Изменить стиль страницы

– ¿Puedo yo hacerle una pregunta a usted? -gritó Andrews.

– Adelante.

– ¿Le ha prometido a este niño que se lo llevaría con él?

– ¿Y qué si lo he hecho?

Sacudió la cabeza.

– Prometer cosas a los niños es un asunto muy peligroso. -Suspiró y volvió a abrir el cajón del escritorio-. ¿Piensa seguir intentándolo? -dijo revolviendo entre los papeles.

– Pienso seguir intentándolo.

Sacó del cajón una tarjeta de visita.

– Entonces le aconsejo que busque a un buen abogado de inmigración. Omar Faisal trabaja aquí, en Islamabad. Dígale que va de mi parte.

Cogí la tarjeta.

– Gracias -murmuré.

– Buena suerte -dijo.

Miré por encima del hombro antes de salir de la estancia. Andrews miraba ausente por la ventana. Estaba de pie en un rectángulo delimitado por la luz del sol, girando la tomatera, acariciándola con cariño.

– Hasta otra -dijo la secretaria cuando pasamos junto a su mesa.

– Su jefe podría aprender modales -repliqué.

Esperaba que levantase la vista, tal vez que asintiera diciendo algo así como «Lo sé, todo el mundo lo dice». En cambio, lo que hizo fue bajar el tono de voz y comentar:

– Pobre Ray. No ha vuelto a ser el mismo desde que murió su hija. -Arqueé una ceja-. Se suicidó -añadió en un susurro.

Durante el camino de regreso al hotel en taxi, Sohrab recostó la cabeza en la ventanilla y fijó la mirada en los edificios que desfilaban delante de nosotros entre hileras de gomeros. Su respiración empañaba el cristal, desaparecía el vaho y volvía a empañarlo. Esperaba que me preguntase acerca de la reunión, pero no lo hizo.

La puerta del baño estaba cerrada y se oía correr el agua. Desde el día en que llegamos al hotel, Sohrab se daba todas las noches un largo baño antes de acostarse. En Kabul el agua caliente se había convertido, como los padres, en un bien escaso. Sohrab se pasaba todas las noches casi una hora en el baño, hasta que se le arrugaba la piel en el agua jabonosa. Me senté al borde de la cama y llamé a Soraya. Mientras, observaba la fina línea de luz que se perfilaba por debajo de la puerta del baño. «¿Aún no estás lo bastante limpio, Sohrab?», pensé.

Le comuniqué a Soraya lo que Raymond Andrews me había dicho.

– ¿Qué piensas tú? -le pregunté.

– Debemos pensar que se equivoca.

Me explicó que había contactado con diversas agencias que se ocupaban de adopciones internacionales. Aún no había encontrado ninguna que se ocupara de adopciones de niños afganos, pero seguía buscando.

– ¿Cómo se han tomado la noticia tus padres?

– Madar se siente feliz por nosotros. Ya sabes lo que siente por ti, Amir, nada de lo que hagas estará mal hecho para ella. Padar…, bueno, como de costumbre, resulta un poco difícil adivinar sus pensamientos. Dice poca cosa.

– ¿Y tú? ¿Te sientes feliz?

Oí que cambiaba el auricular de mano.

– Creo que será bueno para tu sobrino, y que tal vez ese pequeño sea también bueno para nosotros.

– Yo opino lo mismo.

– Sé que tal vez te parezca una locura, pero sin darme cuenta estoy pensando en cuál será su qurma favorito, su asignatura favorita en el colegio… Ya me imagino ayudándolo con los deberes… -Se echó a reír. El agua había parado en el baño. Oía que Sohrab se movía en la bañera, y el ruido del agua que salpicaba por los lados.

– Serás una madre estupenda -dije.

– ¡Oh, casi me olvidaba! He llamado a Kaka Sharif.

Lo recordaba recitando un poema escrito en un trozo de papel de carta del hotel con motivo de nuestro nika. Fue su hijo quien sostuvo el Corán sobre nuestras cabezas mientras nos dirigíamos al escenario, sonriendo a las cámaras.

– ¿Qué te ha dicho?

– Moverá el asunto por nosotros. Hablará con algunos de sus colegas del INS -dijo.

– Eso son buenas noticias. Tengo ganas de que veas a Sohrab.

– Y yo tengo ganas de verte a ti.

Colgué sonriendo.

Sohrab salió del baño unos minutos más tarde. Después de la reunión con Raymond Andrews apenas había pronunciado una docena de palabras, y mis intentos por iniciar cualquier conversación habían tropezado con meros movimientos de cabeza o respuestas monosilábicas. Saltó a la cama y se subió las sábanas hasta la barbilla. En cuestión de minutos estaba roncando.

Desempañé un trozo de espejo con la mano y me afeité con una de las anticuadas maquinillas del hotel, de las que se abrían para introducir la cuchilla. Entonces fui yo quien se dio un baño, quien permaneció allí hasta que el agua humeante se enfrió y se me quedó la piel arrugada. Permanecí allí dejándome llevar, preguntándome, imaginando…

Omar Faisal era gordinflón, moreno, se le formaban hoyuelos en las mejillas, tenía los ojos negros como el carbón, una sonrisa afable y huecos entre los dientes. Su melena canosa empezaba a clarear y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Iba vestido con un traje de pana marrón, con coderas de piel, y usaba un maletín viejo y sobrecargado. Como le faltaba el asa, lo abrazaba contra su pecho. Era de ese tipo de personas que empiezan muchas de sus frases con una risa y una disculpa innecesaria, como «Lo siento, estaré allí a las cinco». Risa. Le llamé e insistió en ser él quien se acercase a vernos.

– Lo siento, los taxistas de esta ciudad son como tiburones -dijo en un inglés perfecto, sin pizca de acento-. Huelen de lejos a los extranjeros y triplican sus tarifas.

Empujó la puerta, todo sonrisas y disculpas, algo jadeante y sudoroso. Se secó la frente con un pañuelo y abrió el maletín, hurgó en su interior en busca de una libreta y se disculpó por las hojas de papel que habían ido a parar sobre la cama. Sohrab, sentado en su cama con las piernas cruzadas, tenía un ojo en el televisor sin volumen y el otro en el atribulado abogado. Por la mañana le había explicado que Faisal iría a visitarnos, y había hecho un movimiento afirmativo con la cabeza; había estado a punto de preguntar algo, pero había seguido viendo un programa con animales que hablaban.

– Bueno, veamos… -dijo Faisal abriendo el cuaderno de color amarillo-. Espero que mis hijos salgan a su madre por lo que a la organización se refiere. Lo siento, seguramente no es lo que le gustaría oír en boca de su hipotético abogado, ¿verdad? -Rió.

– Bueno, Raymond Andrews lo tiene en gran consideración.

– El señor Andrews… Sí, sí. Un tipo decente. De hecho, me llamó y me habló de usted.

– ¿Sí?

– Sí.

– Así que conoce mi situación…

Faisal acarició ligeramente las gotas de sudor que aparecían sobre sus labios.

– Conozco la versión de la situación que usted le dio al señor Andrews -dijo. Sonrió tímidamente y se le formaron hoyuelos en las mejillas. Se volvió hacia Sohrab-. Éste debe ser el jovencito que tantos problemas está causando -dijo en farsi.

– Es Sohrab -dije-. Sohrab, éste es el señor Faisal, el abogado del que te he hablado.

Sohrab se deslizó por el borde de la cama y le estrechó la mano a Omar Faisal.

– Salaam alaykum -dijo en voz baja.

– Alaykum salaam, Sohrab -dijo Faisal-. ¿Sabes que llevas el nombre de un gran guerrero?

Sohrab asintió con la cabeza. Se encaramó de nuevo a la cama y se tendió de lado para ver la televisión.

– No sabía que hablaba tan bien el farsi -dije en inglés-. ¿Se crió usted en Kabul?

– No, nací en Karachi. Pero viví varios años en Kabul. En Shar-e-Nau, cerca de la mezquita de Haji Yaghoub -dijo Faisal-. Sin embargo, me crié en Berkeley. Mi padre abrió allí una tienda de música a finales de los sesenta. Amor libre, cintas en el pelo, camisetas desteñidas, ya sabe. -Se inclinó hacia delante-. Estuve en Woodstock.

– Estupendo -repliqué, y Faisal se echó a reír con tanta fuerza que empezó a empaparse de nuevo en sudor-. Sea como fuere -continué-, lo que le conté al señor Andrews fue prácticamente todo, exceptuando un par de cosas. O tal vez tres. Le daré la versión sin censura.