Plácido le buscará algunas clases de piano entre las familias amigas. Pero el día en que deba acudir a darle su primera lección a Elenita Durán, que la espera impaciente al lado de su Pleyel recién comprado a un chamarilero, no se presentará. Esa misma tarde, en el buzón de la casa de Carmina aparecerá un sobre para María Luisa. Dentro, sólo una breve nota escrita a lápiz:

¿Recuerdas que una vez me dijiste que no debía permitir que hicieran callar la música que vivía dentro de mí? Yano la siento. Ya no puedo tocar. Si miro mi interior, me veo blanca y silenciosa, tan blanca y silenciosa como el paisaje que cruzábamos en el tren. Todo es hermoso y suave, e infinitamente triste. Estoy muerta.

No me acuses, ni te acuses a ti misma. Si algo bueno ha habido en mi vida en los últimos tiempos, os lo debo a ti y a tu familia, y mi alma lo recordará esté donde esté. Eres mi amiga y te quiero, y así seguirá siendo siempre.

Su cuerpo no aparecerá. Nadie sabrá nunca qué lugar ni qué manera eligió Teresa Riera para morirse de aquella vida tan fea que no supo ni quiso soportar. María Luisa irá a recoger las pocas cosas que quedan en su casa. Antes de cerrar la puerta, se sentará ante el piano de papel y fingirá tocar en él la Sonata en si menor de Liszt. Teresa solía decir que, oyendo esa música, era imposible no creer que el hombre es igual a los dioses, dueño y señor de su propio destino, digno de vivir y morir en libertad.

EPILOGO

LA RENUNCIA

El verano pasará rápido. Uno tras otro se irán los días largos, los cielos transparentes, el olor tibio del aire, los vuelos torpes de las gaviotas jóvenes, el esplendor de los árboles, la dulzura del sol sobre los cuerpos maltrechos. Una mañana, de pronto, los nubarrones negros se arremolinarán en torno a la colina del Paraíso, y extenderán luego su oscuro dominio sobre la ciudad. El viento arrancará a soplar con fuerza, arrastrando a su paso basuras y tierra. Las olas se enfurecerán, y una lluvia otoñal, fría, comenzará a caer sobre Castrollano, que parece encogerse y tiritar bajo esa avanzada de lo que habrá de ser un crudo invierno, sin carbón, sin calzado, sin comida. Para muchos también sin esperanza.

Uno de los primeros días de lluvia, Letrita saldrá muy temprano, mientras todas duerman aún en la casa. La breve luz de finales de septiembre todavía no se habrá abierto camino, aunque al acercarse a la playa, en el horizonte, algo brille ya y palpite. Letrita temblará un poco del frío, pero las campanas del convento de las agustinas, llamando a prima, parecerán reconfortarla. Sus golpes en la puerta sonarán pausados.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida. Vengo a ver a sor María de la Cruz.

Como si vagase entre los plátanos húmedos, su voz permanecerá largo rato en la plaza silenciosa.

Cuando regrese a casa, pasadas las 11, las nubes habrán desaparecido y la mañana habrá adquirido un tono azulado y brillante. Es domingo, y mucha gente pasea por las calles aún empapadas. Hay hombres insolentes que lanzan sus miradas llenas de soberbia sobre los otros, y hombres acobardados, que rehúyen los ojos ajenos. Mujeres emperifolladas que aprietan el misal entre las manos, anhelando ser vistas, y jovencitas flacas como husos que caminan vergonzosas, humilladas bajo el peso mojigato de sus mantillas. Hay tullidos mendigando, y viejas malolientes y enfermas que estiran la mano y parecen a punto de agonizar. Y niños, muchos niños, crías y crios revoltosos, tranquilos, harapientos, endomingados, llenos de piojos, rollizos, crías y crios que aún van rodeados de su halo de candidez, ignorantes de la vida pequeña y marchita que les espera, probablemente felices.

Al llegar delante del Ayuntamiento -en el que ya habrán comenzado las obras de reconstrucción que tratan de borrar del edificio el recuerdo de los bombardeos-, Letrita se tropezará con un grupo de falangistas. Ocupan buena parte de la plaza, cantando a voz en cuello el Cara al sol, alzados y firmes los brazos. La gente que pasa les devuelve el saludo y grita con ellos ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! Algunos incluso se detienen a cantar. Letrita se alejará nerviosa del lugar, aunque aún alcanzará a ver cómo varios falangistas rodean amenazadores a un campesino. El hombre, pequeño y enjuto, ha pasado a su lado sin levantar el brazo y ni siquiera mirarlos. ¿Acaso no los ha visto o lo ha hecho a propósito? Un tipo recio, de bigote fino y mirada torcida lo agarrará por los hombros y le preguntará. El campesino se sentirá asustado, callará, bajará la vista al suelo, balbuceará una disculpa, buscará luego con los ojos una ayuda que no habrá de llegar. De pronto, el falangista echará mano a su pistola.