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– Tu padre y yo éramos hermanos -le confesé. Me salió así. Había querido decírselo la noche que estuvimos sentados junto a la mezquita, pero no lo hice. Tenía derecho a saberlo; yo ya no quería volver a ocultar nada más-. Hermanastros, en realidad. Teníamos el mismo padre.

Sohrab dejó de masticar. Abandonó también el bocadillo.

– Mi padre nunca me dijo que tuviera un hermano.

– Porque no lo sabía.

– ¿Por qué no lo sabía?

– Nadie se lo reveló. Tampoco nadie me lo reveló a mí. Yo lo he descubierto hace muy poco.

Sohrab pestañeó. Como si estuviera viéndome, viéndome de verdad, por vez primera.

– ¿Y por qué os lo ocultaron a mi padre y a ti?

– ¿Sabes?, el otro día me hice exactamente la misma pregunta. Y hay una respuesta, aunque no es muy agradable. Digamos simplemente que no nos lo contaron porque se suponía que… tu padre y yo no debíamos haber sido hermanos.

– ¿Porque él era hazara?

Obligué a mis ojos a permanecer fijos en el niño.

– Sí.

– Y tu padre… -empezó, con la mirada fija en el bocadillo- ¿os quería igual a ti y a mi padre?

Pensé en un día, mucho tiempo atrás, en el lago Ghargha, cuando Baba le dio unos golpecitos de felicitación a Hassan en la espalda porque su piedra había rebotado más veces que la mía sobre el agua. Vi a Baba en la habitación del hospital, cuando le retiraron a Hassan los vendajes de la boca.

– Creo que nos quería igual, pero de forma distinta.

– ¿Se sentía avergonzado de mi padre?

– No. Creo que se sentía avergonzado de sí mismo.

Mordisqueó el bocadillo en silencio.

Aquella tarde nos fuimos a última hora, cansados del calor, pero cansados agradablemente. Durante el camino de regreso sentí sobre mí la mirada de Sohrab. Le pedí al taxista que se detuviese en alguna tienda donde vendiesen tarjetas para llamar por teléfono. Le di el dinero y una propina para que entrara a comprarme una.

Por la noche nos acostamos cada uno en nuestra cama y vimos un programa de debate en la televisión. En él aparecían dos mullahs con barba larga y entrecana y turbante blanco que respondían a las preguntas que les formulaban fieles de todas las partes del mundo. Uno que llamaba desde Finlandia, un tipo llamado Ayub, les preguntó si su hijo adolescente podía ir al infierno por llevar los pantalones tan bajos de cintura que se le veía la ropa interior.

– Una vez vi una fotografía de San Francisco -dijo Sohrab.

– ¿De verdad?

– Se veía un puente de color rojo y un edificio con el tejado puntiagudo.

– Tendrías que ver las calles.

– ¿Qué les pasa? -Me miraba mientras los dos mullahs que aparecían en la pantalla del televisor estaban consultando entre ellos la respuesta.

– Son tan empinadas que cuando las subes con el coche lo único que ves es la punta del capó y el cielo -dije.

– Eso da miedo -comentó. Se volvió hasta situarse de cara a mí y dar la espalda al televisor.

– Sólo es al principio. Luego te acostumbras -le aseguré.

– ¿Nieva?

– No, pero tenemos mucha niebla. ¿Te acuerdas de ese puente rojo que viste?

– Sí.

– A veces, por las mañanas, la niebla es tan espesa que lo único que se ve asomar por ella es la punta de las dos torres.

– ¡Oh! -exclamó con una sonrisa de asombro.

– ¿Sohrab?

– Sí.

– ¿Has pensado en lo que te pregunté?

La sonrisa se esfumó. Se tumbó boca arriba y entrelazó las manos por detrás de la cabeza. Los mullahs decidieron finalmente que el hijo de Ayub iría al infierno por llevar los pantalones de aquella manera. Afirmaron que así aparecía mencionado en el Haddith.

– Lo he pensado -dijo Sohrab.

– ¿Y?

– Me da miedo.

– Sé que da un poco de miedo -dije, agarrándome a ese hilo de esperanza-. Pero aprenderás el inglés rápidamente y te acostumbrarás a…

– No me refiero a eso. Eso también me da miedo, pero…

– Pero ¿qué?

Se volvió hacia mí.

– ¿Y si te cansas de mí? ¿Y si tu mujer no me quiere porque soy un…?

Me levanté con dificultad de la cama, recorrí el espacio que nos separaba y me senté a su lado.

– Nunca me cansaré de ti, Sohrab. Jamás. Te lo prometo. Eres mi sobrino, ¿lo recuerdas? Y Soraya jan es una mujer muy bondadosa. Confía en mí, te querrá. Eso también te lo prometo.

Tenté a la suerte. Tendí la mano para dársela. Se tensó un poco, pero permitió que se la cogiera.

– No quiero ir a otro orfanato -dijo.

– Jamás permitiré que eso ocurra. Te lo prometo. -Tomé su mano entre las mías-. Ven conmigo a casa.

Sus lágrimas empapaban la almohada. Estuvo mucho rato sin decir nada.

Entonces su mano me devolvió el apretón. Y asintió con la cabeza. Asintió.

Conseguí establecer la conferencia al cuarto intento. El teléfono sonó tres veces antes de que ella lo cogiera.

– ¿Diga?

Eran las siete y media de la tarde en Islamabad, la misma hora de la mañana en California. Eso significaba que Soraya llevaba una hora levantada y que estaba preparándose para ir al colegio.

– Soy yo -dije. Me encontraba sentado en la cama, observando cómo dormía Sohrab.

– ¡Amir! -casi gritó-. ¿Estás bien? ¿Dónde estás?

– Estoy en Pakistán.

– ¿Por qué no has llamado antes? ¡Estoy enferma de tash-weesh! Mi madre reza y hace nazr todos los días.

– Siento no haber llamado antes. Ahora estoy bien. -Le había dicho que estaría ausente una semana, dos como mucho. Y llevaba casi un mes fuera. Sonreí-. Y dile a Khala Jamila que deje de sacrificar corderos.

– ¿A qué te refieres con eso de que «ahora estoy bien»? ¿Y qué le pasa a tu voz?

– No te preocupes ahora por eso. Estoy bien. De verdad. Soraya, tengo una historia que contarte, una historia que debería haberte contado hace mucho tiempo, pero primero debo decirte una cosa.

– ¿Qué? -me preguntó, bajando el volumen de la voz a un tono más cauteloso.

– No volveré solo a casa. Me acompaña un niño. -Hice una pausa-. Quiero que lo adoptemos.

– ¿Qué?

Miré el reloj.

– Me quedan cincuenta y siete minutos de esta estúpida tarjeta de teléfono y tengo muchas cosas que explicarte. Toma asiento. -Escuché el sonido de las patas de una silla que se arrastraba a toda prisa por el suelo de madera.

– Adelante -dijo.

Entonces hice lo que no había hecho en quince años de matrimonio: explicárselo todo a mi esposa. Todo. Me había imaginado en innumerables ocasiones aquel momento, lo había temido, pero a medida que hablaba, notaba que se aflojaba la tensión de mi pecho. Me imaginé que Soraya debió de sentir algo muy similar la noche de nuestro khastegari, cuando me contó la historia de su pasado.

Cuando terminé mi relato, ella estaba llorando.

– ¿Qué piensas? -inquirí.

– No sé qué pensar, Amir. Me has contado tantas cosas a la vez…

– Soy consciente de ello.

Oí que se sonaba la nariz.

– Pero de una cosa estoy segura: tienes que traerlo a casa. Quiero que lo hagas.

– ¿Estás segura? -le pregunté cerrando los ojos y sonriendo.

– ¿Que si estoy segura? Amir, es tu qaom, tu familia, por lo tanto es también mi qaom. Por supuesto que estoy segura. No puedes abandonarlo en la calle. -Ahí se produjo una breve pausa-. ¿Cómo es?

Miré a Sohrab, que estaba dormido en la cama.

– Es dulce, en cierto sentido solemne.

– ¿Qué culpa tiene él de todo esto? -dijo-. Deseo verlo, Amir. De verdad.

– ¿Soraya?

– ¿Sí?

– Dostet darum, te quiero.

– Yo también te quiero -replicó. Oí la sonrisa que acompañaba sus palabras-. Y ten cuidado.

– Lo tendré. Y una cosa más. No les digas a tus padres quién es. Si necesitan saberlo, será de mi boca.

– De acuerdo.

Y colgamos.

El césped del exterior de la embajada norteamericana en Islamabad estaba perfectamente cortado, salpicado por conjuntos circulares de flores y rodeado de arbustos bien podados. El edificio en sí era muy parecido a otros edificios de Islamabad: de una sola planta y de color blanco. Para llegar a él tuvimos que atravesar diversos controles militares y fui cacheado por tres oficiales de seguridad después de que los hierros que llevaba en las mandíbulas sonaran al pasar por los detectores de metal. Cuando por fin conseguimos alejarnos del calor del exterior, el aire acondicionado me golpeó en la cara como un jarro de agua helada. Le di mi nombre a la secretaria que se encontraba en recepción, una mujer rubia de cara enjuta de cincuenta y tantos años, y me sonrió. Llevaba una blusa de color beis y pantalones negros. Era la primera mujer que veía desde hacía semanas vestida con algo distinto a un burka o un shalwar-kameez. Buscó mi nombre en la lista de visitas concertadas mientras daba golpecitos en la mesa con la goma del extremo del lápiz. Encontró el nombre y me indicó que tomase asiento.