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Es claro que puedes acostumbrarte a eso, y es probable que te acostumbres a todo, en el mundo. A cualquier derroche. Pero éste no será un desperdicio minúsculo. Me pasé diez años trabajando para esto. Más de diez años… toda mi vida. Desde la infancia, desde el club de ciencias de la escuela, desde los telescopios de fabricación casera, desde los cálculos de los números de Wolfe según las observaciones de alguien. Mis cavidades M; en realidad no sé nada acerca de ellas: qué habría podido hacer con ellas; qué habría podido hacer algún otro, después que yo; continuar, desarrollarlas, acrecentarlas y transmitirlas a otra era, al siglo siguiente. Es probable que de eso saliera algo no tan pequeño. Yo me perdía algo no tan diminuto, si podía conducir a revelaciones que el universo mismo trata de detener. Mil millones de años son mucho tiempo. En mil millones de años una civilización se desarrolla, desde una burbuja de fango…

Pero me aplastarán. Primero no me dejarán vivir en paz, me enloquecerán, y si eso no funciona, sencillamente me aplastarán. ¡Ah, que bueno! Las seis. El sol ya quemaba.

Y entonces, no sé por qué, desapareció el frío animal de mi pecho. Me puse de pie; caminando con calma, fui a la habitación y tomé del escritorio mis papeles y una estilográfica. Regresé a la cocina, me acomodé y me puse a trabajar.

No podía pensar bien — tenía la cabeza rellena de algodón y los párpados me ardían—, pero repasé con cuidado mis anotaciones, me desprendí de todo lo que ya no necesitaba, puse el resto en orden y lo copié todo en un anotador, con lentitud, con placer, eligiendo las palabras con cuidado, como si redactara el esbozo final de un artículo o un informe.

A mucha gente no le agrada esta etapa del trabajo, pero a mí sí. Me gusta pulir los términos, saborear los giros más elegantes y económicos, sorprender los errores ocultos en las notas, trazar gráficos, preparar tablas. Esta es la noble tarea sucia del científico: el resumen, un momento para admirarse de uno mismo y de su producción.

Y me admiré a mí mismo y mi producción hasta que Irina estuvo a mi lado… envolviéndome con el brazo desnudo y apoyando la mejilla cálida contra la mía.

—¿Eh? — dije, y me enderecé.

Era mi Irina habitual, y no el espantajo patético que parecía ayer. Estaba rosada y fresca, con los ojos limpios, alegre. Una alondra. Es una alondra. Yo soy un búho y ella una alondra. En alguna parte leí una clasificación así. Las alondras se acuestan temprano, duermen con facilidad y con gran placer, y despiertan frescas y felices, y empiezan a cantar enseguida, y nada hay en el mundo que las haga dormir hasta el mediodía.

—¿No volviste a dormir? — preguntó, y sin esperar una respuesta fue a la puerta del balcón—. ¿Por qué gritan?

Sólo entonces me di cuenta de que había un estrépito en nuestro patio… el tipo de ruidos de multitud que se escuchan en la escena de un accidente, después que ha llegado la policía, y antes de la ambulancia.

—¡Dmitri! — gritó Irina—. ¡Mira! ¡Hablando de milagros…!

Se me derrumbó el corazón. Conozco esos milagros. Me levanté de un salto…

EXTRACTO 19…un poco de café. E Irina anunció, alegre, que todo había salido a las mil maravillas. Por fin todo, en el mundo, salía maravillosamente. Durante los diez días llegó a aburrirse de Odesa, porque ese verano estaba más atestada que nunca. Me echaba de menos, y no tenía la intención de regresar a Odesa, en especial porque nunca podría conseguir pasaje, y su madre pensaba venir a Leningrado en agosto; entonces traería a Bóbchik. Ahora iría a trabajar, en seguida, en cuanto hubiese terminado el café, y en marzo o abril iríamos a esquiar juntos a Kírosvsk, como lo habíamos planeado.

Comimos una omelet de tomate. Mientras yo la preparaba, Irina registró todo el departamento en busca de cigarrillos, no encontró ninguno y se entristeció un poco, preparó más café y preguntó por Snegovoi. Le dije lo que sabía por Zíkov… eludiendo con cuidado todos los ángulos agudos y tratando de presentarla como la habitual historia trágica. En medio del relato recordé a la bella Lídochka, y casi la mencioné, pero me mordí la lengua.

Irina decía algo acerca de Snegovoi, recordaba algo, y las comisuras de la boca se le cayeron con tristeza ("¡…ahora no hay nadie a quien pedirle un cigarrillo!"), y yo bebí mi café, pensando en lo que debía hacer a continuación. Hasta que resolviese contárselo o no a Irina, quizá fuese mejor no mencionar a Lídochka, ni el pedido de comestibles, ya que todo el asunto era muy poco claro, o tal vez debería decir muy claro, pues durante todo ese tiempo Irina no había dicho una palabra acerca de su amiga o de los comestibles. Es claro que Irina habría podido olvidarlo todo. Primero, toda esa ansiedad, y segundo, Irina siempre se olvida de todo, pero por el momento — retrocede, Satanás— era mejor eludir los problemas. Bien, quizá valiera la pena soltar un globo de ensayo.

Elegí un momento apropiado, cuando Irina dejó de hablar de Snegovoi y pasó a temas más alegres, de cómo Bóbchik cayó en una zanja, y mi suegra tras él, y pregunté con negligencia:

— Bien, ¿y cómo anda Lídochka?

Mi pequeño globo de ensayo fue más bien enorme y torpe. A Irina se le saltaron los ojos de la cara.

—¿Qué Lídochka?

— Ya sabes, tu amiga de la. escuela.

—¿Ponomariova? ¿Qué te hizo pensar en ella?

— Oh, tú sabes — mascullé—. Pensé, nada más. — No había previsto la pregunta—. Sabes, Odesa, el acorazado Potemkin. Sólo la recordé, eso es todo. ¿A qué viene este interrogatorio de tercer grado?

Irina parpadeó un par de veces, y luego dijo:

— Me tropecé con ella. Está tan hermosa, ahora, que tiene que ahuyentar a los hombres con un bastón.

Hubo una pausa. Maldición, no sé mentir. Lindo globo de ensayo. La recibí entre los ojos. Bajo la mirada interrogante de Irina, dejé la taza vacía en el platillo y dije con voz falsa:

Me pregunto cómo andará nuestro árbol y fui al balcón. Bueno, lo de Lídochka estaba claro ahora. Decididamente. ¿Y cómo andaba nuestro árbol?

El árbol se encontraba en su lugar. El gentío raleaba. Estaban sólo el portero, tres empleados, el plomero y dos policías. Abajo se veía también un patrullero amarillo. Todos ellos (salvo el coche, por supuesto) miraban el árbol e intercambiaban opiniones acerca de lo que había que hacer, y lo que ello representaría. Uno de los policías se había quitado el gorro, y se secaba con un pañuelo la cabeza afeitada. El patio comenzaba a hacerse caluroso, y el olor familiar a asfalto recalentado, y a nafta, tenía un nuevo dejo… selvático y extraño. El policía afeitado se puso de nuevo el gorro, guardó el pañuelo y hundió el dedo en la tierra blanda. Me aparté del balcón.

Irina se encontraba en el cuarto de baño. Levanté y lavé los platos. Tenía mucho sueño, pero sabía que no me dormiría. Era probable que no durmiese hasta que terminase todo el asunto. Llamé a Viecherovski. En cuanto escuché el timbre, recordé que no estaría en casa ese día, que dirigía unos exámenes de estudiantes graduados, pero antes que pudiese colgar levantó el tubo.

—¿Estás en casa? — pregunté estúpidamente.

—¿Qué puedo responder? — replicó Viecherovski.

— Muy bien, muy bien. ¿Viste el árbol?

— Sí.

—¿Qué te parece?

— Creo que sí.

Miré hacia el baño y dije, bajando la voz:

— Creo que soy yo.

—¿Sí?

— Ahá. He decidido poner mis notas en orden.

—¿Y lo hiciste?

— No del todo. Trataré de terminar hoy.

Viecherovski guardó silencio.

—¿Para qué? —preguntó.

Me dejó pasmado.

— No sé, de pronto tengo deseos de dejar todo limpio. Pena, supongo. Sentí pena por mi trabajo. ¿Hoy no saldrás?

— Creo que no. ¿Cómo está Irina?

— Parloteando y gorjeando — repuse. Sonreí involuntariamente—. Ya conoces a Irina. Le resbala como el agua a un pato.

—¿Se lo dijiste?

—¿Bromeas? Por supuesto que no.