Изменить стиль страницы

Se lamió un dedo y pasó las hojas hasta dar con una en blanco. Destapó el bolígrafo.

– Se lo agradecería, Amir. ¿Y por qué no seguimos en inglés a partir de ahora?

– De acuerdo.

Le expliqué todo lo sucedido. Mi reunión con Rahim Kan, el viaje a Kabul, el orfanato, la lapidación en el estadio Ghazi.

– Dios -musitó-. Lo siento, tengo recuerdos muy buenos de Kabul. Me resulta difícil creer que sea el mismo lugar que está usted describiéndome.

– ¿Ha estado allí últimamente?

– No.

– No es Berkeley, se lo aseguro -dije.

– Continúe.

Le expliqué el resto, la reunión con Assef, la pelea, Sohrab y el tirachinas, nuestra huida a Pakistán. Cuando terminé, garabateó unas notas, respiró hondo y me miró muy serio.

– Bueno, Amir, le queda por delante una batalla muy dura que librar.

– ¿Una batalla que puedo ganar?

Tapó el bolígrafo.

– Aun corriendo el riesgo de recordarle a Raymond Andrews, es poco probable. No imposible, pero muy poco probable. -La sonrisa afable había desaparecido, igual que su mirada juguetona.

– Pero los niños como Sohrab son los que más necesitan un hogar -dije-. Todas esas reglas y normativas no tienen para mí ningún sentido…

– Eso, Amir, no tiene que decírmelo a mí… Pero la realidad es que, teniendo en cuenta las leyes de inmigración vigentes, las directrices de las agencias de adopción y la situación política que vive Afganistán, tiene todas las cartas en su contra.

– No lo entiendo -repliqué. Deseaba poder golpear cualquier cosa-. Quiero decir que sí que lo entiendo, pero no lo entiendo.

Omar asintió, arrugando la frente.

– Bueno, así es. Cuando vivimos las secuelas de un desastre, sea natural o producido por el hombre, y los talibanes son un desastre, créame, Amir, siempre resulta complicado demostrar que un niño es huérfano. Los niños se pierden en campos de refugiados, o simplemente los abandonan sus padres porque no pueden cuidarlos. Sucede siempre. Por lo tanto, el INS no le otorgará un visado a menos que quede clara la situación legal del niño. Lo siento. Sé que suena ridículo, pero necesita certificados de defunción.

– Usted ha estado en Afganistán -dije-. Sabe lo improbable que es conseguirlos.

– Lo sé. Pero supongamos que quede demostrado que el niño no tiene ni padre ni madre. Incluso en ese caso el INS considera que lo mejor es que el niño se quede con alguien de su propio país para de ese modo preservar su legado.

– ¿Qué legado? Los talibanes han destruido cualquier legado que los afganos pudieran tener. Ya ve lo que hicieron con los Budas gigantes de Bamiyan.

– Lo siento, Amir, yo simplemente le explico cómo funciona el INS -dijo Omar tocándome el brazo. Miró de reojo a Sohrab, sonrió y se volvió hacia mí-. Los niños deben ser adoptados según las leyes de su país de origen, y cuando se trata de un país con desórdenes, digamos un país como Afganistán, los despachos gubernamentales están excesivamente ocupados con otros asuntos de urgencia y a los procesos de adopción se les presta escasa atención. -Suspiré y me froté los ojos. Detrás de ellos estaba iniciándose una cefalea pulsante-. Pero supongamos que Afganistán recupera la normalidad -continuó Omar, cruzando los brazos sobre su sobresaliente barriga-. Aun así, seguirían sin permitir esta adopción. De hecho, incluso en las naciones musulmanas más moderadas existen problemas porque en muchos de esos países la ley islámica, la Shari'a, no permite la adopción… Y el régimen talibán no es lo que podríamos calificar de moderado.

– ¿Está diciéndome que me dé por vencido? -le pregunté, llevándome una mano a la frente.

– Yo me eduqué en Estados Unidos, Amir. Si América me enseñó alguna cosa es que darse por vencido es más o menos lo mismo que mearse en la jarra de la limonada de las Girl Scouts. Pero como abogado suyo me veo obligado a exponerle los hechos -dijo-. Finalmente, las agencias de adopción envían a su personal para evaluar el entorno del niño, y ninguna agencia con la cabeza sobre los hombros enviaría a nadie a Afganistán.

Miré a Sohrab, que estaba sentado en la cama, viendo la televisión… y mirándonos a nosotros. Estaba sentado igual que su padre, con la barbilla apoyada en la rodilla.

– Soy medio tío suyo, ¿eso no cuenta?

– Lo haría si pudiese probarlo. Lo siento, ¿tiene documentos o alguien que pueda testificar por usted?

– No existen documentos -dije con voz agotada-. Nadie lo sabía. Sohrab no lo ha sabido hasta que yo se lo he contado. De hecho, yo mismo me he enterado hace muy poco. La única persona que puede testificarlo se ha ido, tal vez haya muerto.

– Hummm.

– ¿Qué opciones tengo, Omar?

– Le seré sincero. No tiene muchas.

– Dios, ¿y qué puedo hacer?

Omar inspiró hondo, se dio unos golpecitos en la barbilla con el bolígrafo y soltó el aire.

– Podría realizar una solicitud de adopción y confiar en la suerte. Podría intentar una adopción por su cuenta. Eso significa que tendría que vivir con Sohrab en Pakistán durante los dos próximos años. Podría solicitar asilo en su nombre. Se trata de un proceso muy largo: debería usted probar que es un perseguido político. Podría solicitar un visado humanitario. Los otorga el Fiscal General y no se conceden fácilmente. -Hizo una pausa-. Existe otra opción, tal vez su mejor posibilidad.

– ¿Cuál? -inquirí inclinándome hacia él.

– Podría dejarlo en un orfanato de aquí y luego llevar a cabo la solicitud de un huérfano. Iniciar el proceso del formulario 1-600 mientras él permanece en un lugar seguro.

– ¿Y eso qué es?

– El 1-600 es una formalidad del INS. El estudio del hogar lo lleva a cabo la agencia de adopción que usted elija -dijo Omar-. Ya sabe, es para asegurarse de que usted y su esposa no están locos de atar.

– No quiero hacer eso -repliqué mirando de nuevo a Sohrab-. Le he prometido que no volvería a enviarlo a ningún orfanato.

– Como acabo de decirle, puede que sea su mejor posibilidad.

Estuvimos hablando un rato más. Luego lo acompañé hasta su coche, un viejo escarabajo. El sol comenzaba a ponerse en Islamabad, un halo rojo que llameaba en el oeste. Omar logró colocarse airosamente detrás del volante y el coche se hundió bajo su peso. Bajó la ventanilla.

– Amir.

– Sí.

– Quería decirle una cosa… Creo que lo que usted intenta hacer es grandioso.

Se despidió con la mano al alejarse. En el exterior del hotel, mientras le devolvía el saludo con la mano, deseé que Soraya pudiese estar allí junto a mí.

Cuando volví a la habitación, Sohrab había apagado el televisor. Me senté en mi cama y le pedí que se sentase a mi lado.

– El señor Faisal cree que hay una manera de que pueda llevarte a América conmigo -le dije.

– ¿Sí? -repuso Sohrab, que por primera vez sonreía débilmente en varios días-. ¿Cuándo podemos irnos?

– Bueno, ése es el tema. Puede que nos cueste un tiempo. Pero ha dicho que es posible y que nos ayudará.

Le puse la mano en la nuca. En el exterior, la llamada a la oración resonaba en las calles.

– ¿Cuánto tiempo? -me preguntó Sohrab.

– No lo sé. Un poco.

Sohrab se encogió de hombros y sonrió, una sonrisa más ancha aquella vez.

– No me importa. Puedo esperar. Es como las manzanas verdes.

– ¿Las manzanas verdes?

– Una vez, cuando era muy pequeño, trepé a un árbol y comí unas manzanas que aún estaban verdes. Se me hinchó el estómago y se me puso duro como un tambor. Mi madre me dijo que si hubiese esperado a que madurasen, no me habrían sentado mal. Así que ahora, cuando quiero algo de verdad, intento recordar lo que ella me dijo sobre las manzanas.

– Manzanas verdes -dije-. Mashallah, eres el pequeñajo más listo que he conocido en mi vida, Sohrab jan. -Se sonrojó hasta las orejas.

– ¿Me llevarás a ese puente rojo? ¿El de la niebla?

– Por supuesto. Por supuesto.