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Consideraba que los disgustos provocados por los desconocidos del espacio comenzaron con la aparición de un repulsivo prurito en sus pies. Corrió a consultar a un médico en cuanto vio el salpullido, porque siempre cuidaba su salud. El médico lo tranquilizó, le dio unas píldoras, y la erupción desapareció. Pero entonces vino la invasión de mujeres. Llegaron en manadas… todas las mujeres con quienes alguna vez estuvo relacionado. Rondaban por su departamento de a dos y en tercetos; un espantoso día hubo cinco mujeres en su departamento al mismo tiempo. Y sencillamente no entendía qué querían de él. Lo injuriaban; se le arrojaban a los pies; le suplicaban quién sabe qué; reñían entre sí como gatas; le rompían todos los platos, destrozaron el tazón de agua azul, japonés, y le arruinaron los muebles. Tenían accesos de histeria; trataban de envenenarse, algunas amenazaron con envenenarlo a él, y eran inagotables y sumamente exigentes en lo referente a hacer el amor. Y muchas de ellas estaban casadas desde hacía tiempo, amaban a sus esposos e hijos, y los esposos también fueron al departamento de Gúbar y se comportaron en forma extraña. (En esta parte de la narración, Gúbar masculló más que nunca).

En una palabra, su vida se convirtió en un infierno; tenía una erupción en todo el cuerpo; ya ni se hablaba de trabajar, y tuvo que pedir licencia sin sueldo, aunque estaba muy endeudado. (Al principio buscó refugio, contra la embestida, en el instituto, pero muy pronto se dio cuenta de que ello sólo haría que sus problemas personales surgieran a la luz en público. Esta parte también la masculló).

Ese infierno duró diez días, sin tregua, y terminó de pronto, la antevíspera. Acababa de entregar la última de las mujeres a su esposo, un torvo sargento de policía, cuando apareció una mujer con un chico. Recordaba a la mujer. La había conocido seis años antes. Se encontraban en un ómnibus atestado, apretujados el uno contra el otro. El la miró, y le gustó lo que vio. Perdón, le dijo, ¿no tendría un trozo de papel y un lápiz? Sí, aquí tiene, repuso ella, sacando del bolso los artículos pedidos. Muchas gracias, dijo él, y ahora escriba, por favor, su nombre y número de teléfono. Pasaron unos días maravillosos en la costa de Riga, y se separaron en forma imperceptible… en apariencia para no volver a encontrarse más, y sin ataduras.

Y ahora aparecía en su umbral, con el chico, y decía que éste era hijo de él. Hacía tres años que estaba casada con un hombre muy bueno y muy famoso, a quien amaba y respetaba profundamente. No pudo explicar a Gúbar por qué había ido. Lloró cada vez que él trató de averiguarlo. Se retorció las manos, y se veía a las claras que sentía que su conducta era inmoral y criminal. Pero no se iba. Los días que pasó en el destrozado departamento de Gúbar fueron la peor parte de la pesadilla. Se comportaba como una sonámbula, hablaba todo el tiempo. Gúbar entendía las palabras, pero no le resultaba posible encontrarles sentido. Y el día anterior, por la mañana, la mujer despertó. Sacó a Gúbar de la cama, lo llevó al cuarto de baño, abrió al máximo las llaves del agua y susurró una historia absolutamente increíble al oído de Gúbar.

Según ella (en interpretación de Gúbar), aparentemente existía, desde tiempos antiguos, esa secreta y semimística Unión de los Nueve en la tierra. Eran sabios monstruosamente sigilosos, de muy larga vida o inmortales, a quienes sólo les preocupaban dos cosas: primero, reunir y dominar todos los logros de cada una de las ramas de la ciencia, y segundo, asegurarse de que ninguno de los nuevos avances científico-tecnológicos fuesen empleados por la gente para su propia destrucción. Esos sabios eran casi omnisapientes, y casi todopoderosos. Resultaba imposible ocultarse de ellos, y de nada valía luchar contra ellos. Y ahora esa Unión de los Nueve la emprendía con Zájar Gúbar. Por qué con él… ella no lo sabía. Tampoco sabía qué debía hacer Gúbar ahora. Eso tendría que decidirlo él. Ella sólo sabía que todos sus sinsabores recientes representaban una advertencia. No sabía quién había dado la orden. En verdad, no sabía nada más. Ni quería saberlo. Sólo deseaba tener la certeza de que nada malo le ocurriera al chico. Rogó a Gúbar que no se resistiese, y que pensara veinte veces antes de tomar alguna medida. Y ahora debía irse.

Llorando, con el rostro hundido en el pañuelo, se fue. Y Gúbar quedó con el chico. No quiso decir qué sucedió entre ellos hasta las tres de la tarde. Pero algo ocurrió.

(El chico hizo una breve declaración al respecto: «Le expliqué las cosas, eso es todo»). A las tres, Gúbar ya no pudo aguantar más, y corrió a ver a Weingarten, su amigo íntimo.

— Todavía no entiendo nada — terminó—. Escuché a Val y te escuche a ti, Dmitri. Sigo sin entender. ¿No será el calor? Dicen que hace ciento cincuenta años que no tenemos tanto calor. Y nos hemos enloquecido, cada uno a su manera.

— Espera un momento, Zájar — dijo Weingarten, ceñudo—. Eres una persona estable, así que por el momento no empieces con las hipótesis.

—¡Qué hipótesis! — exclamó Gúbar, desdichado—. Me resulta claro, sin hipótesis, que aquí no encontraremos nada. Tenemos que informar de esto en el lugar adecuado, eso es lo que yo digo.

Weingarten le lanzó una mirada aplastante.

—¿Y dónde propones que informemos de esto?

—¿Qué se yo? Tiene que haber alguna organización. Algún organismo local.

El chico rió entre dientes, y Gúbar se calló. Maliánov imaginó a Weingarten informando en el organismo competente, trasmitiendo al interesado investigador su fábula sobre el enano pelirrojo de ceñido traje negro. Gúbar parecía un tanto raro en la misma situación. Y en cuanto al propio Maliánov…

— Bien, hermanos, ustedes hagan lo que quieran, pero la estación de policía no es el lugar para mí. Un hombre murió en extrañas circunstancias al otro lado del corredor, y yo fui el último que lo vio con vida. Y no tiene sentido que me vaya, tengo la sensación de que vendrán a buscarme.

En el acto, Weingarten le sirvió una copa de coñac, y Maliánov la bebió de un trago, sin siquiera saborearla. Weingarten dijo con un suspiro:

— Sí, amigos. No hay nadie con quien consultar. Una palabra, y nos meterán en el loquero. Tendremos que arreglárnoslas nosotros mismos. Adelante, Dmitri, habla. Tú tienes una cabeza clara. Vamos, piensa.

Maliánov se frotó la frente.

— En verdad tengo la cabeza rellena — repuso—. No puedo decir nada. Todo esto es una pesadilla. Entiendo una cosa: a ustedes se les dijo que dejaran el trabajo. A mí no me dijeron nada, pero mi vida fue convertida en un…

—¡Correcto! — interrumpió Weingarten—. Hecho número uno: a alguien no le gusta nuestro trabajo. Pregunta: ¿a quién? Observen: un desconocido viene a verme. — Weingarten contó los datos con los dedos—. Un agente de la Unión de los Nueve va a ver a Zájar. De paso, ¿oyeron hablar de la Unión de los Nueve? Tengo el nombre en la cabeza, debo de haber leído algo, pero no recuerdo dónde. Nadie viene a verte a ti. Es decir, por supuesto que te visitan, pero son agentes disfrazados. ¿Cuál es la conclusión que se puede extraer aquí?

—¿Y bien? — preguntó Maliánov, lúgubre.

— La conclusión que se sigue es que no existen alienígenas ni ancianos sabios, sino otra cosa, una fuerza… y que nuestro trabajo le molesta.

— Eso es una tontería — dijo Maliánov—. Delirio. Basura. Piensa un poco. Yo trabajaba en las estrellas, en la nube de polvo gaseoso. Tú tienes esa revertasa. Y Zájar está en verdad en otro campo… en la electrónica aplicada. — De pronto recordó—. Snegovoi también había hablado de eso ¿Saben que dijo? Dijo: «Mira donde está la hacienda y donde está el agua». Acabo de entender qué quiso decir con eso. El pobre también se devanaba los sesos con ese asunto. ¿O tal vez creen que aquí hay tres poderes distintos en funcionamiento? — inquirió con tono ácido.

—¡No, amigo, espera un momento! — insistió Weingarten—. No tan de prisa.