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Viecherovski esperó un rato, y luego, seguro de que Maliánov había dejado de hablar, prosiguió:

— Quisiera destacar lo siguiente. (Cuando el asunto se formula de esa manera, los problemas personales de uno pasan a segundo plano.) Hablamos del destino de la humanidad. Bien, tal vez no en el sentido fatal de la palabra, pero de todos modos, del destino de su dignidad. Así que ahora nuestra meta no consiste sólo en proteger tu revertasa, Val, sino el futuro de la biología de todo nuestro planeta. ¿O me equivoco?

Por primera vez en presencia de Viecherovski, Val se infló hasta sus proporciones habituales. Asintió con suma energía, pero dijo algo que Maliánov no esperaba. Dijo:

— Sí, así es. Todos entendemos que aquí no estamos hablando de nosotros nada más. Hablamos de cientos de proyectos de investigación. Quizá de miles. Qué digo… ¡del futuro de la investigación en general!

— Y bien — dijo Viecherovski con fuerza—, tenemos por delante una batalla. El arma de ellos es el secreto, por lo cual la nuestra será la publicidad. Lo primero que debemos hacer es contarlo todo a nuestros amigos que, por una parte, posean suficiente imaginación para creernos, y por otra, bastante autoridad para convencer a sus colegas que ocupan altos puestos en la ciencia. De ese modo entraremos en contacto con el gobierno en forma oblicua, y conseguiremos acceso a los medios de comunicación de masas. Entonces podremos informar a toda la humanidad, si es necesario. Lo primero que hicieron fue correctísimo. Recurrieron a mí. Por mi parte, trataré de convencer a varios matemáticos que al mismo tiempo son importantes administradores. Como es natural, empezaré por nuestra propia gente, y luego pasaré a los matemáticos extranjeros.

Estaba animado, erguido, y hablaba, hablaba, hablaba. Mencionó nombres, títulos, puestos; definió con claridad a quién debía ver Maliánov y a quién tenía que recurrir Weingarten. Cualquiera habría dicho que hacía días que planeaba eso. Pero cuanto más hablaba más deprimido se mostraba Maliánov. Y cuando Viecherovski, con una agitación en todo sentido indecente, pasó a la parte dos de su programa, la apoteosis — en que la humanidad, unida por la alarma general, combate contra el enemigo supercivilizado, cuerpo a cuerpo, en todo el planeta—, bien, Maliánov sintió que ya no podía mas, se levantó, fue a la cocina a preparar té fresco. Viecherovski, sí. Gran cerebro. El pobre tipo debe de estar aterrorizado también. Esta no es una simple discusión sobre telepatía. Pero la culpa es nuestra: Viecherovski esto, Viecherovski lo otro. Viecherovski es nada más que un tipo común. Un hombre listo, sí, una figura importante, pero no más que eso. Mientras se hable de abstracciones, es enorme, pero cuando se trata de la vida real… Le dolía que Viecherovski se hubiese puesto enseguida de parte de Val, y ni siquiera hubiese querido escucharlo. Maliánov tomó la tetera y regresó a la habitación.

Como es natural, Weingarten se dedicaba a aporrear a Viecherovski. Un respeto profundo es un respeto profundo, pero cuando un hombre vomita tonterías, de nada sirve el respeto. Tal vez Viecherovski cree que está tratando con idiotas absolutos. Quizá Viecherovski tiene guardados en alguna parte un par de académicos autorizados y débiles mentales que saludarán con entusiasmo esta noticia, luego de una o dos botellas. El, Weingarten, no tenía académicos como esos. El, Weingarten, tenía a su viejo amigo Dmitri Maliánov, de quien esperaba alguna simpatía definida, en especial porque Maliánov se encontraba en el mismo aprieto. ¿Y qué pasaba… acogía con entusiasmo su relato de congojas? ¿Con interés? ¿Con la menor simpatía? ¡Un cuerno! Lo primero que dijo fue que Weingarten mentía… y a su manera, Maliánov tiene razón. A Weingarten le aterroriza el pensar siquiera abordar a su jefe con una historia como ésa, aunque su jefe sea todavía un hombre joven, no esté osificado, y se muestre bien dispuesto hacia cierta noble locura en la ciencia. No conoce la situación de Viecherovski, pero él, Weingarten, no tiene la intención de pasarse el resto de sus días ni siquiera en el más lujoso de los loqueros.

—¡Los ordenanzas vendrán y nos llevarán a todos! — dijo Zájar, lastimero—. Eso está claro. Para ustedes estará bien, pero a mí me tildarán, además, de maniático sexual.

— Espera, Zájar — dijo Weingarten con irritación—. ¡No, Fil, no te reconozco! Supongamos que todo lo que decimos sobre instituciones para enfermos mentales es una exageración. ¡Aun así, eso será el final de nuestras carreras de científicos, inmediatamente! ¡Nuestra reputación quedará arruinada! Y además, maldito sea, aunque encontrásemos en la Academia una o dos almas que simpatizaran con nosotros, ¿cómo podrían ir al gobierno a llevarle estos desvaríos? ¿Quién querría correr ese riesgo? ¿Sabes el tipo de presión que sería necesario ejercer sobre un hombre para que se arriesgase a eso? Y por la humanidad, nuestros queridos cohabitantes del planeta Tierra… — Weingarten agitó la mano y miró a Maliánov con sus ojos color de oliva—. Sírveme un poco de té caliente — dijo—. Publicidad… la publicidad es un arma de doble filo, sabes. — Y comenzó a sorber su té, frotándose la nariz con el dorso del velludo brazo.

—¿Quién quiere un poco más? — preguntó Maliánov.

Trató de no mirar a Viecherovski. Sirvió té a Zájar, a Glújov. A sí mismo. Se sentó. Sentía mucha pena por Viecherovski, y la situación le resultaba incómoda. Val tenía razón: la reputación de un hombre de ciencia es una cosa frágil. Un solo discurso fallido, ¿y dónde queda tu reputación, Filíp Pávlovich Viecherovski?

Este se encontraba acurrucado en su silla, la cara entre las manos. Era insoportable.

— Sabes, Fil, es probable que tus sugestiones, tu plan de acción, sean correctos en teoría — dijo Maliánov—. Pero ahora no necesitamos teorías. Necesitamos un plan que pueda realizarse en circunstancias reales. Tú dices: una humanidad unida. ¿Sabes? es posible que tu plan pueda ejecutarlo alguna forma de vida, pero no la nuestra, no los terráqueos, quiero decir. Nuestra gente jamás creería en algo como eso. ¿Sabes cuándo creeremos en una supercivilización? Cuando esa supercivilización descienda a nuestro nivel y comience a rociarnos con bombas desde chirriantes naves espaciales. Entonces, creeremos, entonces nos uniremos, pero ni aún así enseguida. Es probable que primero nos lancemos algunas salvas unos a otros.

—¡Así es, precisamente! — convino Weingarten con voz desagradable, y prorrumpió en una breve carcajada.

Nadie dijo nada.

— Y de cualquier modo mi jefe es una mujer — dijo Zájar—. Mujer amable, muy dulce, ¿pero cómo puedo hablarle de esto? ¿De mí, quiero decir?

Todos siguieron sentados en silencio, sorbiendo té. Luego Glújov habló con suavidad.

—¡Qué espléndido té! De veras, eres un especialista, Dmitri: Hace siglos que no bebo un té así. Sí… es claro, todo esto es difícil y poco claro. Por otro lado, miren el cielo, que hermosa luna. Té, un cigarrillo… ¿qué más necesita un nombre? ¿Una buena serie de detectives en la televisión? No sé. Ahora bien, tú Dmitri, estás haciendo algo relacionado con las estrellas, con los gases interestelares. En verdad, ¿por qué te metes con eso? Piénsalo. Algo quiere que no hurgues en esos problemas. Bien, la respuesta es sencilla: no lo hagas. Bebe té, mira la televisión. Los cielos no son para hurgarlos… son para admirarlos. Y entonces el chico de Zájar anunció en voz alta:

—¡Eres un bribón!

Maliánov pensó que se refería a Glújov. Pero no. El chico, entrecerrando los ojos como un adulto, miraba a Viecherovski, y lo amenazaba con un dedo cubierto de chocolate.

— Sh, sh, — susurró Zájar, impotente. De súbito Viecherovski aparto las manos del rostro y volvió a su posición anterior: repantigado en la silla, con las piernas estiradas y cruzadas en los tobillos. En su cara había una sonrisa.

— Bien — dijo—, me alegra demostrar que la hipótesis del camarada Weingarten nos lleva a un callejón sin salida, eso resulta claro a simple vista. Es fácil ver que la hipótesis sobre la Unión de los Nueve nos llevará al mismo callejón sin salida, lo mismo que la misteriosa inteligencia que se oculta en las profundidades del mar, o cualquier otra fuerza racional. Sería muy bueno que todos ustedes se detuvieran por un minuto para pensar y convencerse de que lo que digo es correcto.