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—¿Por qué "por supuesto"?

Suspiré.

— Sabes, Fil, yo también pienso en eso. ¿Debo decírselo, o no? No lo sé.

— En caso de duda — declaró Viecherovski—, no hagas nada.

Estaba por decirle que esa era una información que conocía sin necesidad de que me la comunicara, cuando oí que Irina cerraba la ducha. Murmuré en el teléfono:

— Bien, ahora voy a trabajar. Si hay algo, llámame. Estaré en casa.

Irina se vistió y maquilló, me besó en la nariz y salió saltando. Yo me eché en la cama, con la cabeza apoyada en las manos, y me puse a pensar. Kaliam apareció enseguida, trepó sobre mí y se tendió a mi lado. Estaba suave, caliente y húmedo, y me quedé dormido. Fue como si me desvaneciera. Mi conciencia desapareció, y reapareció de golpe. Kaliam ya no estaba en la cama, y alguien tocaba el timbre. Con la señal: ta tata tata. Me levanté. Tenía la cabeza clara, y me sentía particularmente pendenciero. Estaba preparado para la muerte, y para un combate mortal. Sabía que se iniciaba un ciclo, pero ya no había más temor… sólo decisión irreflexiva, furiosa.

Pero sólo era Weingarten. Una cosa totalmente imposible: estaba más sudoroso, desaseado, sucio y descuidado que la víspera.

—¿Qué es ese árbol? — preguntó en el acto, en la puerta. Y otra imposibilidad: cuchicheaba.

— Puedes hablar en voz alta — dije—. Entra.

Entró, pisando con cuidado y mirando en torno, metió en el armario dos bolsos de compras con manuscritos, y se limpió el cuello húmedo con la mano húmeda. Hice entrar a Kaliam, tirándole de la cola, y cerré la puerta.

—¿Y bien? — dijo Weingarten.

— Como ves — repuse—. Vamos a mi cuarto.

—¿El árbol es trabajo tuyo?

— Mío.

Nos sentamos. Yo me senté a la mesa, Weingarten en la silla próxima a ella. El enorme vientre velludo le asomaba por debajo de la remera de red y del rompevientos de nyIon, desabotonado. Jadeaba, resoplaba; se secó, retorció el cuerpo y sacó el atado de cigarrillos del bolsillo de atrás. Y susurró una retahíla de maldiciones, dirigidas a nada en especial.

— Entonces la batalla continúa — dijo por fin, exhalando gruesas columnas de humo por las velludas fosas nasales—. Mejor morir de pie, ta-ta, que de rodillas… y todo eso. ¡Estúpido! — gritó—. ¿Estuviste abajo? ¡Idiota! ¿Por lo menos viste cómo crece? ¡Fue una explosión! ¿Y si hubiera ocurrido debajo de tu culo? ¡Bum, ka-bum, y ta-ta!

—¿Por qué gritas? — inquirí—. ¿Quieres unas gotas de valeriana?

—¿Tienes un poco de vodka?

— No.

—¿Un poco de vino entonces?

— Nada. ¿Qué me trajiste?

—¡Mi premio Nobel! — vociferó—. ¡Te traje mi Nobel, eso! ¡Pero no para tí, idiota! Ya tienes bastante con tus problemas. — Atacó su chaqueta, arrancó el botón de arriba y maldijo—. En la actualidad no existen demasiados idiotas — anunció—. En nuestros tiempos amigo, la mayoría supone, y muy bien, que es mejor ser rico y sano, y no pobre y enfermo. No necesitamos mucho: un tren cargado de pan y otro cargado de caviar; y el caviar puede ser negro, y el pan blanco. Este no es el siglo XIX, amigo — dijo con sinceridad—. El siglo XIX está muerto y enterrado, y de él sólo queda humo, y nada más, amigo. No dormí en toda la noche. Zájar ronca, lo mismo que el fenómeno de su hijo. Me pase toda la noche despidiéndome de los restos del siglo XIX, en mi conciencia. ¡El siglo XX, amigo, es todo cálculo y nada de emoción! La emoción, como todos sabemos, es falta de información, y nada más. Orgullo, honor, generaciones futuras… parloteo aristocrático. Athos, Porthos y Aramis. Yo no puedo hacer eso. ¡No sé cómo hacerlo, ta-ta! ¿Asunto de valores? Si quieres. Lo más valioso del mundo es mi identidad, mi familia y mis amigos. El resto puede irse al demonio. El resto está fuera de los parámetros de mi responsabilidad. ¿Luchar? Por supuesto.. Por mí. Mi familia; mis amigos. Hasta el final, sin piedad. ¿Pero por la humanidad? ¿Por la dignidad de los terráqueos? ¿Por el prestigio galáctico? ¡Al diablo con eso! ¡No combato por palabras! Tengo cosas más importantes de las cuales preocuparme. Tú puedes hacer lo que quieras. Pero no te recomiendo que seas un idiota.

Se levantó de un salto y se encaminó hacia la cocina, como un enorme dirigible en el corredor. El agua chorreó en el grifo.

—¡Toda nuestra vida cotidiana — gritó desde la cocina— es una cadena continua de transacciones! ¡Es preciso ser un idiota absoluto para hacer un trato desventajoso! ¡Eso ya lo sabían en el siglo XIX! — Se interrumpió, y lo oí tragar agua. Luego ésta dejó de correr, y Weingarten entró de nuevo en mi habitación, enjugándose la boca—. Viecherovski no te dará buenos consejos. Es un robot, no un hombre. Y para colmo, un robot del siglo XIX. Si en el siglo XIX hubiesen sabido hacer robots, los habrían fabricado parecidos a Viecherovski. Mira, puedes considerarme una persona vil. No lo discuto. Pero no dejaré que nadie me elimine; nadie. Por nada. Un perro vivo es mejor que un león muerto. Y un Weingarten vivo es muchísimo mejor que un Weingarten muerto. Ese es el punto de vista de Weingarten, y confío que también el de su familia y amigos.

No interrumpí. He conocido a ese zoquete y su carota durante un cuarto de siglo, y no de un siglo cualquiera, sino del XX. Gritaba de ese modo porque ya lo tenía todo clasificado en su mente. No tendría sentido interrumpirlo, porque no me habría oído. Hasta que Weingarten lo tiene todo clasificado, se puede discutir con él como con un igual, como con un mortal corriente, e inclusive hacerlo cambiar de opinión. Pero Weingarten, con todo acomodado, se convierte en un grabador que se vuelve a hacer funcionar una y otra vez. Y entonces grita y se vuelve descomunalmente cínico… es probable que eso sea producto de una infancia desdichada.

De manera que lo escuché en silencio, esperando a que terminase la cinta, y lo único extraño fue la cantidad de veces que se refirió a los Weingarten vivos y muertos. No podía estar asustado… no era yo, en fin de cuentas. He visto toda clase de Weingarten: Weingarten enamorado, Weingarten el cazador, Weingarten el palurdo grosero y Weingarten derrotado. Pero ése era un Weingarten que no había visto jamás: un Weingarten atemorizado. Esperé a que se desenchufara durante unos segundos para tomar un cigarrillo, y pregunté, por las dudas:

—¿Te asustaron?

Dejó caer los cigarrillos y me apuntó con el dedo, un dedo grueso, mojado, a través de la mesa. Había estado esperando la pregunta. La respuesta también estaba grabada de antemano, no sólo en ademanes, sino oralmente:

—¡Eso me gusta… me asustaron! — dijo, agitando el dedo ante mi nariz—. Este no es el siglo XIX, ¿sabes? En el siglo XIX solían asustar a la gente. Pero en el XX no se molestan con esas tonterías. En el XX te compran. No me asustaron, me compraron, ¿entiendes, amigo? ¡Es una bonita elección! O te aplastan como a un papel o te dan un flamante instituto, por el cual dos científicos ya se han aporreado a muerte. En el instituto haré diez proyectos ganadores del premio Nobel, ¿entiendes? Es claro que la mercancía tampoco es del todo mala. Es algo así como mi derecho de primogenitura. El derecho de Weingarten a su libertad respecto de la curiosidad científica. No es mala mercancía, hermano, no me discutas. Pero hace demasiado tiempo que está en las estanterías. ¡Pertenece al siglo XIX! ¡De todos modos, ya nadie tiene esa libertad en el XX! Puedes tomar tu libertad y pasarte toda la vida como ayudante de laboratorio, lavando tubos de ensayo. ¡El instituto tampoco es una tontería! Allí iniciaré diez ideas, veinte ideas, y si no les gustan una o dos, bien, volveremos a negociar. En la cantidad hay fuerza, amigo. No escupamos al viento. Cuando un tanque pesado se dirige en línea recta hacia ti y la única arma que tienes es la cabeza sobre los hombros, tienes que ser lo bastante sensato para saltar y apartarte de su camino.

Habló mucho más, gritando, fumando, tosiendo, ronco, corriendo a mirar en el bar vacío, apartándose de él, desilusionado, y gritando un poco más. Después se aquietó, se le terminaron las palabras, se recostó en el respaldo de la butaca, apoyó la cabeza en él y dirigió muecas al cielo raso.