Изменить стиль страницы

– ¿Una limonada? -me preguntó.

– No, gracias -dije.

– ¿Y su hijo?

– ¿Perdón?

– Este caballero tan guapo -dijo sonriendo a Sohrab.

– Oh. Muy amable, gracias.

Sohrab y yo tomamos asiento en un sofá de piel negra que había enfrente del mostrador de recepción, junto a una bandera estadounidense. Sohrab cogió una revista de la mesita de centro con sobre de cristal. La hojeó sin prestar atención a las fotografías.

– ¿Qué pasa? -me preguntó Sohrab.

– ¿Perdón?

– Estás sonriendo.

– Estaba pensando en ti. -Me sonrió algo nervioso, cogió otra revista y acabó de hojearla en treinta segundos-. No tengas miedo -le dije, acariciándole un brazo-. Esta gente es amiga. Relájate. -Podría haberme aplicado el consejo a mí mismo, pues cambié varias veces de posición en el asiento y me desaté y até de nuevo los cordones de los zapatos.

La secretaria depositó en la mesita un vaso alto de limonada con hielo.

– Aquí está.

Sohrab sonrió tímidamente.

– Muchas gracias -dijo en inglés. Lo hizo con un acento muy marcado. Me había dicho que era lo único que sabía decir en inglés, eso y «Que tengas un buen día».

Ella se echó a reír.

– De nada. -Volvió a su mostrador taconeando.

– Que tengas un buen día -añadió Sohrab.

Raymond Andrews era un tipo bajito, calvo, de manos pequeñas y uñas perfectamente cuidadas. Lucía un anillo de casado en el dedo anular. Me estrechó la mano de forma breve y educada; fue como apretar un gorrión. «Ésas son las manos de las que dependen nuestros destinos», pensé mientras Sohrab y yo tomábamos asiento frente a su escritorio. Andrews tenía colgado a su espalda un póster de Les Misérables junto a un mapa topográfico de Estados Unidos. En el alféizar de la ventana tomaba el sol una maceta con tomates.

– ¿Fuma? -me preguntó. Su profunda voz de barítono chocaba con lo pequeño de su estatura.

– No, gracias -respondí sin conceder importancia a cómo los ojos de Andrews miraban de soslayo a Sohrab o al hecho de que no me mirase al dirigirse a mí.

Abrió un cajón del escritorio y encendió un cigarrillo que sacó de un paquete medio vacío. Del mismo cajón sacó también un bote de crema. Se frotó las manos con ella sin apartar la mirada de la tomatera. El cigarrillo le colgaba de la comisura de los labios. Luego cerró el cajón, puso los codos sobre la mesa y resopló.

– ¿Y bien? -dijo entrecerrando sus ojos grises por culpa del humo-. Cuénteme su historia.

Me sentía como Jean Valjean sentado frente a Javert. Me recordé a mí mismo que en aquellos momentos era ciudadano norteamericano, que ese tipo estaba de mi lado y que le pagaban para ayudar a personas como yo.

– Quiero adoptar a este niño y llevármelo a Estados Unidos conmigo -afirmé.

– Cuénteme su historia -repitió, retirando con el dedo índice del escritorio, perfectamente ordenado, una brizna de ceniza y depositándola en el cenicero.

Le expliqué la versión que había estado elaborando mentalmente desde que colgué el auricular después de hablar con Soraya. Me había desplazado hasta Afganistán para ir en busca del hijo de mi hermanastro. Lo había encontrado, en condiciones de malnutrición, consumiéndose en un orfanato. Había pagado una cantidad de dinero al director del orfanato para llevarme al niño y había viajado con él hasta Pakistán.

– ¿Así que es usted medio tío del niño?

– Sí.

Miró la hora. Se inclinó y le dio la vuelta a la tomatera del alféizar.

– ¿Conoce a alguien que pueda dar fe de ello?

– Sí, pero no sé dónde se encuentra en estos momentos.

Se volvió hacia mí y movió la cabeza. Intenté leer su expresión, pero me resultó imposible. Me pregunté si alguna vez habría jugado al póquer con aquellas manitas.

– Me imagino que los hierros que lleva en la mandíbula no son para ir a la última moda -dijo. Sohrab y yo estábamos metidos en un lío, y lo supe en aquel instante. Le conté que me habían atracado en Peshawar.

– Naturalmente -replicó, y tosió para aclararse la garganta-. ¿Es usted musulmán?

– Sí.

– ¿Practicante?

– Sí.

La verdad era que no recordaba exactamente cuándo había sido la última vez que me había puesto de rodillas mirando al este para rezar mis oraciones. Entonces lo recordé: el día en que el doctor Amani le dio el diagnóstico a Baba. Aquel día me arrodillé en la alfombra de oración y recité algunos fragmentos de sura que había aprendido en el colegio.

– Eso siempre es de alguna ayuda, aunque no mucha -dijo rascándose un punto de la parte impoluta de su arenoso cabello.

– ¿A qué se refiere? -le pregunté. Le di la mano a Sohrab y entrelacé sus dedos con los míos. Sohrab me miraba intranquilo; luego miró a Andrews.

– Existe una respuesta larga que estoy seguro de que acabaré dándole. ¿Quiere primero la corta?

– Supongo -dije.

Andrews aplastó el cigarrillo y apretó los labios.

– Déjela correr.

– ¿Perdón?

– Su solicitud de adopción de este niño. Déjela correr. Es mi consejo.

– Recibido -dije-. Ahora tal vez pueda explicarme por qué.

– Eso significa que quiere escuchar la respuesta más larga -repuso con su inalterable tono de voz, sin reaccionar a mi cortante respuesta. Luego juntó las palmas de las manos como si estuviese a punto de arrodillarse ante la Virgen María-. Supongamos que la historia que acaba de contarme es cierta, aunque apostaría parte de mi jubilación a que es inventada o falta buena parte de ella. Pero eso no importa, créame. Usted está aquí, y él está aquí, eso es lo único que importa. Sin embargo, aun así, su petición se enfrenta a obstáculos muy relevantes, el menor de los cuales es que este niño no es huérfano.

– Por supuesto que lo es.

– No, legalmente no lo es.

– Sus padres fueron ejecutados en la calle. Los vecinos lo vieron -dije, alegrándome de que la conversación se estuviera desarrollando en inglés.

– ¿Tiene certificados de defunción?

– ¿Certificados de defunción? Estamos hablando de Afganistán. La mayoría de la gente no tiene ni tan siquiera certificado de nacimiento.

Sus ojos vidriosos apenas pestañearon.

– No soy yo quien redacta las leyes, señor. A pesar de la atrocidad, sigue siendo necesario que pruebe que los padres han muerto. El niño debe ser declarado legalmente huérfano.

– Pero…

– Quería escuchar la respuesta larga y es la que estoy ofreciéndole. El siguiente problema es que necesita la cooperación del país de origen del niño, algo difícil de conseguir actualmente incluso bajo las mejores circunstancias, ya que estamos hablando de Afganistán. En Kabul no disponemos de embajada norteamericana. Lo que pone las cosas extremadamente complicadas. Por no decir imposibles.

– ¿Qué me está diciendo? ¿Qué debería dejarlo abandonado en la calle?

– Yo no he dicho eso.

– Han abusado sexualmente de él -añadí, pensando en las campanillas que sonaban en los tobillos de Sohrab, en sus ojos pintados.

– Siento mucho lo que me cuenta -dijo la boca de Andrews. Sin embargo, por su manera de mirarme, podríamos haber estado charlando tranquilamente del tiempo-. Pero no por ello va a conseguir que el INS emita un visado para este jovencito.

– ¿Qué me está diciendo?

– Estoy diciéndole que si quiere ayudar a su país, mande dinero a una organización de reputación probada. Ofrézcase como voluntario en un campamento de refugiados. Pero en estos momentos no recomendamos a los ciudadanos de Estados Unidos que intenten adoptar niños afganos.

Me puse en pie.

– Vámonos, Sohrab -dije en farsi. Sohrab se deslizó a mi lado y apoyó la cabeza en mi cadera. Recordé la fotografía en la que aparecía junto a Hassan en la misma postura-. ¿Puedo preguntarle una cosa, señor Andrews?

– Sí.

– ¿Tiene hijos? -Pestañeó por vez primera-. ¿Los tiene? Es una pregunta fácil. -Permaneció en silencio-. Lo sabía -dije dándole la mano a Sohrab-. Deberían poner en su puesto a alguien que supiese lo que es desear un hijo. -Me volví para marcharme, Sohrab tiraba de mí.