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– Preferiría no decirlo.

– Apenas puedes caminar.

– Puedo ir hasta el final del pasillo y volver. Me recuperaré pronto.

El plan era el siguiente: recoger el dinero de la caja de seguridad, pagar las facturas del hospital e ir al orfanato para dejar a Sohrab con John y Betty Caldwell. Luego viajaría hasta Islamabad y me concedería unos días para restablecerme un poco antes de volver a casa.

El plan era ése. Hasta que llegaron Farid y Sohrab a la mañana siguiente.

– Tus amigos, John y Betty Caldwell, no están en Peshawar -dijo Farid.

Me costó diez minutos conseguir meterme en mi pirhan-tumban. Cuando levantaba el brazo, me dolía el pecho en la zona donde me habían realizado la incisión para insertar el tubo de los pulmones, y el abdomen me daba punzadas cada vez que me agachaba. El simple esfuerzo de guardar mis escasas pertenencias en una bolsa de papel marrón me obligaba a respirar de forma entrecortada. Pero por fin conseguí tenerlo todo preparado, y cuando llegó Farid con las noticias, estaba esperándolo sentado en el borde de la cama. Sohrab se sentó a mi lado.

– ¿Adónde han ido? -pregunté.

Farid sacudió la cabeza.

– ¿No lo comprendes…?

– Rahim Kan dijo…

– He ido al consulado de Estados Unidos -me contó Farid cogiendo mi bolsa-. Nunca ha habido ningunos John y Betty Caldwell en Peshawar. Según la gente del consulado, no han existido nunca. Al menos aquí, en Peshawar.

A mi lado, Sohrab hojeaba el número viejo de National Geographic.

Sacamos el dinero del banco. El director, un hombre panzudo con manchas de sudor debajo de las axilas, me sonreía mientras me aseguraba que nadie del banco había tocado aquel dinero.

– Absolutamente nadie -dijo muy serio, moviendo el dedo índice de la misma manera que Armand.

Pasear en coche por Peshawar con aquella cantidad de dinero en una bolsa de papel fue una experiencia aterradora. Además, yo sospechaba que cualquier hombre barbudo que me miraba era un asesino talibán enviado por Assef. Y mis temores se veían agravados por dos circunstancias: en Peshawar hay muchos hombres barbudos y todo el mundo te mira.

– ¿Qué hacemos con él? -me preguntó Farid mientras se dirigía lentamente hacia el coche después de haber pagado la factura del hospital. Sohrab estaba en el asiento trasero del Land Cruiser, observando el tráfico por la ventanilla bajada, con la barbilla apoyada en las manos.

– No puede quedarse en Peshawar -dije jadeando.

– Nay, Amir agha, no puede… -Farid había leído la pregunta en mis palabras-. Lo siento. Me gustaría…

– No pasa nada, Farid -Conseguí esbozar una sonrisa de agotamiento-. Tú tienes bocas que alimentar. -Había un perro junto al todoterreno. Estaba alzado sobre las patas traseras y tenía las delanteras apoyadas en la puerta del vehículo. Movía la cola y Sohrab jugaba con él-. De momento vendrá conmigo a Islamabad.

•••

Dormí prácticamente durante todo el trayecto de cuatro horas hasta Islamabad. Soñé muchísimo, pero lo único que recuerdo es un batiburrillo de imágenes que destellan de forma intermitente en mi cabeza, como las tarjetas que van dando vueltas en un archivador giratorio: Baba adobando el cordero en la fiesta de mi decimotercer cumpleaños. Soraya y yo haciendo el amor por primera vez, el sol saliendo por el este, la música de la boda resonando todavía en nuestros oídos, sus manos pintadas con henna enlazadas con las mías. El día en que Baba nos llevó a Hassan y a mí a un campo de fresas en Jalalabad (el propietario nos había dicho que podíamos comer todas las que quisiésemos siempre y cuando le compráramos un mínimo de cuatro kilos) y el empacho que sufrimos posteriormente los dos. Lo oscura, casi negra, que era la sangre de Hassan sobre la nieve cuando goteaba de la parte de atrás de sus pantalones. «La sangre es muy importante, bachem.» Khala Jamila dándole golpecitos en la rodilla a Soraya y diciéndole: «Dios es quien mejor lo sabe, tal vez es que no debía ser así.» Durmiendo en el tejado de casa de mi padre. Baba diciendo que el único pecado era el robo. «Cuando mientes, le robas a alguien el derecho a la verdad.» Rahim Kan al teléfono diciéndome que existe una forma de volver a ser bueno. «Una forma de volver a ser bueno…»

24

Si Peshawar era la ciudad que me recordaba lo que en su día fue Kabul, Islamabad era la ciudad en la que podría haberse convertido. Las calles eran más anchas que las de Peshawar, también más limpias, y estaban flanqueadas por hileras de hibiscos y de «árboles de las llamas». Los bazares estaban más organizados y no había tantos atascos de rickshaws y peatones. La arquitectura era también más elegante, más moderna, y vi parques con rosas y jazmines en flor a la sombra de los árboles.

Farid encontró un pequeño hotel en una calle secundaria, a los pies de las colinas de Margalla. De camino hacia allí pasamos por delante de la mezquita de Sah Faisal, famosa por ser la más grande del mundo, con sus vigas gigantes de hormigón y sus elevados minaretes. Sohrab se incorporó al ver la mezquita, se asomó por la ventanilla y siguió mirándola hasta que Farid giró por la esquina.

La habitación del hotel era notablemente mejor que la que Farid y yo habíamos compartido en Kabul. Las sábanas estaban limpias, le habían pasado el aspirador a la alfombra y el baño se veía inmaculado. Había champú, jabón, maquinillas de afeitar, bañera y toallas que olían a limón. Y las paredes no tenían manchas de sangre. Un detalle más: un televisor sobre una mesita situada enfrente de las dos camas individuales.

– ¡Mira! -le dije a Sohrab.

La encendí manualmente, sin utilizar el mando a distancia, y busqué en los canales. Encontré un programa infantil donde aparecían dos ovejas lanudas que cantaban en urdu. Sohrab se sentó en una de las camas con las rodillas junto al pecho. Mientras veía la televisión, imperturbable, balanceándose de un lado a otro, sus ojos verdes reflejaban las imágenes del aparato. Entonces me acordé de que una vez le prometí a Hassan que cuando nos hiciésemos mayores le compraría un televisor a su familia.

– Me voy, Amir agha -dijo Farid.

– Quédate esta noche -le pedí-. El viaje es muy largo. Vete mañana.

– Tashakor -replicó-. Quiero regresar esta noche. Echo de menos a mis hijos. -Se detuvo en el umbral de la puerta antes de abandonar la habitación-. Adiós, Sohrab jan -dijo.

Esperó una respuesta, pero Sohrab no le prestaba atención. Seguía balanceándose de un lado a otro con la cara iluminada por el resplandor plateado de las imágenes que parpadeaban en la pantalla.

Lo acompañé hasta el coche y le entregué un sobre. Él lo abrió y se quedó boquiabierto.

– No sabía cómo darte las gracias -le dije-. Has hecho tanto por mí…

– ¿Cuánto dinero hay aquí? -me preguntó Farid ligeramente aturdido.

– Un poco más de tres mil dólares.

– Tres mil… -empezó a decir. El labio inferior le temblaba un poco.

Después, cuando tomó la curva, pitó dos veces y se despidió con la mano. Le devolví el gesto. Nunca he vuelto a verlo.

Regresé a la habitación del hotel y me encontré a Sohrab tendido en la cama, acurrucado en forma de C. Tenía los ojos cerrados, pero no podía asegurar que estuviese dormido. Había apagado el televisor. Me senté en la cama, sonreí con dolor y me sequé el sudor frío que me caía por la frente. Me pregunté durante cuánto tiempo seguirían doliéndome esas pequeñas acciones de levantarme, sentarme o darme la vuelta en la cama. Me pregunté cuándo sería capaz de comer alimento sólido. Me pregunté qué haría con aquel pequeño que estaba acostado en la cama, aunque una parte de mí ya lo sabía.

En el tocador había una garrafa de agua. Me serví un vaso y me tomé un par de analgésicos de los que me había dado Armand. El agua estaba caliente y tenía un sabor amargo. Corrí las cortinas y me tumbé en la cama. Tenía la sensación de que el pecho se me abría. Conseguí respirar de nuevo cuando el dolor aminoró un poco, me subí la sábana hasta la barbilla y esperé a que las pastillas de Armand surtieran efecto.