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Hay un hombre de pie junto a mi cama. Lo conozco. Es moreno, alto y desgarbado, tiene una barba larga y un sombrero… ¿Cómo se llaman esos sombreros? ¿Pakols? Lo lleva ladeado, igual que un famoso cuyo nombre no consigo recordar. Conozco a ese hombre. Me acompañó en coche a algún sitio hace unos años. Lo conozco. En mi boca hay algo que no funciona como es debido. Oigo un burbujeo.

Me desvanezco.

El brazo derecho me quema. La mujer de las bifocales y el adorno en forma de sol está inclinada sobre mi brazo, aplicándole un tubo de plástico transparente. Dice que es potasio. «Pica como una avispa, ¿verdad?», dice. Así es. ¿Cómo se llama? Algo que tiene que ver con un profeta. La conozco también desde hace unos años. Llevaba siempre el cabello recogido en una cola de caballo. Ahora lo lleva hacia atrás, recogido en un moño. La primera vez que hablamos, Soraya también llevaba el pelo recogido así. ¿Cuándo fue eso? ¿La semana pasada?

¡Aisha! Sí.

En mi boca hay algo que no funciona como es debido. Y esa cosa que se me clava en el pecho…

Me desvanezco.

•••

Nos encontramos en las montañas de Sulaiman, en Baluchistán. Baba está luchando contra el oso negro. Es el Baba de mi infancia, Toophan agha, el imponente ejemplar de pastún, no el hombre consumido bajo las mantas, el hombre de las mejillas y los ojos hundidos. Hombre y bestia ruedan juntos sobre la hierba verde; el cabello rizado de Baba ondea al viento. El oso ruge, o tal vez sea Baba quien lo hace. Vuelan la saliva y la sangre; golpes de garra y de mano de hombre. Caen al suelo con un ruido sordo y Baba, sentado sobre el pecho del oso, le hunde los dedos en el hocico. Me mira y lo veo. Él soy yo. Soy yo quien lucha contra el oso.

Me despierto. El hombre larguirucho de piel oscura vuelve a estar a mi lado. Se llama Farid, ahora lo recuerdo. Y junto a él se encuentra el niño del coche. Su cara me recuerda un sonido de campanas. Tengo sed.

Me desvanezco.

Sigo desvaneciéndome y despertándome.

El nombre del señor con bigote a lo Clark Gable resultó ser el doctor Faruqi. No era una estrella de telenovela, sino un cirujano especialista en cabeza y garganta, pero yo seguí imaginándomelo como un tal Armand en un vaporoso escenario de telenovela en una isla tropical.

«¿Dónde estoy?», quería preguntar, pero la boca no se abría. Fruncía el entrecejo. Gruñía. Armand sonreía; su dentadura era de un blanco reluciente.

– Todavía no, Amir -decía-, pronto. Cuando te quitemos los hierros.

Hablaba inglés con un marcado y ondulante acento urdu. «¿Hierros?» Armand cruzó los brazos; tenía los antebrazos velludos y lucía anillo de casado.

– Supongo que estarás preguntándote dónde te encuentras y qué te ha sucedido. Es completamente normal, el estado postoperatorio resulta siempre desorientador. Así que te explicaré lo que yo sé.

Quería preguntarle acerca de los hierros. ¿Postoperatorio? ¿Dónde estaba Aisha? Quería que me sonriese, quería sentir sus manos suaves junto a las mías.

Armand arqueó una ceja, como dándose importancia.

– Te encuentras en un hospital de Peshawar. Llevas dos días aquí. Has sufrido diversas heridas muy graves, Amir, debo decírtelo. Diría que tienes suerte de seguir con vida, amigo -Mientras decía eso, movía el dedo índice hacia delante y hacia atrás-. Has sufrido una rotura de bazo, y por suerte para ti, la rotura no se ha producido de manera inmediata, pues mostrabas síntomas de un principio de hemorragia en la cavidad abdominal. Mis colegas de la unidad de cirugía tuvieron que realizarte una extirpación de bazo con carácter de urgencia. Si la rotura se hubiese producido antes, te habrías desangrado hasta morir. -Me dio un golpecito en el brazo en el que llevaba colocada la sonda y sonrió-. Tienes también siete costillas rotas. Una de ellas te ha provocado un neumotórax. -Fruncí el entrecejo. Intenté abrir la boca, pero recordé lo de los hierros-. Eso significa que tienes un pulmón perforado -me explicó Armand. Tiró de un tubo de plástico transparente que tenía en el costado izquierdo. Sentí otra vez el pinchazo en el pecho-. Hemos sellado la fuga mediante esta vía pulmonar. -Seguí el recorrido del tubo que, entre vendajes, salía de mi pecho e iba a parar a un recipiente medio lleno de columnas de agua. El sonido de burbujas procedía de allí-. Has sufrido también diversas laceraciones. Heridas con desgarro, vamos.

Quería decirle que conocía perfectamente el significado de laceración, que yo era escritor. Iba a abrir de nuevo la boca. Volví a olvidarme de los hierros.

– La peor ha sido en el labio superior -dijo Armand-. El impacto te ha partido en dos el labio superior, exactamente por la mitad. Pero no te preocupes, los de plástica lo han cosido y dicen que la intervención ha sido un éxito, aunque quedará una cicatriz. Eso es inevitable. Había también una fractura orbital en el lado izquierdo; se trata del hueso de la cuenca ocular, y hemos tenido que repararlo también. En unas seis semanas te retirarán los hierros de las mandíbulas. Hasta entonces sólo podrás tomar líquidos y batidos. Perderás algo de peso y durante una temporada hablarás como Al Pacino en la primera película de El padrino. -Se echó a reír-. Y hoy tienes deberes que hacer. ¿Sabes cuáles? -Negué con la cabeza-. Tus deberes para hoy consisten en echar gases. En cuanto lo hagas podremos empezar a darte líquidos. Si no hay expulsión de gases, no hay comida. -Volvió a reír.

Posteriormente, después de que Aisha me cambiara la sonda y me levantara la cabecera de la cama tal y como yo había solicitado, pensé en lo que me había sucedido. Rotura de bazo. Dientes rotos. Perforación de pulmón. Cuenca ocular destrozada. Y mientras observaba una paloma que picoteaba una miga en el alféizar de la ventana, seguí pensando en otra cosa que había mencionado Armand/doctor Faruqui: «El impacto te ha partido en dos el labio superior -había dicho-, exactamente por la mitad.» Exactamente por la mitad. Un labio leporino.

Farid y Sohrab fueron a visitarme al día siguiente.

– ¿Sabes quiénes somos? ¿Te acuerdas de nosotros? -me preguntó Farid en broma. Asentí con la cabeza-. Al hamdulle-llah! -gritó-. Ya se acabaron los delirios.

– Gracias, Farid -dije a través de las mandíbulas cerradas por los hierros. Armand tenía razón… sonaba un poco como Al Pacino en El padrino. Y mi lengua me sorprendía cada vez que iba a parar a uno de los espacios que habían dejado los dientes que me había tragado-. Gracias de verdad. Por todo.

Él sacudió la mano y se sonrojó levemente.

– Bas, no tienes por qué darme las gracias -dijo.

Me volví hacia Sohrab. Llevaba ropa nueva, un pirhan-tumban de color marrón claro que le quedaba un poco grande y un casquete negro. Miraba el suelo y jugueteaba con la sonda que estaba enrollada sobre la cama.

– Aún no nos han presentado como es debido -dije. Le tendí la mano-. Soy Amir.

Miró primero la mano y luego a mí.

– ¿Eres el Amir del que me hablaba agha padre? -me preguntó.

– Sí. -Recordé las palabras de la carta de Hassan. «Les he hablado mucho de ti a Farzana jan y a Sohrab, de cómo nos criamos juntos y jugábamos y corríamos por las calles. ¡Se ríen con las historias de las travesuras que tú y yo solíamos hacer!»-. También a ti tengo que darte las gracias, Sohrab jan -dije-. Me has salvado la vida. -No comentó nada. Retiré la mano al comprobar que no la cogía-. Me gusta tu ropa nueva -murmuré.

– Es de mi hijo -intervino Farid-. A él ya le quedaba pequeña. Yo diría que a Sohrab le sienta bastante bien. -A continuación añadió que el muchacho podía quedarse en su casa hasta que encontráramos un lugar para él-. No disponemos de mucho espacio, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo abandonarlo en la calle. Además, mis hijos le han tomado cariño. ¿Ha, Sohrab? -Pero el niño seguía mirando el suelo, enrollándose la sonda en el dedo-. Quería preguntarte… -dijo Farid con ciertas dudas-, ¿qué sucedió en aquella casa? ¿Qué sucedió entre tú y el talibán?