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Guardaron silencio, sentados, mirando las luces que se apagaban, una a una, en el edificio de doce pisos. Apareció Kaliam, maullando con suavidad. Saltó al regazo de Viecherovski, y ronroneó. Viecherovski lo acarició con la larga mano angosta, sin quitar la vista de las luces de la ventana.

— Pierde el pelo — previno Maliánov.

— No importa — respondió Viecherovski con suavidad.

Volvieron, a callar. Ahora, cuando no había un sudoroso Weingarten o un aterrorizado Zájar, con su abominable hijo, o el ordinario pero misterioso Glújov; cuando sólo quedaba Viecherovski, infinitamente sereno e infinitamente confiado, y sin esperar de nadie una decisión sobrenatural… ahora todo parecía un sueño o inclusive un extravagante cuento de hadas. Si en verdad había sucedido, bien, fue hacía mucho tiempo, y en realidad no ocurrió de verdad, se detuvo antes de empezar. Maliánov sintió inclusive un vago interés por ese protagonista de semificción: ¿lo sentenciaron a quince años, o era todo…?

Segunda Parte

CAPÍTULO 9

EXTRACTO 16…recordó a Snegovoi, y la pistola de su pijama, y el sello en la puerta.

— Escucha — dijo—, ¿mataron ellos de veras a Snegovoi?

—¿Quiénes? — respondió Viecherovski después de una pausa.

— Bueno, este… — empecé, y me interrumpí.

— Snegovoi, a juzgar por lo que se sabe, se suicidó —afirmó Viecherovski—. No pudo soportarlo.

—¿No pudo soportar qué?

— La presión. Eligió.

Ahora ya no era un cuento de hadas extravagante. Sentí dentro de mí el miedo familiar, y metí los pies bajo el cuerpo, en la silla, y me abracé las rodillas. Me acurruqué con tanta fuerza, que los músculos me crujieron. Era yo, y me estaba sucediendo a mí. No al principito Iván, ni a Iván el Tonto Sabio… ni a un protagonista de cuento de hadas… sino a mí. Viecherovski podía hablar, él estaba a salvo.

— Escucha — dije con los dientes apretados—. ¿Qué pasa contigo y Glújov? Tuvieron una conversación muy rara.

— Me encolerizó.

—¿Cómo?

Viecherovski no contestó enseguida.

— No se atreve a estar solo — dijo.

— No entiendo — dije, luego de pensarlo un poco.

— Lo que me irrita no es la forma en que hizo su elección — dijo Viecherovski con lentitud, como si pensara en voz alta—. ¿Pero por qué insistir en justificar su acción? Y no sólo justificarla, sino tratar de que los demás lo imiten. Le avergüenza ser débil entre gente fuerte, y quiere que ustedes también sean débiles. Piensa que de ese modo le resultará más fácil. Y hasta es posible que tenga razón, pero su actitud me enfurece.

Lo escuché, boquiabierto, y cuando terminó pregunté:

—¿Quiere decir que Glújov también está… bajo presión?

— Estaba bajo presión. Ahora se encuentra sencillamente aplastado.

— Espera un momento.

Viecherovski volvió el rostro hacia mí con lentitud:

—¿No entendiste?

—¿Qué quieres decir? El dijo… lo escuché con mis propios oídos… Quiero decir, se puede ver, sencillamente, que no soñó ni imaginó… ¡es evidente!

Pero ya no me parecía tan evidente. Muy por el contrario.

— Entonces no entendiste — replicó Viecherovski, mirándome con curiosidad—. Zájar sí. —Sacó la pipa por primera vez en la noche, y se puso a llenarla con tranquilidad—. Es extraño que no hayas entendido. Bien, resultó claro que estaba trastornado. Juzga tú mismo: al hombre le encantan las novelas de misterio, le encanta mirar televisión, hoy dan su espectáculo favorito, pero por algún motivo corrió a encontrarse con personas desconocidas… ¿para qué? ¿Para quejarse de sus dolores de cabeza? — Frotó un fósforo y encendió la pipa—. Y además, lo reconocí enseguida. — Una llama anaranjada bailó en sus ojos. Chupó la pipa—. Ha cambiado mucho. Antes era un cable cargado de electricidad… enérgico, excitable, sarcástico. Nada de esas prédicas al estilo de Rousseau, y nada de beber vodka. Primero sólo sentí pena por él, pero cuando comenzó a entonar las alabanzas de su nueva filosofía, me enfurecí.

Se concentró en la pipa.

Me hice una bola más apretada. De modo que así eran las cosas. El hombre había sido aplastado. Seguía con vida, pero ya no era el mismo hombre. Carne quebrada, espíritu quebrado. ¿Qué le hicieron que no pudo soportarlo? Pero supongo que existen presiones que ningún hombre es capaz de aguantar.

—¿Quieres decir que también condenas a Snegovoi? — inquirí.

— No condeno a nadie — replicó Viecherovski.

— Bien… Glújov te enfurece.

— No me entendiste — dijo Viecherovski con cierta impaciencia—. No me irrita la elección de Glújov. ¿Qué derecho tengo a irritarme por la elección que hizo un hombre que quedó solo, sin ayuda, sin esperanzas? Me encoleriza el comportamiento de Glújov después de su decisión. Repito: está avergonzado de su elección, y por eso — y sólo por eso— trata de convertir a los demás a su fe. En otras palabras, a causa de la imagen que tiene de sí mismo, aumenta la presión ya insoportable que experimenta. ¿Entiendes?

— Con la cabeza, sí.

Quise agregar que Glújov era perfectamente entendible, y que si se lo podía entender, también era posible perdonarlo; que Glújov estaba más allá del reino del análisis, en un reino en que sólo era aplicable la compasión, pero me di cuenta de que no tenía fuerzas para hablar. Temblaba. Sin ayuda y sin esperanzas. Sin ayuda y sin esperanzas. ¿Por qué yo? ¿Para qué? ¿Qué les hice yo? Debía continuar con mi parte de la conversación, y dije, apretando los dientes después de cada palabra:

— En fin de cuentas, existen presiones que ningún hombre de la tierra puede soportar.

Viecherovski respondió algo, pero no lo escuché o no lo entendí. Me daba cuenta de que ayer yo era un hombre, un miembro de la sociedad. Tenía mis propios problemas y preocupaciones, sí, pero mientras obedeciera a las leyes creadas por el sistema — y eso se había convertido en un hábito—, mientras obedeciese esas leyes, me encontraba protegido de todos los peligros imaginables por la policía, el ejército, los sindicatos, la opinión pública, y mis amigos y mi familia. Ahora, algo había enloquecido en el mundo que me rodeaba. De pronto estaba convertido en un siluro metido en una grieta, rodeado de vagas sombras monstruosas que ni siquiera necesitaban enormes mandíbulas abiertas… Un leve movimiento de sus aletas me haría polvo, me aplastaría, me haría puré. Y se me dejaba aclarado que mientras estuviese oculto en la grieta no podría ser tocado. Pero era mucho más aterrador que eso. Me hallaba separado de la humanidad tal como un cordero es separado del rebaño y arrastrado a alguna parte, por razones, desconocidas, en tanto que el rebaño, sin sospecharlo, sigue en sus cosas, se aleja aún más. Me habría sentido mucho mejor si hubiesen sido alienígenas belicosos, unos sanguinarios y destructivos agresores del espacio exterior, de las profundidades oceánicas, de la cuarta dimensión. ¡Habría sido uno de entre tantos; habría habido un lugar para mí, trabajo; estaría incluido en las filas! Pero estaba condenado a perecer ante la mirada de todos. Nadie vería nada, y cuando fuese destruido, convertido en polvo, todos se sorprenderían, y después se encogerían de hombros. Gracias a Dios que Irina no estaba allí. ¡Gracias a Dios que eso no la afectaba! ¡Una pesadilla! ¡Una increíble tontería! Sacudí la cabeza con tanta fuerza como me era posible.

—¿Todo este embrollo porque trabajo en la materia en difusión?

— En apariencia, sí —dijo Viecherovski.

Lo miré, horrorizado.

—¡Escucha, Fil, no tiene sentido! — exclamé, desesperado.

— Desde el punto de vista humano, ninguno — respondió Viecherovski—. Pero no es la gen le la que tiene algo contra tu trabajo.