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Si existía la ley de la entropía no decreciente, la estructura del universo desaparecía y se entronizaba el reinado del caos. Pero por otro lado, si sólo prevalecía una inteligencia en constante autoperfeccionamiento, y todopoderosa, también se desquiciaría la estructura del universo basada en la homeostasis. Por supuesto, eso no significaba que el universo fuera a volverse mejor o peor — apenas distinto—, al contrario del principio de la homeostasis, ya que una inteligencia en constante desarrollo puede tener un único objetivo: modificar la naturaleza. Por eso el meollo de la Homeostasis del Universo consiste en mantener el equilibrio entre el aumento de entropía y el desarrollo de la razón. Por eso no existen ni pueden existir supercivilizaciones, ya que el término supercivilización se usa para una inteligencia desarrollada hasta tal punto, que trasciende, en escala cósmica, más allá de la ley de la entropía no decreciente. Y lo que ahora nos sucedía no era otra cosa que la primera reacción del Universo Homeostático a la amenaza de la conversión de la humanidad en una supercivilización. El universo se defendía.

No me preguntes, dijo Viecherovski, por qué tú y Glújov se convirtieron en las primeras golondrinas del cataclismo que se avecina. No me preguntes cuál es la naturaleza de las señales que perturbaron la homeostasis en ese rincón del universo en que tú y Glújov emprendieron sus investigaciones. En rigor, no me preguntes por ninguno de los mecanismos del Universo Homeostático… no sé nada de ellos, como la gente no sabe nada sobre el funcionamiento de la ley de la conservación de la energía. Todos los procesos se dan de modo que la energía se conserva. Todos los procesos ocurren de tal manera, que dentro de mil millones de años tu obra y la de Glújov, combinadas con la obra de millones de millones de otras personas, nos conduzca al fin del mundo. Es claro que no se trataba del fin del mundo en general, sino del fin del mundo tal como lo observamos hoy, el mundo como existió durante un billón de años, el mundo al cual tú y Glújov, sin siquiera sospecharlo, amenazan con sus microscópicos intentos de vencer la entropía.

Eso es más o menos lo que entendí, aunque no estoy seguro de haberlo entendido bien; podría estar completamente equivocado. Ni siquiera discutí con él. Ya era bastante feo sin eso, pero mirarlo de ese modo hacía que todo resultase tan desesperante, que no supe como reaccionar… por qué seguir viviendo. ¡Dios! ¡D.A. Maliánov contra el Universo Homeostático!

— Escucha — dije—. Si en verdad es así, ¿de qué podemos hablar? Al demonio con mis cavidades M. ¡Elegir! ¿Qué elección puede haber?

Viecherovski se quitó con lentitud los anteojos y se frotó con el meñique el irritado puente de la nariz. Guardó silencio durante un tiempo muy largo, agotadoramente largo. Y yo esperé. Mi sexto sentido me decía que Viecherovski, no me dejaría así, para ser devorado por su homeostasis; jamás me lo habría dicho, si no existiese una salida, una variante, una opción, maldita sea. Y cuando terminó de frotarse la nariz se puso los anteojos de nuevo y habló en voz baja.

— "Se me dijo que ese camino me llevaría al océano de la muerte, y en mitad del trayecto me volví. Desde entonces se abren ante mí senderos tortuosos, desviados, abandonados."

—¿Y bien? — pregunté.

—¿Lo repito? — inquirió Viecherovski.

— Bueno, repítelo.

Lo repitió. Tuve ganas de llorar. Me levanté con rapidez, llené la tetera y la puse en la hornalla.

— Es bueno que exista el té. De lo contrario, ahora estaría borracho como una cuba, caído debajo de la mesa — dije.

— Yo prefiero el café.

Y entonces oí que una llave giraba en la cerradura. Debo de haberme puesto blanco, porque Viecherovski se me acercó y dijo con voz queda:

— Tranquilo, Dmitri, tranquilo. Yo estoy aquí.

Casi no lo escuché.

En el vestíbulo se abrió otra puerta, un vestido susurró, pasos rápidos, los maullidos locos de Kaliam, y yo estaba todavía anonadado y escuché el "Kaliaminiquito", pronunciado sin aliento. Y después:

—¡Dmitri!

No recuerdo cómo fui al vestíbulo. Tomé a Irina, la abracé, la retuve (¡Irina, Irina!), inspiré su familiar perfume… tenía las mejillas mojadas; mascullaba algo extraño:

— Estás vivo, gracias a Dios. Y yo pensé… ¡Dmitri! — Y entonces recuperamos la sensatez. Por lo menos yo. Quiero decir que me di cuenta de que ella estaba allí, y de lo que decía. Y mi amorfo terror pétreo fue reemplazado enseguida por un concreto temor cotidiano. La senté, retrocedí, miré su rostro mojado por las lágrimas (ni siguiera usaba maquillaje):

—¿Qué pasa, Irina? ¿Por qué estás aquí? ¿Dónde está Bóbchik?

No creo que me escuchase. Me aferraba las manos, me miraba a la cara, afiebrada, con los ojos húmedos, y repetía:

— Estaba volviéndome loca… pensé que llegaría tarde… ¿Qué ocurre?

Tomados de la mano, nos escurrimos en la cocina, la senté en mi taburete y Viecherovski le sirvió té fuerte. Lo bebió con avidez, derramando la mitad sobre su abrigo. Tenía un aspecto horrible. Casi no la reconocí. Comencé a temblar, y me apoyé en el fregadero.

—¿Algo le sucedió a Bóbchik? — pregunté, y apenas conseguí hacer funcionar la lengua.

—¿Bóbchik? — repitió ella—. ¿Qué tiene que ver Bóbchik con esto? Casi me volví loca de preocupación por ti. ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Estuviste enfermo? — Gritaba—. ¡Estás tan sano como un toro!

Sentí que se me caía la mandíbula. No entendía nada. Viecherovski preguntó con suma calma:

—¿Recibió malas noticias acerca de Dmitri?

Ella dejó de mirarme y se volvió hacia él. Luego se levantó de un salto, corrió al vestíbulo y regresó, revolviendo el bolso.

— Miren, miren lo que recibí. —Un peine, lápiz de labios, papeles y dinero cayeron al suelo—. Dios, ¿dónde está? ¡Aquí! —Arrojó el bolso sobre la mesa, hundió la temblorosa mano en el bolsillo ¡le erró en el primer intento! y sacó un telegrama arrugado—. Aquí.

Lo tomé. Lo leí. No entendí nada: A TIEMPO. SNEGOVOI. Volví a leerlo, y enseguida desesperado en voz alta:

"DMITRI MAL. APRESÚRESE PARA LLEGAR A TIEMPO. SNEGOVOI".

—¿Por qué Snegovoi? ¿Cómo puede ser Snegovoi?

Viecherovski me quitó el telegrama con movimientos cuidadosos.

— Enviado esta mañana — dijo.

—¿Cuándo? — pregunté en voz alta, como un sordo.

— Esta mañana. A las nueve y veintidós.

—¡Dios! ¿Por qué me hizo semejante jugarreta? Ella…

CAPÍTULO 10

EXTRACTO 18…y entonces yo. Ella no pudo conseguir pasaje en el aeropuerto. Irrumpió en la oficina del director, blandiendo el telegrama, y él le dio cierto papel, pero no resultó de mucha ayuda. No había aviones prontos a despegar, y los que llegaban iban a otra parte. Por último, en desesperación, tomó un avión a Jarkov. Y entonces todo volvió a empezar, pero por añadidura comenzaba a llover. Sólo hacia el anochecer consiguió llegar a Moscú en un avión de carga, que llevaba refrigeradoras y ataúdes. Del aeropuerto de Domodédovo corrió a Sheremétievo, y por último llegó a Leningrado viajando en la carlinga. No había probado un bocado desde que salió, y se pasó casi todo el tiempo llorando. Inclusive en el momento de caer dormida, amenazaba con ir a la oficina de correos a primera hora de la mañana, con la policía, para averiguar de quién era ese trabajo, que canallas eran los responsables. Por supuesto, coincidí con ella, le dije que, es claro, no lo dejaremos así. Por bromas como ésta, habría que sacar a la gente a puñetazos de su puesto; no, más aun, se la debía arrestar. Es claro que no le dije que hoy en día, gracias a Dios, la oficina de correos no aceptaría un telegrama como ese sin confirmación, que es imposible hacer bromas pesadas de ese tipo, y que lo más probable era que nadie hubiese enviado el telegrama, que la teletipo de Odesa lo hubiera impreso por sí misma.