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– ¿Vendiendo comida?

– Sí, se van en tren por los pueblos y compran cosas a los campesinos que luego venden aquí. Cosas que no se consiguen con las cartillas de racionamiento, o que sólo te dan en cantidades muy pequeñas. Hay quien paga lo que sea por un poco de queso o un pollo o fruta. Es una especie de contrabando, ya sabes. Estraperlo, creo que lo llaman. Podríamos intentarlo juntas…

– ¿Pretendes que nos dediquemos al contrabando?

– ¿Qué otra cosa quieres que hagamos?

Unos días después, Teresa y María Luisa se subirán a un tren en dirección a las tierras fértiles y cálidas que hay al otro lado de los montes. Carmina les ha prestado el dinero para los billetes y la posible compra, después de una larga discusión familiar en la que todas habrán intentado sin éxito disuadirlas de sus planes. Se bajarán en cualquier estación, en cuanto divisen llanos áridos y vegas verdes y altos álamos creciendo junto a un río, zona de buenos cultivos, y después andarán al azar por los caminos, en busca de alguien cuyo rostro les inspire confianza. Tendrán suerte: al día siguiente regresarán a Castrollano llevando escondidos bajo la faja y el sostén un par de kilos de garbanzos, pequeños y tiernos como la mantequilla, y casi el doble de lentejas.

Durante algunos meses, una vez a la semana, las dos amigas harán aquel viaje y volverán con los saquitos de legumbres ocultos bajo su ropa interior. Luego los venderán en las casas ricas de Castrollano, entrando entre risas disimuladas por la puerta de servicio y dejándose tratar como maleantes, las del estraperlo, que llegan las del estraperlo, susurra la muchacha, y las hace pasar al rincón más escondido de la cocina, donde la señora de la casa pesará la mercancía, la observará con detenimiento y al fin regateará el precio. Así ganarán algunas pesetas, lo suficiente para empezar a adquirir con las cartillas de racionamiento las cosas más imprescindibles.

En los primeros viajes, Teresa y María Luisa disfrutarán como si estuviesen corriendo una gran aventura. Incluso la presencia de las parejas de la Guardia Civil, que recorren a menudo los vagones, mirando con enojo y desconfianza a todos los viajeros y pidiéndoles a los que les resultan sospechosos los papeles, provoca en ellas una emoción que luego, al recordarla, les causa grandes carcajadas. Cuando los vean aparecer, pondrán cara de buenas chicas, los saludarán sonrientes, hablarán en voz alta de lo crecidos que están los hijos y lo bien que hacen de monaguillos en la iglesia y a veces hasta fingirán ir rezando. Así conseguirán pasar desapercibidas un día y otro.

Pero con el paso de las semanas y la llegada del otoño, Teresa empezará a encontrarse cada vez peor. Sus dolores irán aumentando, propiciados por la humedad de la montaña, que se le mete en los huesos por mucho que se abrigue y hasta se cubra durante el trayecto con una vieja manta. El frío asola aquellos vagones de tercera y los pajares o los vestíbulos de las estaciones en los que suelen dormir, esperando el tren de regreso del día siguiente. Las víboras de su espalda serpentean, fustigan y pican sin cesar, haciéndole lanzar gemidos que no logra contener. A veces, María Luisa tendrá que ayudarla a caminar, a subir y bajar de los trenes por aquellos altos escalones que sus huesos se niegan a alcanzar. Pronto llegarán las nevadas, y los viajes se harán más largos, y el frío azuleará sus dedos y sus caras. Uno de aquellos días, en el trayecto de regreso, Teresa se encogerá de dolor sobre el asiento, mareada y sudorosa. Cuando se recupere un poco, contemplará callada las montañas que el tren recorre lentamente, abriéndose paso con esfuerzo a través de la nieve. El ritmo de la vida parece haberse ralentizado. Los copos flotan, se sostienen en el aire, se posan luego despacio sobre otros copos. El ruido de la locomotora llega ensordecido y lejano. La transparencia grisácea de la luz envuelve las cosas, alejándolas las unas de las otras. El mundo parece hermoso y suave, muy hermoso y muy suave y muy triste.

Al regreso a Castrollano, tendrá que pasar varios días en la cama, retorciéndose de dolor, a pesar de que su buen amigo Pepe Delgado, que es médico en el hospital y cuida de ella todo lo que puede, robará dos ampollas del analgésico más eficaz que logre encontrar. Luego, poco a poco, las víboras irán adormeciéndose, y al cabo de unas semanas Teresa volverá a caminar, aunque apoyada en un bastón que deberá acompañarla ya para siempre, según le ha dicho Pepe. A pesar de todo, le propondrá a María Luisa que inicien de nuevo sus expediciones. Pero ella se negará. Se acabó su actividad de estraperlistas. Ahora tendrán que pedirle ayuda a Plácido Bonet. Seguro que él les encontrará algo, igual que se lo ha encontrado a Feda y Alegría. Todavía queda gente decente en el mundo.

La aparición de Plácido en el mes de octubre habrá cambiado la vida de las mujeres de la familia Vega. No será sólo un golpe de suerte, sino la consecuenciadel recuerdo que Publio ha dejado en el mundo de su bondad y su honradez. Rico propietario de minas, accionista de varias empresas metalúrgicas y ferviente monárquico que ha apoyado con entusiasmo el alzamiento -aunque ahora empiece a observar con cierto temor la toma del poder por parte de los militares y los falangistas, mientras el rey aún permanece en el exilio-, Plácido Bonet había sido buen amigo de Publio, a pesar de sus diferencias políticas. Su antiguo afecto se acrecentó en un solo día, el 14 de abril del 34. En cuanto conoció la noticia de la proclamación de la República y la marcha de Alfonso XIII, el empresario se vistió de luto y puso crespones negros en los balcones de su casa. Esa misma tarde, sin embargo, acudió a su tertulia en el café Marítimo, dispuesto a no dejarse amilanar por las circunstancias y a dar la cara a favor de sus ideas. En su mesa de siempre, adonde sólo habían ido aquel día los republicanos, su presencia causó tanta admiración que todos acallaron el júbilo con el que estaban celebrando el acontecimiento y pasaron a discutir sesudamente de cuestiones de gobierno y posibles nombramientos, tratando de evitar la controversia. Pero otros parroquianos de las mesas cercanas, al ver allí al renombrado Bonet, fueron menos corteses, y elevaron las voces aún más de lo habitual, con el claro propósito de ofender al monárquico osado. Cuando desde el fondo de la sala alguien gritó: ¡A ver si los matamos de una vez a todos, a los curas, las monjas y los hijos de puta que apoyan al gran hijo de puta del rey!, Plácido palideció y buscó la mirada siempre cómplice de Publio. Éste se levantó, se dirigió sin dudarlo ni un segundo a la mesa del fanático y le plantó cara:

– Soy republicano desde siempre, y eso quiere decir que, aunque sólo sea por edad, tengo más razones que usted para considerar que hoy es un día histórico. Sin embargo, no voy a permitir que nadie insulte a las personas honradas, aunque no piensen igual que yo. Ahora mismo le va a pedir perdón al señor Bonet.

Por supuesto, la propuesta fue acogida con desprecio y a Publio, que insistía en su exigencia, tuvieron que alejarlo de allí sus contertulios, preocupados por el cariz agresivo que iba tomando el asunto. A pesar de su fracaso, desde aquel momento Plácido Bonet se sintió en eterna deuda de amistad con él.

En el mes de octubre después del final de la guerra, cuando sepa que su buen amigo ha muerto y que su viuda está de vuelta en la ciudad, indagará sin pausa hasta conseguir la nueva dirección de Letrita, y le escribirá una larga carta de pésame, recordando la impresionante personalidad de Publio y poniéndose a su disposición para todo lo que necesite.

Y no te tomes mi ofrecimiento como un puro formalismo. Comprendo que éstos no son buenos tiempos para vosotras, y no querría que lo estuvierais pasando mal estando yo en disposición de echaros una mano en lo que sea. Te ruego por favorque me hagas saber cuándo puedo visitarte, o que vengas tú misma a verme si lo prefieres, y así podremos hablar de todas estas cosas y recordar juntos a nuestro querido Publio.