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No pude dormirme. De cualquier modo, ya era de mañana. Afuera había luz, y la habitación estaba iluminada a pesar de las persianas. Yo seguía en la cama, acariciando a Kaliam, tendido entre nosotros, y escuchaba la respiración pareja de Irina. Siempre dormía profundamente y con gran placer. En el mundo no existía nada tan terrible que pudiese darle insomnio. Por lo menos, no existió hasta entonces.

No me había abandonado el nauseoso sentimiento de catástrofe inminente, que se apoderó de mí cuando leí y finalmente entendí el telegrama. Tenía los músculos acalambrados, y adentro, en el pecho y el estómago, un enorme bulto, frío e informe.

Al principio, cuando Irina quedó dormida en mitad de una palabra y yo escuché durante un momento su respiración tranquila, me sentí mejor. No estaba solo. A mi lado se encontraba la persona más cercana y cara para mí. Pero el frío sapo de mi pecho se agitó, y me sentí horrorizado ante ese sentimiento de alivio. De modo que me he hundido en esto; me han reducido a esto: puedo sentirme feliz de que Irina esté aquí, de que Irina se encuentre en la misma trinchera que yo, bajo el fuego. Oh, no, lo primero que haremos mañana será comprarle un pasaje. De vuelta a Odesa. Apartaré a todos a un lado, me abriré paso a mordiscos, a través de la cola, hasta llegar a la ventanilla de expendio de billetes.

Mi pobre chiquita, cómo ha sufrido por culpa de esos canallas, por mí y la piojosa materia en difusión, todo lo cual no vale una sola arruga en el rostro de Irina. Y también a ella la habían atrapado. ¿Por qué? ¿La necesitaban para algo? Los canallas, los canallas ciegos. Golpeaban a cualquiera que se encontrase en el campo de fuego. No, nada le sucederá. La están usando para asustarme. Juegan con mis nervios, de una u otra manera.

De pronto me imaginé a Snegovoi… caminando por el bulevar Moscú con su pijama a rayas, pesado, frío, con un agujero de bala, cubierto de coágulos, en el grueso cráneo; llegaba al correo y se ubicaba en la cola, en la ventanilla de los telegramas; un revólver en la mano derecha, el telegrama en la izquierda; y nadie se da cuenta. La muchacha toma el telegrama de sus dedos muertos, redacta un recibo, olvida el dinero y grita: "El que sigue".

Sacudí la cabeza para disipar la visión, bajé en silencio de la cama y me dirigí a la cocina, descalzo y en ropa interior. Había sol allí, y los gorriones armaban un alboroto en el patio, y pude oír la escoba del portero. Tomé el bolso de Irina, saqué un atado arrugado, que contenía dos cigarrillos, me senté y encendí uno. Hacía tiempo que no fumaba. Dos, tal vez tres años. Demostración de mi fuerza de voluntad. Si, hermano Maliánov, ahora necesitarás tu fuerza de voluntad. Cuernos, soy un pésimo actor, y no sé mentir. Irina no debe saber nada. No tiene nada que ver con esto. Debo hacerlo todo solo. Nadie puede ayudarme, ni Irina, ni nadie.

Y de todos modos, ¿qué tiene que ver aquí la ayuda? pensé. ¿Quién habla de ayudar? No le cuento a Irina mis problemas, si puedo evitarlo. No me gusta entristecerla. Me encanta hacerla feliz, y me habría encantado hablarle de las cavidades M, lo habría entendido en el acto, aunque no es una teórica y siempre menosprecia sus capacidades. ¿Pero qué puedo decirle ahora?

Pero existen diferentes problemas, distintos niveles de problemas. Están los menores, acerca de los cuales no es pecado quejarse, y que hasta resulta agradable exponerlos. Irina diría: gran cosa, que tontería, y todo se pondría mejor. Si los problemas son mayores, es poco varonil hablar de ellos. Yo no se los cuento a mi madre ni a Irina. Y después vienen los problemas de tal magnitud, que resultan un poco borrosos. Antes que nada, lo quiera o no, Irina está en primera línea de fuego conmigo.

Aquí sucede algo muy injusto. Me están matando a golpes, pero al menos entiendo por que, puedo adivinar quién lo hace y sé que me golpean. No son bromas estúpidas, y no es el destino; me apuntan a mí. Creo que es mejor saber que le apuntan a uno. Es claro que todos somos distintos, y es probable que la mayoría de la gente prefiera no saberlo, pero mi Irina no es de esas. Es arrojada; la conozco. Cuando tiene miedo de algo, se precipita de cabeza en el seno mismo de su miedo. Sería deshonesto no decírselo. Y en general, debo adoptar una decisión. (Ni siquiera intenté pensar en eso todavía, y tendré que hacerlo. ¿O ya elegí? ¿Hice mi elección sin saberlo?) Y si debo elegir… bien, supongamos que, por sí misma, la elección corre por mi cuenta. Haremos lo que queramos. ¿Pero y las consecuencias? Una elección llevará a que ellos nos lancen bombas atómicas, en lugar de las comunes. Otra… Me pregunto, ¿Glújov le habría gustado a Irina? Quiero decir, es un hombre agradable, simpático, tranquilo, dócil. Podríamos conseguir un aparato de televisión, para perdurable alegría de Bóbchik; esquiaríamos todos los sábados, iríamos al cine. De una u otra manera, la decisión no me afectará solo a mí. Permanecer sentado bajo una lluvia de bombas es malo, pero descubrir, al cabo de diez años de matrimonio, que el marido es una medusa, tampoco resulta muy divertido. Pero quizás esté bien. ¿Cómo sé qué ve ella en mí? Así es, no lo sé. Y es posible que tampoco ella lo sepa.

Terminé el cigarrillo y arrojé la colilla a la basura. Cerca del tacho yacía un pasaporte. Bonito. Habíamos limpiado todo, hasta el último residuo, pero ahí estaba el pasaporte de ella. Tomé el librito gris verdoso y miré, distraído, la primera página. No sé por qué. Me brotó un sudor frío. Serguéienko, Irina Fiódorovna. Fecha de nacimiento: 1939. ¿Qué es esto? La foto era de Irina… no, Irina no. De una mujer que se parecía a ella, pero que no lo era. Una Serguéienko, Irina Fiódorovna.

Deposité con cuidado el pasaporte en el borde de la mesa y fui al dormitorio en puntillas. Me brotó otro sudor. La mujer que yacía bajo la sábana, tenía piel seca, tensa en el rostro, y los dientes de arriba, blancos y agudos, quedaban al desnudo, en una sonrisa o en una mueca martirizada. Bajo mis sábanas había una bruja. Me olvidé de mí mismo y la sacudí, tomándola del hombro. Irina despertó en el acto, abrió los inmensos ojos y murmuró:

— Dmitri, ¿Qué ocurre? ¿te duele algo? — Dios, era Irina. Es claro que era Irina. Que pesadilla—. Roncaba, ¿verdad? — preguntó con voz adormilada, y volvió a dormirse.

Regresé en puntas de pies a la cocina, aparté el pasaporte, saqué el último cigarrillo y lo encendí. Sí. Así vivimos ahora. Así será ahora nuestra vida. De aquí en adelante.

El animal helado que tenía adentro se agitó un poco más, y luego quedó inmóvil. Me enjugué el desagradable sudor de! rostro; se me ocurrió una idea y comencé a buscar en su bolso. El pasaporte de Irina estaba allí. Maliánova, Irina Ermoláievna. Fecha de nacimiento: 1933. ¡Maldición! Muy bien, ¿por qué tenían que hacer eso? No era un accidente. El pasaporte, el telegrama, el difícil viaje de Irina, el hecho de que tuvo que volar en un avión con ataúdes… todo eso no era accidental. ¿O sí? Eran ciegos, la madre naturaleza, elementos naturales, carentes de cerebro… Ese es un buen argumento para la teoría de Viecherovski. Si se trataba del Universo Homeostático que aplastaba una microrrebelión, ese era el aspecto que habría tenido. Como un hombre goleando a una mosca con una toalla… golpes malévolos, sibilantes, que cortaban el aire; jarrones que caen de los estantes; lámparas que se quiebran; inocentes polillas que caen víctimas de los golpes; el gato, con la pata pisoteada, corriendo en línea recta a esconderse debajo del diván. Una masa de poder e ineficiencia. Quiero decir, en verdad no sé nada. Es posible que en el otro lado de la ciudad se haya derrumbado una casa. Me apuntaban a mí, y en cambio le acertaron a la casa. Y lo único que obtuve yo era un maldito pasaporte. ¿Y todo eso porque él otro día pensé en las cavidades M? ¡Pensar que habría podido hablarle a Irina de ellas!

Escuchen, es probable que no pueda vivir así. Nunca me consideré un cobarde, pero vivir de este modo, sin un momento de paz, aterrorizado por la propia esposa, porque uno la ha confundido con una bruja… y Viecherovski desprecia a Glújov. Eso significa que también dejará de verme a mí. Tendré que cambiarlo todo. Todo será distinto. Una vida diferente, un trabajo diferente, distintos amigos. Y tal vez, inclusive, una familia diferente. "Desde entonces se abren ante mí caminos tortuosos, desviados, abandonados". Y te avergonzarás de mirarte al espejo cuando te afeites, por la mañana. El espejo reflejará a un Maliánov muy pequeño y muy domesticado.