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Ya se imagina con placer el viejo mostrador de madera de la droguería Cabal, los estantes donde se almacenan los botes de pintura y los productos de limpieza, la vitrina blanca de las colonias y los cajoncitos llenos de lápices, coloretes y cajas de polvos, siempre perfectamente ordenados y limpios. Imagina también el reencuentro con los compañeros, después de tanto tiempo, y se ve a sí misma despachando, dando cambios, rebuscando en el almacén, abriendo las cajas recién llegadas… El día anterior, mientras volvían de casa de Miguel, pasaron por delante de la tienda. Era tarde, ya le habían echado el cierre, pero fue una sorpresa agradable comprobar que el negocio seguía en marcha. Se detuvieron ante el escaparate. Estaba casi vacío, y las pocas cosas allí expuestas -un par de escobas, un viejo frasco de colonia, algunos botes oxidados de pintura- parecían dar mayor realce al cartel dibujado con esmero, el yugo y las flechas y las grandes letras góticas, La Droguería Cabal saluda al Glorioso Ejército Nacional, Salvador de España… Han visto ese mismo cartel en otras muchas tiendas, y ya no las asusta. Que doña Adela exhiba semejante mensaje no quiere decir gran cosa. Muchos lo hacen sólo para librarse de los ataques de los fanáticos, que pretenden que todo el mundo demuestre públicamente su adhesión a los vencedores. Pero al lado de ese letrero hay otro, éste pequeño y más burdo, que las llena en cambio de entusiasmo, Se necesita dependienta…

Por la noche, mientras juegan una partida al tute, hablan sin parar de ese asunto. Carmina no podrá ayudarlas indefinidamente. El dinero les hace falta con urgencia, y saben que, en sus circunstancias, no va a ser fácil conseguir trabajo para ninguna de ellas. María Luisa, por supuesto, ha perdido el suyo. Ha sido depurada por sus actividades políticas, y jamás podrá volver a dar clases. Ella nunca lo menciona, y ni siquiera quiere pararse a recordarlo, porque si tiene que sumar esa pérdida a todas las demás, está segura de que se volverá loca. Ya cambiarán las cosas en el futuro, piensa, algún día todo volverá a ser normal, y podrá pasearse de nuevo entre los pupitres llenos de niños, mirándoles las caras inocentes y graciosas, y tratando de ayudarles a descubrir el mundo. Esos tiempos tienen que volver, este espanto no puede durar para siempre, se dice a sí misma. Pero entretanto hay que trabajar, en lo que sea y como sea. Conseguir un poco de dinero para comprar las cosas imprescindibles, las de las cartillas de racionamiento, algo de comida, carbón y productos de aseo. Que Alegría tenga la oportunidad de volver a su antiguo trabajo es pues una gran noticia que las mantiene excitadas y contentas buena parte de la noche. Pasan varias horas haciendo planes, dándole consejos, repitiéndose las unas a las otras las mismas razones tranquilizadoras, cómo no te va a coger doña Adela, con todo lo que tú la ayudaste sin pedirle nunca nada a cambio, y además esa señora es muy buena gente y jamás se metió en nada de política, ni a favor de unos ni a favor de otros, seguro que mañana mismo estás trabajando, Alegría, ya verás como sí…

En la casa se oyen ruidos, una puerta que se cierra, el fuego de la cocina empezando a arder. Feda ha cumplido su promesa y ya se ha levantado para ayudarla. En seguida están todas despiertas, incluida Carmina, a quien le gusta dormir la mañana pero que hoy madruga para asistir a los preparativos casi con el mismo nerviosismo que si fuese una novia la que va a salir de su casa. Un par de horas después, Alegría y María Luisa, que se ha empeñado en acompañarla, caminan hacia la droguería Cabal. La prisa las hace ir tan rápido que llegan casi sin aliento, con las caras enrojecidas de la carrera y del calor del día. Tienen que detenerse unos minutos a pocos pasos del local, y María Luisa aprovecha para colocarle bien la ropa a su hermana y pasarle las manos por el peinado, recogiendo algunos mechones que el aire ha movido. Se ríen como dos niñas, como cuando iban juntas a casa de doña Asunción, la madrina, y se arreglaban la una a la otra antes de entrar, sabiendo que sólo si su aspecto era impecable recibirían dulces y algún dinero.

Bajo los grandes retratos de Franco y José Antonio que presiden la tienda -antes siempre abarrotada de género y ahora casi vacía-, se mantiene sin embargo el viejo olor indefinible que ha impregnado desde hace años los muebles y las paredes y forma ya parte de aquel espacio, ráfagas entremezcladas de barnices, carbono, polvos de arroz, matarratas y agua de lavanda. Detrás del mostrador, donde siempre trabajaban tres o cuatro personas, sólo hay ahora una, Nieves, la antigua encargada, que mantiene intacto su aspecto de mujer encantadora y un poco triste, como desamparada. En cuanto reconoce a Alegría sale para besarla, sorprendida y contenta. Doña Adela, tan elegante como siempre, cruza en ese momento la puerta para iniciar sus tareas matinales. Saluda afable a las dos hermanas, y en seguida las invita a pasar a su pequeña oficina de la trastienda.

– ¡Vaya, sí que me alegro de verte, hija! Y estás muy guapa, además. Más delgada, pero muy guapa. Claro que delgadas lo estamos todas, con este hambre que estamos pasando…

– Pues usted tiene muy buen aspecto, doña Adela.

– Sí, no me puedo quejar… Han sido malos tiempos, pero por lo menos en mi casa no ha habido ninguna desgracia, hemos tenido mucha suerte, gracias a Dios. Y la droguería… Bueno, ya ves, vamos resistiendo. ¿Y tú qué tal, hija? ¿Cómo están tus padres?

– Mi padre murió, pero mamá está bien, gracias.

– Dile que la acompaño en el sentimiento, nadie sabe lo que es quedarse viuda hasta que le llega… -y doña Adela piensa por un momento en lo liberada que se sintió ella cuando se le murió el marido, aquel pesado de Antonio, y ganas le dan de sonreír, pero su rostro, tan acostumbrado al fingimiento, mantiene el gesto de la pesadumbre-. Bueno, hija, pues ya sabes, aquí estoy para lo que necesites.

– Gracias, doña Adela. Yo… quería preguntarle si podría volver a trabajar aquí.

La mujer la observa con sorpresa. No parecía esperarse semejante petición, que la pone en un aprieto. Pero está acostumbrada a resolver rápidamente los conflictos, y enseguida reacciona:

– ¿Tienes el certificado de adhesión al Movimiento Nacional? Alegría palidece.

– No.

– Pues sin eso no te puedo dar trabajo, hija… Yo no tengo nada contra ti, más bien al revés, ya sabes que siempre estuve muy contenta contigo, pero ahora las cosas son difíciles para todos, y no debo arriesgarme a meterme en líos por una tontería como ésa. Si consigues el certificado y el puesto está todavía libre, tuyo será.

Alegría calla. María Luisa sin embargo, como de costumbre, no puede evitar contestar:

– Usted sabe perfectamente que no va a conseguirlo, doña Adela, lo sabe muy bien. Pero, qué importa el certificado, mi hermana siempre fue una trabajadora ejemplar. ¿O ya se ha olvidado de que no faltó nunca, ni siquiera en medio de los peores bombardeos? ¿Quién se quedaba ayudándola cuando había que hacer inventario, y sin cobrar ni un céntimo más? ¿Quién sustituía a Nieves como encargada cuando ella no venía, y siempre por el mismo sueldo? ¿Y ahora resulta que no puede volver a emplearla porque ningún cura ni ningún militar ni ningún falangista va a decir que es buena? ¿Le parece justo?

Doña Adela ya se ha puesto en pie y su cara siempre sonriente se ha vuelto seria, casi ceñuda.

– No sé si es justo o no, pero tenéis que entender que soy una mujer viuda, sin un hombre que me apoye, y que todo está muy complicado. Yo no puedo echaros una mano. Lo siento, de verdad que lo siento, pero no puedo.

María Luisa, cada vez más enfadada, insiste:

– Ella también es una mujer viuda, ¿se acuerda usted?

– Sí, lo sé, lo sé, pero así es la vida, hijas, qué le vamos a hacer… Alegría interrumpe la discusión:

– Déjalo, vámonos ya… -Se despide rápidamente de doña Adela y de Nieves, que la mira compungida, y sale a la calle tragándose las lágrimas y la rabia-. No le des más vueltas, no importa, no es el único trabajo en Castrollano, ya encontraremos algo, no te preocupes…