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Pero Castrollano cayó sólo unos días después. Y con la ciudad empezaron a caer las almas. Hubo almas miserables que corrieron a participar en todas las misas y tedéums celebrados de inmediato con el mismo entusiasmo y clamor con el que meses atrás habían aplaudido las llamas que devoraban los conventos y las iglesias, y el paso triste de las religiosas y los curas detenidos. Almas crueles que se apresuraron a depositar a la puerta de los despachos cartas endemoniadas, que costaron la libertad a aquel compañero de trabajo que un día había ascendido inmerecidamente, a la antigua amiga que se había quedado con el novio ajeno o al primo con el que habría que compartir en el futuro la ridicula herencia familiar. Almas ambiciosas que susurraron al oído de otras almas, pletóricas de poder, nombres que serían borrados de la faz de la tierra y en la estela de cuyo asesinato ellas alcanzarían la fortuna. Hubo almas vengativas, cobardes, abyectas, almas inhumanas y almas desalmadas, y todas juntas cayeron enredándose las unas en las otras hacia el abismo del Mal, como los ángeles al ser expulsados del Paraíso.

Cuando las tropas fascistas entraron en la ciudad, Margarita empezó a tener mucho miedo. Recordaba las atrocidades que las camaradas contaban de otros lugares tomados. No quería morir, no quería ir a la cárcel, no quería que le hiciesen daño. Se encerró en casa, como le habían aconsejado, sin noticias del exterior, bajo la mirada a ratos burlona y a ratos asustada de su madre. Los niños parecían captar su angustia y no paraban de llorar. Se agarraban a su falda, llenos de mocos, balbuceantes, y la seguían a todas partes. Ella sentía todo el tiempo los latidos del corazón en las sienes, y las piernas le picaban constantemente, enrojecidas por una repentina urticaria. No sabía qué hacer. Una y otra vez se preguntaba cuánto tiempo iba a durar aquello, quién la sacaría de allí, quién iba a ayudarla.

Al tercer día, ya anochecido, Emiliano llamó a su puerta. La madre había salido, así que lo dejó pasar. Estaba pálido y le temblaba un poco la barbilla. Le habló muy bajo, con la voz ronca:

– Tenemos que irnos, tenemos que irnos… No te puedes quedar aquí… He visto cómo los matan, lo he visto yo mismo, Margarita, yo, eran trece, sí, trece, Suero el patrón del Raitán y su hijo también, los llevan detrás de la tapia del cementerio y los fusilan allí, todos juntos, Margarita, los trece juntos, al hijo de Suero no le dejaron que se pusiera junto a su padre, lo apartaron a culatazos a la otra esquina, algunos gritaban y los insultaban, cayeron todos revueltos, unos encima de otros, llenos de sangre, a un soldado le saltó sangre a la cara y se puso a vomitar, algunos todavía se movían cuando los tiraron al camión, tenemos que irnos, Margarita, yo me voy contigo, no te preocupes, vámonos, yo te ayudaré, yo te cuido, yo puedo cuidarte, Margarita, pero vámonos…

Y se fueron. Esa misma madrugada, hacia las dos, sin que nadie se enterase. Le costó tanto separarse de los niños, que dormían abrazados a ella, que a punto estuvo de quedarse. Pero pensó en los fusilados, en Miguel, en las camaradas a las que quizá estarían torturando en ese mismo momento, y logró zafarse de las manos pequeñas, tan pequeñas y tan pegajosas como las pequeñas raíces pegajosas de las hiedras. Quería vivir. Sólo serían unos días, quizá unas semanas, unos meses a lo sumo. Volvería pronto.

Ahora está en Madrid, libre y viva. Pero durante mucho tiempo, durante largos años, se preguntará si merecía la pena seguir viviendo así, con aquella vida que es sólo media vida. Los niños detrás, al fondo de un largo túnel oscuro, los niños que poco a poco irán dejando de ser niños, un día Miguel cumplirá diez años y enseguida Publio también, y luego veinte y luego treinta…

Al principio, Margarita seguirá queriendo creer que todo acabará pronto. Las cosas volverán a ser como antes, piensa, ahora todo está revuelto por culpa de la guerra, pero esto terminará, y podremos regresar a casa. Después irá pasando el tiempo, las semanas caerán unas sobre otras, y luego los meses y los años eternos de los derrotados, y todo seguirá igual. Nadie volverá a hablar de cambiar el mundo, de hacer la revolución, de acabar con la miseria en la que ella misma vive ahora, resignada ya a ese destino de frío y hambre y ríñones deslomados fregando por unas pocas pesetas casas y portales y retretes. Nadie volverá a pronunciar ciertas palabras, a hacer ciertos gestos, a mirarse de determinada manera. Nadie, salvo alguna vieja chocha, recordará lo anterior, la vida de antes de la guerra, ni siquiera la propia guerra, como si nunca hubiera ocurrido.

De vez en cuando, se comentará en voz baja que a la Dolores le fusilaron al marido por rojo. O que Marcial el quincallero tiene un hijo en la cárcel. O que al cuñado de Chona lo detuvieron el otro día en el trabajo. Entonces Margarita buscará en los ojos de esos vecinos una señal, como si se pudiesen encontrar en las pupilas los restos de un pasado común, las mismas ilusiones, el mismo combate, el mismo fracaso. Pero los ojos se habrán vuelto vacíos, y ella, igual que todos, callará. Seguirá viviendo su media vida al otro lado del túnel, perderá la esperanza y callará.

Al principio estarán el miedo y la nostalgia. Luego, a medida que vaya dándose cuenta de que el tiempo pasa y nada cambia, llegará también la vergüenza. Se fue. Le pudo la cobardía. Dejó a los niños solos en aquella cama, y ella se fue para seguir viviendo libre, sin preguntarse si al irse no estaba condenando a sus hijos. Poco a poco comprenderá que no puede volver. Aunque Franco muriese, aunque sus antiguos camaradas hiciesen la revolución, aunque los muros de todas las cárceles fuesen derribados para no alzarse nunca más, no puede volver. ¿Qué pensarán de ella aquellas criaturas a las que abandonó en su propia cama, con el puchero todavía del último llanto en la boca?

Margarita se odiará a sí misma, y en el duro camino de ese odio se le olvidará toda la ternura que alguna vez sintió. Tendrá otros hijos de Emiliano, tres. A la mayor, la única niña, la llamará Letrita, y a los chicos les pondrá Miguel y Publio, igual que los otros, los de allá. Cada vez que diga sus nombres, será como si de alguna manera estuviese habitando también en su otra media vida perdida. Pero los criará sin cariño y sin esperanza. No se acordará de abrazarlos y achucharlos y secarles las lágrimas y dejarles que duerman agarrados a ella, sujetándola con sus manos pequeñas y pegajosas. No les enseñará, igual que ella aprendió de su marido, que el mundo puede ser mejor, que hay que luchar por conseguirlo, que se debe ser digno y generoso, aunque se sea pobre. Habrá perdido la memoria de sí misma, de Margarita la pescadera, la que era luchadora y entusiasta y también bondadosa. Tratará con dureza a Emiliano, empequeñecido y cada vez más triste, cuando vuelva de sus largas jornadas de albañil. Irá a limpiar las casas ajenas sin prestar la menor atención al espacio propio, a aquella chabola de Vallecas en la que se acumularán la porquería y los trastos inútiles. Se convertirá en una mujer hosca, silenciosa y malhumorada, rápidamente vieja. Pero nada de eso le importará. No siente ninguna compasión de nadie. Sobre todo, no siente ninguna compasión de sí misma. El túnel se habrá cerrado sobre ella, apresándola en su oscuridad y su estrechura.

Sólo cuando muera Emiliano, casi treinta años después de aquella madrugada en que huyeron juntos de Castrollano, Margarita notará que algo se le reblandece por dentro. Para entonces, los hijos estarán fuera. Miguel trabaja en una fábrica en Alemania, y desde allí manda algún dinero muy de cuando en cuando. Publio se fue a hacer la mili a Barcelona, y nunca volvió. Escribió un par de postales, pero no se sabe dónde anda, y ni siquiera hubo forma de avisarle de la muerte del padre. Y Letrita se habrá ido a vivir con un vecino, un afilador malencarado y sucio que, a juzgar por los moratones que a veces trae en la cara, debe de pegarle, aunque ella no se queja.