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Parecía como si lo hubiese analizado hacía tiempo, y fuera a aclararlo todo, enseguida, siempre que, por supuesto, dejaran de interrumpirlo y le permitiesen hablar. Pero no aclaró nada… Calló y miró el frasco vacío de los arenques.

Todos guardaron silencio. Luego Gúbar habló con suavidad.

— No hago más que pensar en Snegovoi. Quiero decir… es probable que también a él le hayan ordenado dejar su trabajo… ¿y cómo podía hacerlo? Era un militar… Su trabajo era…

—¡Tengo que hacer pis! — anunció el chico, y cuando Gúbar suspiró y lo llevó al excusado, agregó en voz alta—. ¡Y también lo otro!

— No, amigo, no te precipites — volvió a decir Weingarten—. Imagina por un segundo que existe sobre la tierra un grupo de criaturas lo bastante poderosas para hacernos estas bromas. Digamos que es la Unión de los Nueve. ¿Qué les importa a ellos? Poner fin a ciertos trabajos en cierto campo, que lleva a ciertas metas. ¿Cómo lo sabes? Tal vez haya en Leningrado otras cien personas que se están volviendo locas como nosotros. Y como nosotros, temen admitirlo. Algunas tienen miedo, y otras turbación. ¡Y hasta es posible que algunas se sientan felices! Están haciendo atrayentes ofrecimientos, ¿sabes?

— A mí no me hicieron ofrecimientos atrayentes — dijo Maliánov, melancólico.

—¡Y eso también es intencional! Eres un babieca, no te interesa el dinero. Ni siquiera sabes cómo sobornar a la persona que corresponde en el momento oportuno. Todo el mundo es un enorme obstáculo para ti. Todas las mesas están reservadas en un restaurante, y eso es un obstáculo. Hay una cola para conseguir entradas, y eso es un obstáculo. Alguien tiene ciertos tratos con tu esposa y…

—¡Está bien! ¡Basta! No necesito una disertación.

— No. Tranquilízate, amigo. Es una suposición muy posible. Y significa, es claro, que son enormes, fantásticamente poderosos… pero maldito sea, la hipnosis y la sugestión existen, ¡e inclusive, hasta la sugestión telepática! No amigo, imagina: hay una raza, una raza antigua, sabia, y quizá ni siquiera humana… nuestros competidores. Han estado esperando con paciencia, reuniendo datos, preparándose. Y ahora deciden asestar el coup de grace. Y fíjate: no en guerra franca, sino de modo mucho más inteligente. Se dan cuenta de que crear montañas de cadáveres es inútil, bárbaro y peligroso también para ellos. Y entonces resuelven actuar con cuidado, con un escalpelo, en el sistema nervioso central, el cimiento de todos los cimientos, la investigación más promisoria. ¿Entiendes?

Maliánov lo escuchó y no lo escuchó. Una sensación desagradable le subía por la garganta. Quería cerrar los oídos, irse, acostarse, tenderse, ocultar la cabeza bajo una almohada. Era el miedo.

Y no el miedo común y corriente, sino el Miedo Negro. Vete de aquí. Corre para salvar la vida. Déjalo todo, escóndete, entiérrate, ahógate. Eh, tú, se gritó a sí mismo. ¡Despierta, idiota! No puedes hacer eso, morirás. Y habló con cierto esfuerzo.

— Lo entiendo, pero es una tontería.

—¿Por qué?

— Porque es un cuento de hadas. — Se le puso ronca la voz, y tosió—. Para lectores jóvenes. ¿Por qué no lo escribes y lo llevas a Publicaciones Fogata? Asegúrate de que el pionero Vasia destruya a la pandilla maligna, al final, y salve al mundo.

— Muy bien — dijo Weingarten con serenidad—. ¿Esas cosas nos sucedieron?

— Bueno, sí.

—¿Los sucesos fueron fantásticos?

— Bien, digamos que lo fueron.

— Y entonces, amigo, ¿cómo esperas explicar acontecimientos fantásticos sin hipótesis fantásticas?

— No sé nada de eso — replicó Maliánov—. Ustedes dos tuvieron sucesos fantásticos. Y tal vez estuvieron bebiendo como locos durante las dos últimas semanas. A mí no me ocurrió nada fantástico. Yo no bebo.

El rostro de Weingarten se puso rojo como una remolacha, y golpeó en la mesa con el puño y gritó:

—¡Maldición, tienes que creernos, si no nos creemos unos a otros, maldición, todo se irá al demonio! ¡Tal vez esos canallas cuentan con eso, maldición! Que no nos creamos unos a otros, que terminemos aislados, cada uno para ser manipulado como se les ocurra.

Gritaba y bramaba con tanta furia, que Maliánov se amedrentó.

Y hasta se olvidó del Miedo Negro.

— Bueno, muy bien — dijo—, vamos, basta, no te pongas histérico. Fue un error de mi parte, lo siento, lo siento, no lo dije en serio. — Gúbar regresó del excusado y los miró, aterrorizado.

Terminados sus gritos, Weingarten se levantó de un salto, tomó de la refrigeradora una botella de agua mineral, le arrancó con los dientes la tapa de plástico y bebió de la botella. El agua carbonatada le corrió por las velludas mejillas gordas, y en el acto apareció en forma de sudor en su frente y en sus peludos hombros desnudos.

— Quiero decir que lo que en verdad pensaba — dijo Maliánov, apaciguador— es que no me gusta que las cosas imposibles se expliquen por causas imposibles. ¿Sabes? la navaja de Occam. De lo contrario te sale Dios sabe qué.

— Bien, ¿y qué sugieres? — interrogó Weingarten, aplacado, metiendo bajo la mesa la botella vacía.

— No tengo sugestiones. Si las tuviera, te las diría. Mi cerebro ha quedado paralizado por el temor. Sólo que me parece que si en verdad son tan todopoderosos, habrían podido arreglar todo el asunto con mucha mayor sencillez.

—¿Cómo, por ejemplo?

— Oh, no sé. Bien, habrían podido envenenarte con conservas podridas. Y a Zájar… una descarga de mil voltios. Y de todos modos, ¿por qué molestarse siquiera con tanta matanza y terror? Y si son telépatas tan competentes, podrían hacernos olvidarlo todo, fuera de las matemáticas más sencillas. O crear un reflejo condicionado: en cuanto nos sentamos a trabajar, tenemos colitis, o influenza: nos chorrea la nariz, nos duele la cabeza. O eccema. Hay muchísimas cosas. En silencio, con tranquilidad; nadie se habría enterado.

Weingarten esperó a que terminase.

— Mira, Dmitri, tienes que entender una cosa…

Pero Zájar no lo dejó terminar.

—¡Un momento! — suplicó, extendiendo las manos como para empujar a Weingarten y Maliánov a sus respectivos rincones—. Déjenme hablar mientras puedo recordarlo. ¿Quieres esperar, Val, y dejarme hablar? Es sobre las jaquecas. Acabas de mencionarlas, Dmitri. ¿Saben? el año pasado me hospitalizaron.

Resultó que el año anterior estuvo en el hospital porque algo andaba mal en su sangre, y compartió una habitación con ese Vladen Semiónovich Glújov, un orientalista. Glújov estaba allí por problemas cardíacos, pero no se trataba de eso. Se trataba de que trabaron amistad, y que cuando salieron se encontraban de vez en cuando. Y dos meses atrás el mismo Glújov se quejó a Gúbar de que tenía ese enorme proyecto para el cual hacía diez años que reunía materiales, y que todo se iba al demonio por algo muy extraño que le sucedía. A saber: en cuanto se sentaba a escribir acerca de sus investigaciones, la cabeza le dolía espantosamente, hasta el punto de la náusea y de los accesos de desvanecimiento.

— Y sin embargo podía pensar libremente en su trabajo — continuó Zájar—, leer materiales e inclusive, creo, hablar de eso… aunque no estoy seguro, y no quiero mentirles. Pero no le era posible escribir. Y después de lo que dijiste tú, Dmitri…

—¿Conoces su dirección? — preguntó Weingarten.

— Sí.

—¿Tiene teléfono?

— Sí. Tengo su número.

— Adelante. Invítalo a venir. Es uno de los nuestros.

Maliánov se levantó de un salto.

—¡Vete al demonio! — gritó—. ¡Estás demente! No puedes hacer eso. Tal vez sea nada más que una cosa.

— Todos tenemos una cosa.

—¡Val, es un orientalista! ¡Un campo distinto por completo!

— Es el mismo, amigo, juro que es el mismo.

—¡No lo hagas! Zájar, siéntate, no le prestes atención. Está totalmente ebrio.

Resultaba horrible e imposible imaginar a un normal y total desconocido entrando en esa cocina calurosa, repleta de humo, para hundirse en la absoluta locura, terror y borrachera.