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— Muy bien — dijo Irina. Ya no me miraba. Miraba por la ventana y fumaba, inhalaba cada tantos segundos—. Muy bien, no hay nada que hablar. Siempre dijiste que el amor era un acuerdo. Y siempre sonó tan bien: amor, honestidad, amistad. Pero habrías podido ser más cuidadoso, y no olvidarte del corpiño… ¿Quizás haya también un par de bombachitas, si buscamos bien?

Me llegó en un relámpago cegador. Lo entendí todo.

—¡Irina! Dios mío. Me asustaste tanto. Me diste un susto tan grande.

Es claro que eso no era lo que ella esperaba escuchar, porque se volvió hacia mí, con su rostro pálido, hermoso, manchado por las lágrimas, y me miró con tanta expectativa y esperanza, que casi rompí a llorar yo mismo. Ella quería nada más que una cosa: que eso se aclarase, se explicara como una tontería, un error, una loca coincidencia, y lo antes posible.

Esa era la última gota. No podía soportar más. Ya no quería guardármelo para mí. Volqué sobre ella todo el relato de horror y la demencia de los dos últimos días.

Al principio mi narración debe de haber sonado a broma. Pero seguí, hablando sin prestar atención a nada, sin darle una oportunidad de intercalar comentarios sarcásticos. Lo vomité, sin un orden especial, sin preocuparme por la cronología. Vi que su expresión de sospecha y esperanza, se convertía en asombro, luego en ansiedad, después en temor, y por último en piedad.

Para entonces nos hallábamos en nuestra habitación, frente a la ventana abierta… ella en la butaca y yo en la alfombra, con la mejilla apoyada en su rodilla; afuera había tormenta. Una nube purpúrea se derramaba sobre los techos, azotando con la lluvia; frenéticos relámpagos atacaban las sienes de la colina en el edificio. Grandes goterones fríos cayeron en el alféizar y en el cuarto. Las ráfagas de viento agitaban los cortinados amarillos, pero permanecíamos inmóviles. Me acarició el cabello en silencio. Sentí un enorme alivio. Ya lo había dicho todo. Me había quitado de encima la mitad del peso. Y reposaba, oprimiendo el rostro contra su suave rodilla atezada. Los constantes truenos dificultaban la conversación, pero yo ya no tenía nada que decir.

Y entonces ella dijo:

— Dmitri. No debes pensar en mí. Tienes que adoptar tu decisión como si yo no existiera. Porque de cualquier modo siempre estaré contigo. No importa qué resuelvas.

La apreté con fuerza. Supongo que sabía que diría eso, y pienso que las palabras en realidad no ayudaron mucho, pero igual me sentí agradecido.

— Perdóname — dijo ella al cabo de una pausa—, pero aún no lo tengo claro en la cabeza. No, te creo, por supuesto que te creo… sólo que es tan terrible… Quizás exista otra explicación, algo más… bien, más sencillo, más comprensible. Me parece que lo estoy diciendo mal. Viecherovski tiene razón, no cabe duda, pero no en cuanto a que se trate del —¿cómo lo llamó?—… ¿del Universo Homeostático? Tiene razón en que ese no es el problema. En verdad, ¿qué importa? ¿Si es el universo, hay que ceder; si son alienígenas tienes que luchar? Pero no me escuches. Hablo nada más que porque estoy confundida.

Se estremeció. Me puse de pie, me escurrí en la butaca con ella y la rodeé con los brazos. Sólo quería decirle, en todas las formas posibles, cuan aterrorizado estaba. Cuan aterrorizado estaba por mí, por ella, por los dos. Pero eso habría sido algo carente de sentido, y quizá cruel.

Sentí que si ella no existiera, habría sabido qué hacer, con exactitud. Pero existía. Y supe que se enorgullecía de mí, que siempre se había enorgullecido. Soy una persona más bien apagada, y no muy exitoso, pero hasta yo podía ser un objeto de orgullo. Era un buen atleta, siempre supe trabajar, tenía cerebro. Era bien visto en el observatorio, entre mis amigos. Sabía divertirme, mostrarme ingenioso, manejarme en las discusiones amistosas. Y ella se enorgullecía de todo eso. Tal vez un poco, pero aun así era orgullo. En ocasiones la veía mirarme. No sé cómo reaccionaría si me convertía en gelatina. Es probable que ni siquiera pudiese seguir amándola como se debía, que también fuese incapaz de eso.

Como si leyese mis pensamientos, dijo:

—¿Recuerdas cuan felices nos sentimos cuando nuestros exámenes quedaron atrás, y ya no tendríamos que aprobar ningún otro hasta el final de nuestros días? Parece que no han terminado. Parece que todavía queda uno.

— Si — dije, y pensé: pero esta es una prueba en que nadie sabe si una A o una D son mejores calificaciones. Y no hay manera de saber cómo se obtiene una A, y cómo una D.

— Dmitri — musitó ella, con el rostro junto al mío—. Debes de haber inventado algo realmente grande para que ellos te persigan. Tendrían que enorgullecerse, tú y los otros. ¡La propia madre natura los persigue!

— Hmmm — respondí, y pensé: Weingarten y Gúbar ya no tienen nada de qué enorgullecerse, y en cuanto a mí, todavía está por verse.

Y entonces, leyéndome otra vez los pensamientos, dijo:

— Y en realidad no tiene importancia qué decidas. Lo importante es que eres capaz de esos descubrimientos. ¿Me dirás por lo menos de qué se trata? ¿O también eso está prohibido?

— No sé —repuse, y pensé: ¿sólo quiere consolarme, o siente eso de veras? ¿Está tan aterrorizada que pretende convencerme de que capitule? ¿Quiere sólo endulzar la píldora que sabe que tendré que tragar? ¿O desea impulsarme a luchar, me está empujando?

— Los cerdos — dijo con suavidad—. Pero no nos quebrarán. ¿No es cierto? Nunca conseguirán eso. ¿No es cierto, Dmitri?

— Por supuesto — contesté, y pensé: ese es todo el problema, querida. De eso se trata.

La tormenta amainaba. La nube flotaba hacia el norte, y dejaba al descubierto un cielo gris, brumoso, del cual caía una blanda lluvia gris.

— Yo traje la lluvia — dijo Irina—. Y esperaba que el sábado pudiéramos ir a Solniéchnoie.

— Todavía falta para el sábado — repliqué—. Pero quizá debamos ir.

Ya se había dicho todo. Ahora debíamos hablar sobre Solniéchnoie, sobre anaqueles para Bóbchik, y acerca del lavarropas, que otra vez estaba descompuesto. Y hablamos de todo eso. Y hubo una ilusión de una velada normal, y para ampliar y fortalecer esa ilusión decidimos beber un poco de té. Abrimos un paquete nuevo de Ceilán, enjuagamos la tetera con agua caliente, en la forma más minuciosa y científica, depositamos triunfalmente la caja de Pique Dame sobre la mesa y vigilamos la marmita, esperando el momento del hervor. Hicimos las mismas bromas de siempre y preparamos la mesa, y yo tomé en silencio el formulario de la tienda de comestibles y la nota sobre Lídochka y el pasaporte de I. F. Serguéienko, los estrujé y los metí en el cesto de los papeles.

Y pasamos un momento maravilloso con el té —té de verdad, un elixir—, y hablamos de todo lo que existe bajo el sol, salvo de lo más importante. Me preguntaba qué pensaría Irina, porque parecía haber olvidado toda la pesadilla… me dijo todo lo que pensaba al respecto, y ahora lo había olvidado con alivio, y me dejaba solo, otra vez solo con mi decisión.

Después dijo que debía planchar, y que yo me sentara junto a ella y le contase algo gracioso. Comencé a levantar la mesa, y sonó el timbre de la puerta.

Me encaminé hacia el vestíbulo canturreando una cancioncilla, mientras dirigía una rápida mirada a Irina (serena, limpiaba las sillas con un trapo seco). Abrí la puerta, recordé mi martillo, pero me pareció melodramático ir a buscarlo, y terminé de abrir.

Un hombre alto, muy joven, de impermeable mojado y empapado, cabello rubio me entregó un telegrama, y me pidió que firmara. Tomé su cabo de lápiz, apoyé el recibo contra la pared, escribí la fecha y la hora, a instancias de él, firmé, devolví recibo y lápiz, le agradecí y cerré la puerta. Sabía que no era nada bueno. Allí mismo, en el vestíbulo, bajo la intensa lamparilla de 200 vatios, abrí el telegrama y lo leí.

Era de mi suegra. BÓBCHIK Y YO SALIMOS MAÑANA. VUELO 425. BÓBCHIK GUARDA SILENCIO. VIOLACIÓN UNIVERSO HOMEOSTATICO. CARIÑOS. MAMÁ. Y abajo había pegada una tira de papel: UNIVERSO HOMEOPÁTICO. Leí y releí el telegrama, lo plegué en cuatro, apagué la luz y caminé por el pasillo. Irina me esperaba apoyada contra la puerta del cuarto de baño. Le entregué el telegrama, dije "Mamá y Bóbchik llegan mañana" y fui a mi escritorio. El corpiño de Lídochka cubría mis anotaciones. Lo deposité con cuidado en el alféizar, recogí mis notas, las ordené y las metí en el anotador. Luego tomé un sobre de papel manila nuevo, puse todo adentro, lo até, y todavía de pie escribí en él: "D. Maliánov. Sobre la interacción de las estrellas y la materia en difusión en la galaxia". Lo releí, pensé un poco y taché el D. Maliánov. Luego me puse el sobre bajo el brazo y salí. Irina estaba todavía junto a la puerta del baño; tenía el telegrama apretado contra el pecho. Cuando pasé a su lado, hizo un débil ademán, ya sea para detenerme o para agradecerme. Sin mirarla, le dije: